Vístete de hi-tech
Gafas, relojes, anillos, pulseras, audífonos, pañales, lentillas... Cada día son más los dispositivos electrónicos que podemos llevar literalmente encima y nos hacen la vida más fácil. Apúntate a la revolución de la tecnología ponible.
Gafas, relojes, anillos, pulseras, pañales... Cada día hay más dispositivos electrónicos ponibles que nos hacen la vida más fácil.
La diferencia entre los complementos electrónicos ponibles o vestibles – traducción del término inglés wearable– y los gadgets tradicionales podría medirse en centímetros: la distancia entre tenerlos siempre pegados al cuerpo o simplemente a mano, sobre la mesa. Es precisamente del primer grupo de donde están saliendo las novedades más interesantes de los últimos años: gafas con ordenadores incorporados, dispositivos de medición de actividad y constantes vitales o materiales textiles con sensores y luces.
Históricamente, resulta difícil decir cuándo nació la tecnología ponible. Al fin y al cabo, relojes y calendarios existen desde tiempos inmemoriales, y aquellos también pueden ser considerados en cierto modo ordenadores. Pero si nos ceñimos a la era electrónica, parece claro que hasta los años sesenta o setenta no aparecieron los primeros prototipos funcionales con verdaderas computadoras miniaturizadas. Muchas de las innovaciones actuales no son sino mejoras de aquellos objetos avanzados. De muestra, un botón: las gafas que incorporaban un pequeño monitor, llamadas Private Eye, se reconocen fácilmente como una tosca versión de las estilosas Google Glass. Y por esta familia de dispositivos empezamos.
Todo el mundo las imagina con el efecto visual que apuntaron Terminator,
Robocop, Iron Man y otras películas de ciencia ficción: mientras el protagonista contemplaba una escena, aparecían sobreimpresos en una pantalla ultradelgada o el mismo ojo datos sobre las personas, la conversación y, generalmente, alguna alerta. La verdad es que la industria tecnológica ha hecho bueno ese pronóstico, aunque el camino no ha resultado sencillo.
Durante mucho tiempo, los fabricantes estuvieron perfeccionando el denominado monitor virtual de retina, es decir, el efecto de observar una pantalla flotando en el aire e integrada con el entorno. Para explicar su aspecto, se suelen usar este tipo de comparaciones: “Tiene 320 x 240 píxeles, pero es como mirar una pantalla de 52 pulgadas en formato 4:3 a unos 2 metros”. Por lo general, se sitúa ligeramente por encima de la línea de visión, para que no interfiera al mirar a los ojos de otras personas.
Casi todas las compañías probaron antes con pequeñas pantallas en dispositivos cerrados o artilugios que se parecían a los cascos de los pilotos aviadores. Aunque esta técnica todavía se utiliza y parece ser interesante para lograr efectos 3D en los videojuegos, ahora se prefiere aprovechar efectos como la difracción y la polarización de los cristales, o incluso recurrir a los hologramas.
La virtud de los cristales es que los dispositivos, como el Micro-Optical MV-1 o las Google Glass, pueden pasar por gafas normales y corrientes, si no fuera porque la pieza principal debe estar a cierta distancia cerca del ojo y resulta un tanto chocante vista desde fuera. Por lo demás, todo está convenientemente jibarizado: la cámara, los micrófonos, la batería e incluso el pequeño ordenador caben en las patillas o el armazón. Además, algunos modelos, por ejemplo los que comercializa Epiphany Eyewear, solo toman fotos y graban vídeo, lo que permite realizar diseños más elegantes y a la moda.
La gran ventaja de las smart glasses, como está demostrando Google, es que se puede crear un ecosistema de aplicaciones a su alrededor, caso de los programas de realidad virtual, el reconocimiento de caras –con acceso a bases de datos que permiten identificar a la gente solo con mirarla, un escenario inquietante para muchos– o la opción de ob- tener información de un cuadro a la vez que lo contemplamos en un museo.
Pero quizá lo más interesante de esa electrónica para tus ojos son los retos que plantea. ¿Pueden las smart glasses registrar continuamente todo lo que sucede? ¿Es legítimo utilizarlas en cualquier sitio? Y lo más importante: ¿por qué te hacen parecer un auténtico idiota? No obstante, sus capacidades todavía son limitadas: la escasa duración de la batería apenas permite grabar unos minutos de vídeo al día. Respecto a las cuestiones legales y sociales, probablemente habrá que recurrir primero a las leyes que ya tenemos y estudiar la situación poco a poco. Hoy, todos llevamos cámaras similares en los móviles, y tenemos una noción sobre dónde y cuándo se pueden
ES POSIBLE IR TECNIFICADO POR LA VIDA CON ESTILO
usar y dónde no, o en qué contexto sería socialmente inaceptable.
