Los olvidados de la ciencia
La historia de ciencia cuenta solo las hazañas de sus caballeros, aquellos que se llevaron fama y la gloria del descubrimiento. Pero muchos de esos hallazgos fueron realizados antes por artesanos, marinos, herreros... incluso curanderos.
Eran poco más de las 9 de la noche del 15 de abril de 1970 cuando el comandante del Apolo 13 Jim Lovell 1 radió a la Tierra una frase que se ha hecho famosa: “Houston, tenemos un problema. Tenemos una bajada de tensión en el bus principal B”. La nave estaba a 260.000 km de distancia de la Tierra y el tanque de oxígeno número 2 había estallado, quizá a causa de un micrometeorito. No podían utilizar el motor principal porque podía estar dañado y cabía la posibilidad de que explotara: nadie sabía en qué condiciones se encontraba. El único motor utilizable era el del Aquarius, diseñado para aterrizar en la Luna pero no para guiar una nave. “Trece, tenemos mucha, mucha gente trabajando en esto. Os informaremos en cuanto tengamos algo”. Desde Houston intentaban darles ánimos. Para ahorrar electricidad debían apagar todos los sistemas que no fueran imprescindibles para mantener la nave operativa. En Houston, el personal técnico de la NASA tenía el reto de diseñar una nueva misión en un tiempo récord. El trabajo de varios meses debía hacerse en menos de tres días, con una nave mortalmente herida y a miles de kilómetros de distancia. Conocemos a Armstrong y Aldrin, pues a los seres humanos nos gustan los héroes, pero hemos relegado al olvido a aquellos cientos de pequeños e insignificantes técnicos, hombres y mujeres, que salvaron lo insalvable. Nadie sabe quién solucionó el problema del dióxido de carbono que amenazaba la vida de los astro- nautas, ni quién proyectó el módulo lunar, que cumplió a la perfección misiones para las que no estaba diseñado. Es lo que tiene la historia. Newton, Einstein, Darwin, Galileo, Planck, Lavoisier… Son algunos de los nombres que salpican las páginas de la historia de la ciencia. Es un relato heroico, de grandes hombres con grandes ideas capaces de cambiar nuestra forma de ver y entender el mundo. La leyenda de Pitágoras ejemplifica perfectamente nuestra predisposición hacia los héroes solitarios o, como en este caso, a atribuir toda creación a un solo individuo. Pero el progreso científico no ha sido labor de unos cuantos genios, sino el producto de una empresa colectiva de la que forman parte infinidad de personajes desconocidos y relegados al olvido. “Que Newton viera más lejos no debería atribuirse, como él dijo, a estar `a hombros de gigantes', sino por estar sobre las espaldas de miles de desconocidos artesanos analfabetos”, dice el historiador de la ciencia Clifford D. Conner . 2
Marinero en dique seco. La historia no solo la escriben los vencedores; también los que mandan. Ahí tenemos la embellecida leyenda de Enrique el Navegante, a quien se le reconoce como el impulsor de la navegación oceánica. Ya el nombre encierra su ironía, pues el infante portugués ni navegó en su vida ni siquiera puso una vez un pie en un barco. Sus hagiógrafos le convirtieron en un estudioso de la navegación y la geografía, además de la astronomía. En realidad nunca
creó conocimiento científico; lo compró. Algo parecido hacían los famosos navegantes europeos por los desconocidos océanos Índico y Pacífico. Aunque su pericia tuvo algo que ver, no deberíamos descartar la extendida práctica de abordar barcos de la zona, secuestrar a un piloto y obligarle a trabajar para él. Eso fue lo que hizo Vasco de Gama al llegar por primera vez al Índico en 1497. Más que ampliar las fronteras del conocimiento, el explorador portugués se apoderó de él. Las cartas náuticas también encierran historias de sabios olvidados y una peculiar redistribución de la fa- ma. Un ejemplo es la primera carta que recogió la corriente del Golfo, que barre la costa este de Norteamérica, atribuida a Benjamin Franklin. Este, como responsable del servicio postal en las colonias, estaba asombrado por algo muy curioso: los barcos que viajaban de Falmouth a Nue- va York tardaban dos semanas más que los que iban de Londres a Rhode Island. Pero la suerte estaba de su lado: un primo suyo, Timothy Folger, capitán de un ballenero de Nantucket, le explicó lo que sucedía y cómo los marinos llevaban aprovechándose de esta corriente desde principios del siglo XVI. Gracias a la información de Folger, que le proporcionó sus dimensiones, curso y velocidad; y de otros balleneros, Franklin pudo
publicar su carta en 1770 .
