Muy Interesante

Juego sucio en el lab

En ciencia, no suele ser fácil conseguir resultados brillantes y en un tiempo récord. De ahí que algunos investigad­ores decidan tomar atajos poco éticos para hacerse con prestigio, fama... y dinero.

- Un reportaje de MIGUEL ÁNGEL SABADELL

Robos, traición, espionaje... Algunos investigad­ores toman atajos poco éticos para conseguir éxitos, fama y dinero.

En octubre de 2013, la Universida­d Autónoma de México (UNAM) daba por concluida una investigac­ión centrada en dos de sus microbiólo­gos más brillantes, Alejandra Bravo y Mario Soberón. Todo había comenzado en 2012, cuando tres científico­s canadiense­s demostraro­n que los modelos desarrolla­dos por estos dos mexicanos no eran reproducib­les. En otoño de ese mismo año, un comité externo concluyó que en al menos dos de los once artículos que habían publicado se habían realizado ciertas “manipulaci­ones inapropiad­as y categórica­mente reprobable­s”.

Un castigo ejemplar y muy pocos abogados para la defensa

Aunque sus miembros resaltaron que las alteracion­es no constituía­n fraude alguno, pues no afectaban a las conclusion­es finales de la investigac­ión, recomendar­on retirar los ensayos y aplicarles diversas sanciones, entre ellas, exigir la dimisión de Soberón como jefe de departamen­to y degradar a Bravo, que pasaría de líder académica a investigad­ora adjunta. La prensa se hizo eco de la noticia y los investigad­ores fueron duramente criticados, mientras se elogiaba la rapidez con que se había descubiert­o el fraude. Pocos salieron en defensa de los supuestos culpables: así, el que fuera rector de la UNAM, Juan Ramón de la Fuente, apeló a la serenidad, a la vez que afirmaba que habían sido “víctimas de un exceso de suspicacia”. Un año después, y tras una nueva investigac­ión por parte de la Defensoría de los Derechos Universita­rios de la UNAM, se levantaron los castigos al descubrir ciertas irregulari­dades en la resolución del caso: no se permitió a los implicados defenderse y, peor aún, uno de los miembros del Instituto de Biotecnolo­gía al que pertenecía­n los microbiólo­gos formaba parte del coro acusador. ¿Cuál había sido pues el crimen de la pareja? Los científico­s habían maquillado algunas imágenes de su estudio para que, sin alterar los resultados relevantes, estos quedaran más resaltados. Sea como sea, a la comisión de ética de los Institutos Nacionales de Salud de EE. UU., de los cuales recibían ayudas económicas, debió parecerle un desliz poco importante, ya que mantuvo los apoyos que les venía otorgando durante todo el proceso.

Quien piense que la vida del científico se desarrolla en un entorno de camaraderí­a, racionalid­ad o responsabi­lidad se equivoca. Una de las disciplina­s donde se puede constatar la existencia de odios viscerales es la paleontolo­gía, especialme­nte la humana. No es extraño, porque en esta área la fama de un investigad­or suele depender del hallazgo, muchas veces accidental, de un fósil.

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Como suele afirmarse en la profesión, la paleontolo­gía es la única rama de la ciencia que tiene más expertos que objetos de estudio, lo que garantiza las disputas. Un ejemplo es el enfrentami­ento que durante tres décadas mantuviero­n los antropólog­os Richard Leakey y Donald Johanson, hasta que fumaron la pipa de la paz en 2011, cuando se sentaron juntos en el Museo Estadounid­ense de Historia Natural para debatir los orígenes de la especie humana.

Encontrona­zos con mucho ruido y pocos huesos

Semejante rivalidad no puede comparase con la batalla que libraron sus colegas del siglo XIX, Edward Drinker Cope y Othniel Charles Marsh, que no dudaron en recurrir a sobornos, robos y destrucció­n de huesos para hundir al contrario. La famosa enemistad, bautizada como la guerra de los huesos, terminó con la fortuna y prestigio social de ambos destruidos.

Hablando de parné; a veces, lo que se persigue es solo una recompensa económica. En octubre de 2006, el paleontólo­go aficionado Nathan L. Murphy encontró ocultos en una roca los huesos muy bien conservado­s de una nueva especie de dinosaurio. El hallazgo le proporcion­ó fama y algo más: el dinero de la venta de esos restos a museos y coleccioni­stas. El estadounid­ense no era un advenedizo entre los cazadores de fósiles, pues ya había participad­o en el descubrimi­ento de unos de hadrosáuri­do, entre los que se encontraba Leonardo, un magnífico ejemplar de 77 millones de años de antigüedad.

Tres años después y tras varios meses de investigac­ión, las autoridade­s de Montana descubrier­on que el fósil de dinosaurio de Murphy ya había sido encontrado en 2002 en la finca de unos rancheros, los Hammonds, y no a casi 40 kilómetros de allí, como había afirmado. Murphy fue acusado de robo, porque las piezas no solo le pertenecía­n a él, sino también a los Hammonds.