Y del mismo modo que les sucedía a los dueños de los primeros radiocasetes al hombro o de los teléfonos móviles del tamaño de un ladrillo, los usuarios de las gafas inteligentes se sienten un poco tontos. Quizá porque aún no funcionan del todo bien y propician situaciones incómodas, pero a la larga será importante comprar las que estén de moda o resulten más llamativas, no discutir si es o no elegante llevarlas. De momento, Google se ha aliado con Luxottica, que de gafas sabe algo –son los diseñadores de RayBan– para dejar claro que se puede ir tecnificado por la vida y con estilo.
Quien quiera vivir una experiencia completa de lo que se ha dado en llamar el yo cuantificado no tiene más que bajarse una aplicación para su móvil o hacerse con alguno de los dispositivos especializados disponibles en las tiendas de deporte. Popularizados por los productos de la compañía Fitbit y la pulsera FuelBand de Nike, estos podómetros venidos a más se utilizan para registrar la actividad diaria, las calorías que quemamos e incluso nuestra calidad del sueño.
Desde hace un par de años han surgido cientos de estos aparatos. Y todos se basan en el mismo concepto: una pequeña pieza de plástico en forma de pulsera, reloj o pinza que contiene un microprocesador y varios sensores. La mayor parte de ellos emplea giroscopios –componentes que miden o conservan la orientación–, aunque también los hay con altímetro o GPS. Algunos cuentan con una pequeña pantalla –o al menos con luces indicadoras– y exhiben diseños a cual más llamativo, futuristas o simplemente divertidos.
Cuando el usuario anda o corre, la señal de tres giroscopios se procesa para analizar cuántos pasos o zancadas damos y a qué ritmo. De ahí, el tecnocomplemento obtiene qué distancia recorremos y, en función del tiempo invertido, cuántas calorías quemamos. ¿Alguien dijo calorías? Precisamente ese cálculo
metabólico los ha hecho muy populares como incentivo, sistema de control y refuerzo a la hora de seguir dietas.
Una pulsera de actividad no sabe qué has comido, pero para eso están las
apps que la acompañan. El usuario puede introducir cada plato que degusta, cada vaso de agua que bebe o cada onza de chocolate que devora. La mayoría almacena bases de datos de alimentos con sus valores energéticos: de los azúcares, de las grasas… La operación no tiene misterio, ya que si consigues quemar más calorías de las que ingieres, adelgazarás.
Sin embargo, estos pequeños aparatos empiezan a ser innecesarios: existen multitud de aplicaciones para el móvil que funcionan igual. Como los teléfonos inteligentes cuentan con giroscopios integrados y los llevamos siempre encima, también son capaces de realizar los mismos cálculos de pasos, zancadas y velocidad con bastante precisión.
Otra crítica que se suele hacer a los medidores son sus limitaciones de uso, pues algunos no sirven en la piscina, por ejemplo, o se quedan congelados si el usuario va en bicicleta o en piragua, o corre sobre una cinta. También fallan los que solo utilizan el GPS: muchas veces no siguen el recorrido de las calles, sino que marcan atajos por sitios imposibles. Entre sus virtudes pueden citarse que su batería aguanta varios días, cuando no semanas, y que son resistentes a los golpes y el agua. Además de eso, resultan discretos… o no, según el gusto del consumidor.
Por añadidura, los fabricantes afirman que sus dispositivos pueden utilizarse también para evaluar la calidad del sueño. La pulsera registra cuándo nos movemos más –indicativo de un descanso ligero o de mala calidad– y cuándo estamos quietos como angelitos –sueño profundo y reparador–.
Un concepto asociado con estas máquinas vestibles es el de la ludificación o gamificación, esto es, convertir la actividad cotidiana en un juego. Se puede contactar con amigos para participar en una especie de competición diaria, con objetivos y clasificaciones. Muchos de los que lo prueban y se enganchan en serio consiguen el premio gordo: potenciar su fuerza de voluntad para hacer ejercicio, comer más sano y, como recompensa, adelgazar.
Los medidores de actividad deportiva son una forma entretenida de llevar electrónica encima, pero los fabricantes e investigadores no se conforman. Originalmente surgidos como aplicaciones médicas, otros dispositivos relaciona- dos con la salud pueden acabar siendo tan comunes como el GPS. En la Universidad Purdue (Estados Unidos), por ejemplo, han desarrollado biosensores capaces de tomar muestras de glucosa a partir de la saliva o las lágrimas del usuario: adiós a los incómodos pinchazos de las pruebas.