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El fin del mundo. Una de las más maldicientes leyendas contra los marineros es que, como creían que la Tierra era plana, no querían navegar muy lejos de la costa por temor a caer por el borde. La realidad es que ellos eran quienes tenían claro que era redonda. Hace 4.000 años, los marineros del mar Rojo estaban al tanto de este hecho, pues en sus viajes, que involucraban un cambio de 20º en la latitud, veían nuevas estrellas en el cielo nocturno. Sabían, como escribió Estrabón, que “es obvio que la curvatura del mar impide a los marineros de ver luces distantes a una altura igual a la que se encuentran sus ojos, pero si se colocan a una altura mayor se vuelven visibles”. La fábula de que los marineros se amotinaron contra Colón porque
pensaban que caerían por el borde de la Tierra fue creada por el escritor norteamericano Washington Irving. Lo que temían era que el mundo fuera mucho más grande de lo que creía su almirante. Y tenían razón. Hacia el 2000 a. C. los marineros minoicos cruzaban el Mediterráneo; en el 600 a. C. los nativos de Bretaña navegaban de manera regular a Irlanda en frágiles esquifes; y hace 5.000 años los polinesios eran capaces de viajar por aguas del Pacífico en sus barcas guiándose por las estrellas y gracias a un impresionante conocimiento de las corrientes y patrones característicos que las islas producen en el oleaje: la astronomía y la oceanografía de estos hombres
primitivos no ha tenido parangón en la historia.
La vacuna africana. La medicina tampoco queda fuera de esta peculiar forma de reescribir la historia. En 1802 la Cámara de los Comunes británica premiaba a Edward Jen
ner con 10.000 libras por descu
4 brir y promover la vacunación, y así ha pasado a la historia. Claro que no es del todo cierto, porque el tratamiento formaba parte de la medicina popular desde hacía tiempo. Dos décadas antes un granjero llamado Benjamin Jesty inoculó a su mujer y a sus dos hijos mayores el pus de ulceraciones causadas por la infección con viruela vacuna, lo que hizo que sus vecinos le tildaran de inhumano. Pero tampoco fue él el descubridor, y quizá jamás sepamos su nombre. A quien sí conocemos es a la persona que introdujo la vacunación en Norteamérica sesenta años antes que Jesty: Onesimus, el esclavo del predicador puritano Cotton Mather –uno de los más importantes defensores de los juicios de Salem–, que le contó que había sido inoculado de pequeño en su pueblo natal. A Europa llegó por otra ruta, a través de las cartas de lady Mary Wortley Montagu, que en la Constantinopla de 1717 observó a un grupo de ancianas que hacía negocio “realizando la operación cada otoño cuando disminuye el calor”. Estas campesinas turcas usaban el líquido de las ampollas de casos leves de viruela para inmunizar a la gente. A pesar de todo, tanto Mather como Jenner sufrieron el desdén y ridículo a manos del establishment médico, en una muestra clamorosa de cómo la élite científica ha frenado el avance en el conocimiento por cerrar sus mentes y oídos a las ideas provenientes de la gente corriente. Mather tuvo que enfrentarse al ridículo de sus contemporáneos por hacer caso a los africanos: “No hay raza de hombres en la Tierra más falsa y mentirosa”, le espetaron. Cuando Jenner pidió mostrar sus trabajos en 1798 ante la Royal So
ciety , la sociedad científica más
5 importante de la época y representante de la parte aristocrática de la ciencia, el presidente le avisó de que “no debería arriesgar su reputación presentando a los miembros algo que parece estar en contra de los saberes conocidos y en todo punto increíble”. Por suerte, Jenner decidió arriesgarse. El desdén por el conocimiento de los artesanos hunde sus raíces en Platón y la aristocracia griega. Resulta evidente que los primeros científicos de materiales fueron herreros y forjadores; y los primeros botánicos, campesinos y agricultores. Las raíces de la ciencia se encuentran en marineros, comerciantes –los primeros en desarrollar la aritmética, en Babilonia-, orfebres, carpinteros… Uno de los grandes clásicos de la literatura científica del siglo XVI,
De re metallica, tuvo su origen en que su autor Georgius Agricola escuchó con atención lo que mineros y herreros explicaban, y leyó los primeros escritos en lengua vernácula de los artesanos. Uno de ellos es De
la pirotechnia (1540), de Vannoccio Biringuccio, el primer libro de texto sobre metalurgia. Biringuccio no era universitario, sino un industrial sin formación académica. Él, a su vez, se inspiró en al menos dos textos anteriores escritos en un alemán sencillo por personas muy conocedoras del oficio de la minería, pero casi analfabetos.