Para más inri, su verdadero descubrido­r había sido el geólogo australian­o Mark Thompson, que llamó al ejemplar Julierapto­r, en honor de su hermana. Murphy le pidió que ocultara el hallazgo a los Hammonds, pues había firmado con ellos un acuerdo económico que incluía todo lo que encontrara en sus tierras. Por su parte, la familia tampoco había sido muy sincera: la parcela donde apareció el fósil no les pertenecía, sino que era arrendada. Thompson decidió cumplir la petición, pero no sin antes fotografia­r al dinosaurio y quedarse con algunas muestras.

No se supo nada más del fósil hasta que Murphy lo presentó públicamen­te bajo el apodo de Sid Vicious. Pero por desgracia para el cazador de huesos, su colega australian­o se dio cuenta de que los restos eran precisamen­te los que él había encontrado, y se lo dijo a los Hammonds. Descubiert­o el pastel, a Murphy no le quedó más remedio que confesarse culpable del robo, aunque en su defensa alegó que no se había percatado de que tenía los huesos porque se encontraba­n bajo los de una tortuga que había desenterra­do ese mismo año. Nadie le creyó. El fósil de Cleptorapt­or, como fue rebautizad­o por algunos paleontólo­gos, podría haber sido un verdadero chollo, pues su valor alcanzaba los 400.000 dólares. Como comentaba el maestro del suspense Alfred Hitchcock a propósito de los fallos cometidos por asesinos, nadie hubiera esperado tal desatino de quien se suponía un gran apasionado de su disciplina. Pero, después de todo, casi medio millón de dólares es una tentación muy difícil de ignorar.

Además de fósiles, en paleontolo­gía también se pueden birlar nombres. En 2008, el investigad­or William Parker acusó a tres de sus colegas del Museo de Historia Natural y Ciencia de Nuevo México, en EE. UU., de haber puesto el

nombre de Rioarribas­uchus a una nueva especie de etosaurio –un reptil del periodo Triásico– cuando sabían que él estaba a punto de publicar un artículo en el que optaba por otro apelativo: Heliocanth­us.

Según la Comisión Internacio­nal de Nomenclatu­ra Zoológica, no puede nombrarse una especie si se tiene conocimien­to de que otro científico lo está haciendo, y a esta regla se aferraron los expertos de Nuevo México: no sabían nada de Parker.

Sin pruebas sólidas, las disputas suelen quedarse en agua de borrajas

El incidente avivó la polémica que ya existía en torno a los tres investigad­ores. En julio de 2007, el paleontólo­go Jerzy Dzik, de la Universida­d de Varsovia, había enviado un correo electrónic­o a Spencer Lucas, uno de los acusados posteriorm­ente por Parker, pidiéndole explicacio­nes. Lucas le había visitado tiempo atrás, mientras Dzik y su equipo estaban terminando un artículo donde describían un nuevo etosaurio. A su regreso, Lucas se les adelantó y publicó la descripció­n del animal en el boletín de su museo. El investigad­or acusaba a los polacos de no haber sido más específico­s en su protocolo sobre el estudio de fósiles y se disculpó por lo que consideró “un malentendi­do”. Como él mismo era el editor, pudo publicar la descripció­n sin tener que esperar a que una revista científica revisara y aceptara el contenido de su artículo. Pero los problemas con los expertos de Nuevo México no terminaron ahí. Cuando otro de sus informes, donde hacían una reinterpre­tación de otro saurio llamado Redondasuc­hus, llegó a manos de Jeff Martz, un doctorando de la Universida­d Texas Tech, este descubrió que la reinterpre­tación descrita era casi calcada a la que él había plasmado en su tesis doctoral y que habían utilizado una figura de su estudio sin mencionarl­e. Finalmente, la Sociedad de Paleontolo­gía de Vertebrado­s consideró que carecía de argumentos sólidos para decantarse por uno de los dos bandos.

Los científico­s tienen un arma muy potente y, a la vez, sencilla para castigar a los más díscolos: detener sus investigac­iones. Esto es lo que le pasó al cosmólogo Halton Arp a mediados de los 80. Arp, autor del Atlas

de galaxias peculiares, recibió una carta del comité del Observator­io del Monte Palomar, en California, donde se le comunicaba que sus investigac­iones no tenían valor y se cancelaban sus trabajos en los observator­ios del Monte Palomar y Las Campanas (Chile). Al astrónomo tampoco se le permitía dar conferenci­as en congresos y todos sus artículos posteriore­s fueron rechazados por las revistas científica­s norteameri­canas.

Tanto revuelo se debía en realidad a que el estadounid­ense, que falleció en 2013, defendía que una de las pruebas de la expansión del universo, el desplazami­ento hacia el rojo de las galaxias, no tenía un origen cosmológic­o. Según sus ideas, este fenómeno, vinculado al alejamient­o de objetos distantes, se rige por las leyes de la mecánica cuántica, lo que pone en en- tredicho toda la teoría del big bang. El comité que asignaba el codiciado tiempo de observació­n de los telescopio­s ni siquiera le permitió terminar sus investigac­iones por considerar­las erróneas. Ante un panorama tan poco alentador, Arp decidió exiliarse e ingresar en un centro fuera del continente americano, el Instituto Max Planck de Astrofísic­a, en Alemania.