La saturación de oxígeno y el ritmo cardiaco se mide con un aparato llamado pulsioxímetro. Simplemente hay que poner un dedo sobre un sensor: un diodo led emite un haz de una longitud de onda especial para registrar la luz absorbida por el flujo sanguíneo. Se utilizan tanto en medicina como para mejorar el rendimiento deportivo.
Otros inventos tienen finalidades más mundanas. Por ejemplo, el Mimo Baby Monitor, presentado este año en la feria de tecnología CES, incorpora un sensor de humedad: cuando el bebé ha mojado su ropita, lanza un aviso al móvil de los papás para que lo atiendan. También
La envidia de Frodo. A la venta en julio, este anillo mágico de la compañía Logbar permite escribir textos, controlar aparatos a distancia y hasta pagar en las tiendas.
existe un prototipo de ipañal con funciones semejantes. El Mimo Baby Monitor emplea la nueva tarjeta/procesador Edison de Intel, diseñada expresamente para las ropas inteligentes. ¿Su fórmula? Un consumo muy bajo y un tamaño minúsculo, apenas como el de una tarjeta de memoria. La llegada de los smartwatches, el último boom de la tecnología de consumo, estaba cantada: la miniaturización de los componentes, las minipantallas de alta densidad y a color y los sistemas operativos habían alcanzado ya la suficiente madurez. Lejos quedan los tiempos de los primeros Casio 53W o Data Bank, con su calculadora incorporada, que también han disfrutado de su momento de revival ochentero.
Los fans de los iPhone todavía no tienen su iWatch, porque Apple no ha anunciado nada al respecto, pero gigantes como Sony, Samsung, LG y Microsoft, entre otros, han presentado sus modelos con todos los diseños, sistemas y estilos imaginables. El planteamiento inicial era disponer de las funciones más importantes del teléfono inteligente en un gadget definitivamente
del futuro. Muestran avisos desde las redes sociales, alertas cuando llega un correo, el tiempo previsto para el día siguiente… Ah, y también dan la hora.
Pero está sucediendo algo imprevisto: los primeros relojes inteligentes son caros para lo que ofrecen, y en ocasiones ni siquiera se parecen demasiado a lo que se sugieren las fotos. Tampoco resultan excesivamente cómodos; sus diseños gi
gantes dejan fuera a quienes prefieren los complementos pequeños. Y, definitivamente, no reemplazan al teléfono móvil.
Aunque aún necesiten un hervor, lo cierto es que están dispuestos a quedarse, si acaso por la presión que ejercerán los fabricantes para hacerse con un mercado gigantesco. Porque no hay que olvidar que los relojes son objetos de moda, más que electrónica de consumo. Entran por los ojos y mucha gente los luce no para saber la hora, sino como puro complemento decorativo y de proyección de imagen. De ahí que si no gustan, no gustan. Y que haya quien esté esperando modelos de marca simplemente por el supuesto prestigio social que confieren.
Además, este fenómeno emergente ha constituido un importante impulso para otro sector: el de los emprendedores que han lanzado sus proyectos a través de la denominada crowdfunding o financiación colectiva. El Pebble nació de este modo y consiguió en unos pocos meses decenas de miles de pedidos cuando no era más que una mera idea. El concepto de
un reloj con una pantalla
YA EXISTEN UNOS ZAPATOS QUE ACUMULAN ENERGÍA
diferente y personalizable, conectable al móvil, recaudó más de diez millones de dólares; sus promotores buscaban 100.000. Fue uno de los primeros productos en dar credibilidad a un sector tecnológico –el de la innovación respaldada económicamente por particulares– que también va viento en popa.
Algunos dispositivos vestibles todavía son mera curiosidad, pero evolucionan por caminos interesantes. Por ejemplo, la ropa con ledes luminosos integrados que sirven de adorno y a veces incluso de pantalla. Colectivos como los ciclistas aprecian especialmente esta innovación, porque pueden usarla como señales indicativas de precaución. También prometen los sensores minúsculos integrados en tatuajes electrónicos flexibles o los prototipos de lentillas con ledes, que si solucionan el problema de la distancia focal, podrían funcionar como las gafas de Google, pero mucho más discretas.
¿Y qué más nos gustaría ver? Los usuarios siguen soñando con alguna forma de almacenar energía en su ropa o en complementos como el cinturón o los zapatos, pero solo se han presentado prototipos poco funcionales. Hay quienes trabajan en zapatos que acumulan la energía del movimiento al correr o caminar para luego usarla como una batería que recargue nuestros gadgets. Porque si queremos que funcionen en todo momento, necesitaremos obtener la electricidad de algún lado.