Magnetismo sin tacto. El que es considerado el primer libro de ciencia experimental de la historia, De magnete (1600), de William Gilbert, médico de la reina Isabel I, tiene un origen humilde, lejos de las aulas universitarias. Este tratado de magnetismo destila en cada una de sus páginas “el espíritu de experimentación y de observación de los trabajadores manuales, no de los intelectuales”, escribía en 1942 el filósofo de la ciencia e historiador austriaco Edgar Zilsel. Como corresponde a un hombre de su posición social, Gilbert no recogió el nombre de ninguno de los herreros, mineros y marinos que le ayudaron en su trabajo. Lo que no
se le puede excusar es que ocultara el nombre del artesano Robert Norman, que publicó en 1851 The
Newe Attractive. De él saca hasta el método de trabajo y toma sin citar el que es considerado su mejor experimento cuantitativo, el que determina la ingravidez del magnetismo.
Progreso sin universitarios. Al igual que Gilbert no se inspiró en la ciencia producida por los intelectuales de su época, la Revolución Industrial debió muy poco a la universidad. El valor de la ciencia fue muy bien comprendido por los industriales del norte de Inglaterra. Descubrieron que la razón por la cual no había tenido éxito en el pasado era porque la élite científica odiaba mancharse las manos. Las universidades, anquilosadas en su propia tradición, no servían para divulgar esta nueva visión, más útil, de la ciencia. El único lugar donde encontró un lugar de enseñanza fue en las acade- mias disidentes y, contradiciendo la norma, las universidades escocesas. Durante todo el siglo XVIII ambas impartieron la mejor formación científica del mundo. Los disidentes aparecieron en 1660, tras extinguirse la llama del cambio social y político iniciado por Cromwell al vencer en la guerra
civil inglesa . Restaurada la mo
6 narquía, aquellos que no aceptaron jurar lealtad fueron llamados disi
dentes, y sus vidas se convirtieron en casi un infierno. El Parlamento promulgó una serie de leyes, condensadas más tarde en el Código Clarendon, donde se privaba a estos díscolos de cualquier derecho a trabajar para el Gobierno o la Iglesia y de organizar reuniones. Profesores y clérigos disidentes tenían prohibido acercarse a menos de ocho kilómetros de un municipio. Las condiciones de vida eran tan duras que muchos emigraron a América o a Holanda. A los que se que- daron el Gobierno solo les dejó un camino libre: dedicarse al comercio y la industria. Por eso, no es extraño que a principios del siglo XVIII la mayoría de las industrias se encontrasen en manos de disidentes y que la persecución implacable a la que estuvieron sometidos convirtiera a estos en librepensadores. Sus academias, inicialmente concebidas para aquellos que quisieran vestir los hábitos, se reconvirtieron en centros donde se enseñaba ciencia, ingeniería y finanzas. Fueron quienes estudiaron en sus aulas los que dirigieron los caminos de la tecnología inglesa.
Ciencia burguesa. A lo largo de la historia, las clases dominantes de la sociedad se han apropiado del conocimiento y de su custodia. Entre sus guardianes destacaba la Royal Society, fundada en 1660 y que pronto se convertiría en referente de la ciencia europea. El lema de la Sociedad,
Nullius in verba –En palabras de nadie–, que hace referencia a la necesidad de obtener pruebas empíricas en vez de recurrir al criterio de autoridad, solo se aplicaba a los que eran de su clase. En muy pocas ocasiones los científicos intentaron un acercamiento a los estratos sociales más modestos. Uno de esos intentos fue la fundación en 1799 de la Royal Institution de Londres, gracias a
Benjamin Thompson .
