Juego sucio en el lab
En ciencia, no suele ser fácil conseguir resultados brillantes y en un tiempo récord. De ahí que algunos investigadores decidan tomar atajos poco éticos para hacerse con prestigio, fama... y dinero.
Robos, traición, espionaje... Algunos investigadores toman atajos poco éticos para conseguir éxitos, fama y dinero.
En octubre de 2013, la Universidad Autónoma de México (UNAM) daba por concluida una investigación centrada en dos de sus microbiólogos más brillantes, Alejandra Bravo y Mario Soberón. Todo había comenzado en 2012, cuando tres científicos canadienses demostraron que los modelos desarrollados por estos dos mexicanos no eran reproducibles. En otoño de ese mismo año, un comité externo concluyó que en al menos dos de los once artículos que habían publicado se habían realizado ciertas “manipulaciones inapropiadas y categóricamente reprobables”.
Un castigo ejemplar y muy pocos abogados para la defensa
Aunque sus miembros resaltaron que las alteraciones no constituían fraude alguno, pues no afectaban a las conclusiones finales de la investigación, recomendaron retirar los ensayos y aplicarles diversas sanciones, entre ellas, exigir la dimisión de Soberón como jefe de departamento y degradar a Bravo, que pasaría de líder académica a investigadora adjunta. La prensa se hizo eco de la noticia y los investigadores fueron duramente criticados, mientras se elogiaba la rapidez con que se había descubierto el fraude. Pocos salieron en defensa de los supuestos culpables: así, el que fuera rector de la UNAM, Juan Ramón de la Fuente, apeló a la serenidad, a la vez que afirmaba que habían sido “víctimas de un exceso de suspicacia”. Un año después, y tras una nueva investigación por parte de la Defensoría de los Derechos Universitarios de la UNAM, se levantaron los castigos al descubrir ciertas irregularidades en la resolución del caso: no se permitió a los implicados defenderse y, peor aún, uno de los miembros del Instituto de Biotecnología al que pertenecían los microbiólogos formaba parte del coro acusador. ¿Cuál había sido pues el crimen de la pareja? Los científicos habían maquillado algunas imágenes de su estudio para que, sin alterar los resultados relevantes, estos quedaran más resaltados. Sea como sea, a la comisión de ética de los Institutos Nacionales de Salud de EE. UU., de los cuales recibían ayudas económicas, debió parecerle un desliz poco importante, ya que mantuvo los apoyos que les venía otorgando durante todo el proceso.
Quien piense que la vida del científico se desarrolla en un entorno de camaradería, racionalidad o responsabilidad se equivoca. Una de las disciplinas donde se puede constatar la existencia de odios viscerales es la paleontología, especialmente la humana. No es extraño, porque en esta área la fama de un investigador suele depender del hallazgo, muchas veces accidental, de un fósil.
J
Como suele afirmarse en la profesión, la paleontología es la única rama de la ciencia que tiene más expertos que objetos de estudio, lo que garantiza las disputas. Un ejemplo es el enfrentamiento que durante tres décadas mantuvieron los antropólogos Richard Leakey y Donald Johanson, hasta que fumaron la pipa de la paz en 2011, cuando se sentaron juntos en el Museo Estadounidense de Historia Natural para debatir los orígenes de la especie humana.
Encontronazos con mucho ruido y pocos huesos
Semejante rivalidad no puede comparase con la batalla que libraron sus colegas del siglo XIX, Edward Drinker Cope y Othniel Charles Marsh, que no dudaron en recurrir a sobornos, robos y destrucción de huesos para hundir al contrario. La famosa enemistad, bautizada como la guerra de los huesos, terminó con la fortuna y prestigio social de ambos destruidos.
Hablando de parné; a veces, lo que se persigue es solo una recompensa económica. En octubre de 2006, el paleontólogo aficionado Nathan L. Murphy encontró ocultos en una roca los huesos muy bien conservados de una nueva especie de dinosaurio. El hallazgo le proporcionó fama y algo más: el dinero de la venta de esos restos a museos y coleccionistas. El estadounidense no era un advenedizo entre los cazadores de fósiles, pues ya había participado en el descubrimiento de unos de hadrosáurido, entre los que se encontraba Leonardo, un magnífico ejemplar de 77 millones de años de antigüedad.
Tres años después y tras varios meses de investigación, las autoridades de Montana descubrieron que el fósil de dinosaurio de Murphy ya había sido encontrado en 2002 en la finca de unos rancheros, los Hammonds, y no a casi 40 kilómetros de allí, como había afirmado. Murphy fue acusado de robo, porque las piezas no solo le pertenecían a él, sino también a los Hammonds.
Para más inri, su verdadero descubridor había sido el geólogo australiano Mark Thompson, que llamó al ejemplar Julieraptor, en honor de su hermana. Murphy le pidió que ocultara el hallazgo a los Hammonds, pues había firmado con ellos un acuerdo económico que incluía todo lo que encontrara en sus tierras. Por su parte, la familia tampoco había sido muy sincera: la parcela donde apareció el fósil no les pertenecía, sino que era arrendada. Thompson decidió cumplir la petición, pero no sin antes fotografiar al dinosaurio y quedarse con algunas muestras.
No se supo nada más del fósil hasta que Murphy lo presentó públicamente bajo el apodo de Sid Vicious. Pero por desgracia para el cazador de huesos, su colega australiano se dio cuenta de que los restos eran precisamente los que él había encontrado, y se lo dijo a los Hammonds. Descubierto el pastel, a Murphy no le quedó más remedio que confesarse culpable del robo, aunque en su defensa alegó que no se había percatado de que tenía los huesos porque se encontraban bajo los de una tortuga que había desenterrado ese mismo año. Nadie le creyó. El fósil de Cleptoraptor, como fue rebautizado por algunos paleontólogos, podría haber sido un verdadero chollo, pues su valor alcanzaba los 400.000 dólares. Como comentaba el maestro del suspense Alfred Hitchcock a propósito de los fallos cometidos por asesinos, nadie hubiera esperado tal desatino de quien se suponía un gran apasionado de su disciplina. Pero, después de todo, casi medio millón de dólares es una tentación muy difícil de ignorar.
Además de fósiles, en paleontología también se pueden birlar nombres. En 2008, el investigador William Parker acusó a tres de sus colegas del Museo de Historia Natural y Ciencia de Nuevo México, en EE. UU., de haber puesto el
nombre de Rioarribasuchus a una nueva especie de etosaurio –un reptil del periodo Triásico– cuando sabían que él estaba a punto de publicar un artículo en el que optaba por otro apelativo: Heliocanthus.
Según la Comisión Internacional de Nomenclatura Zoológica, no puede nombrarse una especie si se tiene conocimiento de que otro científico lo está haciendo, y a esta regla se aferraron los expertos de Nuevo México: no sabían nada de Parker.
Sin pruebas sólidas, las disputas suelen quedarse en agua de borrajas
El incidente avivó la polémica que ya existía en torno a los tres investigadores. En julio de 2007, el paleontólogo Jerzy Dzik, de la Universidad de Varsovia, había enviado un correo electrónico a Spencer Lucas, uno de los acusados posteriormente por Parker, pidiéndole explicaciones. Lucas le había visitado tiempo atrás, mientras Dzik y su equipo estaban terminando un artículo donde describían un nuevo etosaurio. A su regreso, Lucas se les adelantó y publicó la descripción del animal en el boletín de su museo. El investigador acusaba a los polacos de no haber sido más específicos en su protocolo sobre el estudio de fósiles y se disculpó por lo que consideró “un malentendido”. Como él mismo era el editor, pudo publicar la descripción sin tener que esperar a que una revista científica revisara y aceptara el contenido de su artículo. Pero los problemas con los expertos de Nuevo México no terminaron ahí. Cuando otro de sus informes, donde hacían una reinterpretación de otro saurio llamado Redondasuchus, llegó a manos de Jeff Martz, un doctorando de la Universidad Texas Tech, este descubrió que la reinterpretación descrita era casi calcada a la que él había plasmado en su tesis doctoral y que habían utilizado una figura de su estudio sin mencionarle. Finalmente, la Sociedad de Paleontología de Vertebrados consideró que carecía de argumentos sólidos para decantarse por uno de los dos bandos.
Los científicos tienen un arma muy potente y, a la vez, sencilla para castigar a los más díscolos: detener sus investigaciones. Esto es lo que le pasó al cosmólogo Halton Arp a mediados de los 80. Arp, autor del Atlas
de galaxias peculiares, recibió una carta del comité del Observatorio del Monte Palomar, en California, donde se le comunicaba que sus investigaciones no tenían valor y se cancelaban sus trabajos en los observatorios del Monte Palomar y Las Campanas (Chile). Al astrónomo tampoco se le permitía dar conferencias en congresos y todos sus artículos posteriores fueron rechazados por las revistas científicas norteamericanas.
Tanto revuelo se debía en realidad a que el estadounidense, que falleció en 2013, defendía que una de las pruebas de la expansión del universo, el desplazamiento hacia el rojo de las galaxias, no tenía un origen cosmológico. Según sus ideas, este fenómeno, vinculado al alejamiento de objetos distantes, se rige por las leyes de la mecánica cuántica, lo que pone en en- tredicho toda la teoría del big bang. El comité que asignaba el codiciado tiempo de observación de los telescopios ni siquiera le permitió terminar sus investigaciones por considerarlas erróneas. Ante un panorama tan poco alentador, Arp decidió exiliarse e ingresar en un centro fuera del continente americano, el Instituto Max Planck de Astrofísica, en Alemania.
También en física pueden cometerse
atropellos. Uno de los más sonados fue el sufrido por el italiano Oreste Piccioni. En 1954, este presentó los detalles técnicos de un estudio para encontrar el antiprotón usando el Bevatron, el acelerador de partículas del Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley, en EE. UU.