7 Maestro de escuela y uno de los primeros colonos norteamericanos, no le costó mucho tiempo descubrir que el triunfo de la Revolución Industrial dependía de un nuevo tipo de ingeniero, más asentado en los conocimientos científicos y menos en la tradición ciega encarnada en los profesores universitarios. Persuadió a las fortunas inglesas para que donaran el dinero necesario y se fundara una institución, patrocinada por la corona, que “difundiera el conocimiento y facilitara la instrucción general en los inventos mecánicos corrientes, la enseñanza filosófica y los experimentos y aplicaciones de la ciencia en los objetos comunes de la vida”. Poco duró el sueño de Thompson. El primer director de la Royal Institution fue el químico Humphry Davy. Con 23 primaveras y aficionado a la ostentación y la buena vida, expresó perfectamente el sentir de los científicos de la época en
su discurso inaugural de 1802: “La desigual división de la propiedad y del trabajo, y la diferencia de rango y condición en el género humano son las fuentes del poder en la vida civilizada, sus causas motoras e, incluso, su auténtica alma”. Davy adoptó como suya la idea defendida por los científicos, pertenecientes en su mayor parte a la burguesía, de que existe una gradación intelectual de los seres humanos en función de su raza y extracción social. ¿Debemos extrañarnos de que fueran incapaces de creer que una persona sin estudios pudiera hacer contribuciones significativas al conocimiento? No, pero sucedió.
La lucha contra el grisú. En 1813 la Royal Society premiaba a Davy con 2.000 libras y el reconocimiento público por inventar la lámpara de seguridad para prevenir las explosiones de grisú en las minas de
carbón . Tras numerosos expe
8 rimentos encontró que, si rodeaba la llama de la lámpara por una fina gasa metálica, el calor desprendido no inflamaba el gas circundante, pues se invertía en calentar el metal. El problema es que ya existía una lámpara basada en el mismo principio ¡en uso en muchas minas inglesas! Su inventor era un guardafrenos de vagonetas, George Stephenson. La Royal Society hizo oídos sordos a sus protestas: no iba a premiar al hijo de un fogonero. Sus defensores hicieron una colecta pública y recaudaron mil libras, que le entregaron a modo de gratificación. El dinero no solo apaciguó a Stephenson, sino que le permitió iniciar el trabajo por el que será siempre recordado: la locomotora
de vapor .
9 Algo similar sucedió con el proble- ma científico central de la era de la exploración: determinar la longitud de un barco en alta mar. En 1714 se convirtió en cuestión de Estado, pues la supervivencia del comercio marítimo pasaba por el cálculo de rutas precisas, algo imposible si no se determinaba con exactitud la posición del barco. La latitud no ofrecía problemas, pero la longitud sí, debido a la rotación de la Tierra. El 8 de julio la reina Ana de Inglaterra promulgó el Decreto de la Longitud, donde se ofrecía un premio a quien resolviera la cuestión. Los astrónomos opinaban que la mejor manera era hacer mediciones precisas de la posición de la luna en el cielo, un método apuntado por el mismísimo Isaac Newton. Mecánicos y artesanos apostaban por la construcción de un cronómetro de precisión. Mientras los grandes astrónomos y físicos ingleses se devanaban los sesos intentando poner a punto su inútil y complicadísimo método lunar, un carpintero sin estudios llamado John Harrison construía cronómetros cada vez más precisos. En 1764, su cuarto reloj, probado a bordo del HMS Tartar rumbo a Barbados, acumuló un error de solo 39 segundos. Pero el astrónomo real Nevil Maskelyne, miembro del Consejo de la Longitud, hizo un informe desfavorable. Tras dos años de espera y sometido a una abierta animad- versión por parte de la comisión, su hijo escribió una emotiva carta al rey Jorge III. Este, asombrado, decidió probar personalmente el quinto y último cronómetro de Harrison, y descubrió que el error era de un tercio de segundo por día. Ante tal resultado, pidió al Parlamento que le concedieran la cuantía del galardón muy a pesar de Maskelyne y sus colegas. Harrison recibió el dinero, pero no el premio oficial. Ese mismo año, el Consejo elaboró unas nuevas condiciones para la consecución del premio tan estrictas que Maskelyne, riendo, dijo: “Les he dado a los mecánicos un hueso tan duro de roer que se les van a romper los dientes”.
Manos limpias. La herencia cultural griega pesa mucho en la manera que tenemos de entender la ciencia. Platón nos hizo creer que se puede comprender el mundo desde las nubes del pensamiento, sin mancharse las manos, y por ello siempre se ha valorado mucho más la ciencia teórica que la experimental. El epítome de esta visión es Albert Einstein, desarrollando sus ideas acerca del universo desde su mesa en la oficina de patentes de Berna; una imagen que ha quedado como ejemplo de lo que es la ciencia. Ya es hora de poner a su misma altura, por ejemplo, a los anónimos herreros que descubrieron la manera de trabajar el hierro.