HAY QUIEN HA GANADO UN NOBEL TRAS BIRLARLE LA INVESTIGACIÓN A UN COLEGA
Una manera no muy ética de llevarse un galardón
Varios años después descubrió que dos de sus colegas, Emilio Segrè y Owen Chamberlain, habían hecho el experimento sin decírselo, confirmando la existencia de la antipartícula. En 1959, el comité del Premio Nobel otorgó a ambos científicos un galardón por el hallazgo. Aunque durante la ceremonia de entrega de premios Segrè comentó las aportaciones de Piccioni, el científico italiano no lo consideró suficiente. Como compensación por su silencio, se le prometió entonces que se le concedería también a él un Nobel. Pero el reconocimiento no llegaba, así que en 1972 el investigador demandó a los lau-
reados y exigió una importante suma económica y una declaración en la que se le citase como el verdadero autor del experimento. Desgraciadamente, el tribunal sentenció en su contra: había tardado demasiado en denunciar el hecho. Eso sí, en ocasiones no hace falta robar ideas, basta con usurpar los datos. Así fue como James Watson y Francis Crick ganaron la carrera a Linus Pauling, que desveló la estructura del ADN y buscaba un modelo molecular para explicar su conformación.
Rosalind Franklin, la descubridora ninguneada de la doble hélice
Los dos jóvenes científicos habían decidido encontrar su propio modelo, para lo que contaban con los datos cristalográficos de sus colegas Maurice Wilkins y Rosalind Franklin. Debido al ritmo con que obtenían la información, los avances eran lentos, así que, ¿qué mejor forma de acelerarlos que ir al laboratorio de Wilkins y Franklin para tomarla presta
da? La estrategia les sirvió para adelantar el descubrimiento de la doble hélice de ADN... y que los tres, salvo la pobre Franklin, se llevaran el Nobel.
Algo parecido sucedió en 2005, cuando el astrónomo español José Luis Ortiz anunció el hallazgo del planetoide 2003 EL61. Michael Brown, profesor de Astronamía planetaria en el Caltech (EE. UU.), le acusó de haber espiado los datos de sus ordenadores, a los que se podía acceder libremente por internet. Aunque Ortiz alegó que su equipo había dado con él revisando observaciones de la zona, el estadounidense no le creyó: una semana antes del anuncio, Brown había publicado el resumen de un futuro informe donde presentaría el planetoide con el nombre de K40506A (posteriormente, Haumea). Bastaba con introducir los caracteres en cualquier buscador de la Red para encontrar la página donde Brown recogía sus mediciones. Y eso hizo Ortiz en dos ocasiones: una, dos días antes del anuncio, y otra, esa misma jornada. El astrónomo estadounidense le acusó de haberle pisado el hallazgo porque Ortiz se limitó a seguir sus pasos y a realizar el anuncio sin ninguna comprobación posterior. Por su parte, este se defendió diciendo que no era espionaje consultar datos de libre acceso y que, a pesar de que el primero en encontrarlo fue Brown, no lo había comunicado.
Más allá del laboratorio, los entresijos científicos pueden mezclarse con la vida privada. Como ejemplo tenemos a la pareja formada por la microbióloga Lynn Margulis (1938-2011) y un joven y prometedor astrónomo llamado Carl Sagan (1934-
EL FRAUDE CIENTÍFICO SE HA MULTIPLICADO POR DIEZ DESDE 1975
1996). Este obligó a su esposa a posponer su carrera científica para cuidarlo mientras él terminaba su tesis doctoral y obtenía un puesto estable como investigador.
Más desagradable fue la polémica desatada por un artículo publicado a finales del año pasado en Wired. Según revelaba, un editor de Biology-Online.org (un agregador de contenidos que es a su vez socio de la revista Scientific American) había contestado de forma despectiva a la bió- loga Danielle N. Lee, que había rechazado una petición para colaborar con ellos. La científica, que forma parte de la comunidad de bitácoras de Scientific American, escribió una entrada en su página, Urban
Scientist, para contar lo sucedido. El texto desapareció en menos de una hora. La única explicación que recibió Lee estaba en un tuit: “SciAm es una publicación dedicada a los descubrimientos científicos. El post no era apropiado para esta área y ha sido eliminado”. Los rumores de censura se extendieron por la Red sin que la revista consiguiera desmentirlos.
Un caso de acoso salpica al padre de los blogs de divulgación
Poco después, la escritora y geóloga Monica Byrne revelaba la identidad de quien la había acosado sexualmente hacía un año. Un editor de blogs científicos contactó con ella por Facebook y la citó en un café para hablar de colaboraciones. Sin embargo, una vez allí, empezó a detallarle explícitamente su vida sexual. El caso de Lee animó a Byrne a desvelar el nombre de su acosador, que no era otro que Bora Zivkovic, apodado The Blogfather, el responsable de los blogs de Scientific Ame
rican. Otras dos colaboradoras, Hannah Waters y Kathleen Raven, alegaron haber sufrido situaciones similares con Zivkovic. Algunos días más tarde, el científico, un aparente defensor del papel de las mujeres en la ciencia, presentaba su dimisión.