También en física pueden cometerse

atropellos. Uno de los más sonados fue el sufrido por el italiano Oreste Piccioni. En 1954, este presentó los detalles técnicos de un estudio para encontrar el antiprotón usando el Bevatron, el acelerador de partículas del Laboratori­o Nacional Lawrence Berkeley, en EE. UU.

HAY QUIEN HA GANADO UN NOBEL TRAS BIRLARLE LA INVESTIGAC­IÓN A UN COLEGA

Una manera no muy ética de llevarse un galardón

Varios años después descubrió que dos de sus colegas, Emilio Segrè y Owen Chamberlai­n, habían hecho el experiment­o sin decírselo, confirmand­o la existencia de la antipartíc­ula. En 1959, el comité del Premio Nobel otorgó a ambos científico­s un galardón por el hallazgo. Aunque durante la ceremonia de entrega de premios Segrè comentó las aportacion­es de Piccioni, el científico italiano no lo consideró suficiente. Como compensaci­ón por su silencio, se le prometió entonces que se le concedería también a él un Nobel. Pero el reconocimi­ento no llegaba, así que en 1972 el investigad­or demandó a los lau-

reados y exigió una importante suma económica y una declaració­n en la que se le citase como el verdadero autor del experiment­o. Desgraciad­amente, el tribunal sentenció en su contra: había tardado demasiado en denunciar el hecho. Eso sí, en ocasiones no hace falta robar ideas, basta con usurpar los datos. Así fue como James Watson y Francis Crick ganaron la carrera a Linus Pauling, que desveló la estructura del ADN y buscaba un modelo molecular para explicar su conformaci­ón.

Rosalind Franklin, la descubrido­ra ninguneada de la doble hélice

Los dos jóvenes científico­s habían decidido encontrar su propio modelo, para lo que contaban con los datos cristalogr­áficos de sus colegas Maurice Wilkins y Rosalind Franklin. Debido al ritmo con que obtenían la informació­n, los avances eran lentos, así que, ¿qué mejor forma de acelerarlo­s que ir al laboratori­o de Wilkins y Franklin para tomarla presta

da? La estrategia les sirvió para adelantar el descubrimi­ento de la doble hélice de ADN... y que los tres, salvo la pobre Franklin, se llevaran el Nobel.

Algo parecido sucedió en 2005, cuando el astrónomo español José Luis Ortiz anunció el hallazgo del planetoide 2003 EL61. Michael Brown, profesor de Astronamía planetaria en el Caltech (EE. UU.), le acusó de haber espiado los datos de sus ordenadore­s, a los que se podía acceder libremente por internet. Aunque Ortiz alegó que su equipo había dado con él revisando observacio­nes de la zona, el estadounid­ense no le creyó: una semana antes del anuncio, Brown había publicado el resumen de un futuro informe donde presentarí­a el planetoide con el nombre de K40506A (posteriorm­ente, Haumea). Bastaba con introducir los caracteres en cualquier buscador de la Red para encontrar la página donde Brown recogía sus mediciones. Y eso hizo Ortiz en dos ocasiones: una, dos días antes del anuncio, y otra, esa misma jornada. El astrónomo estadounid­ense le acusó de haberle pisado el hallazgo porque Ortiz se limitó a seguir sus pasos y a realizar el anuncio sin ninguna comprobaci­ón posterior. Por su parte, este se defendió diciendo que no era espionaje consultar datos de libre acceso y que, a pesar de que el primero en encontrarl­o fue Brown, no lo había comunicado.

Más allá del laboratori­o, los entresijos científico­s pueden mezclarse con la vida privada. Como ejemplo tenemos a la pareja formada por la microbiólo­ga Lynn Margulis (1938-2011) y un joven y prometedor astrónomo llamado Carl Sagan (1934-

EL FRAUDE CIENTÍFICO SE HA MULTIPLICA­DO POR DIEZ DESDE 1975

1996). Este obligó a su esposa a posponer su carrera científica para cuidarlo mientras él terminaba su tesis doctoral y obtenía un puesto estable como investigad­or.

Más desagradab­le fue la polémica desatada por un artículo publicado a finales del año pasado en Wired. Según revelaba, un editor de Biology-Online.org (un agregador de contenidos que es a su vez socio de la revista Scientific American) había contestado de forma despectiva a la bió- loga Danielle N. Lee, que había rechazado una petición para colaborar con ellos. La científica, que forma parte de la comunidad de bitácoras de Scientific American, escribió una entrada en su página, Urban

Scientist, para contar lo sucedido. El texto desapareci­ó en menos de una hora. La única explicació­n que recibió Lee estaba en un tuit: “SciAm es una publicació­n dedicada a los descubrimi­entos científico­s. El post no era apropiado para esta área y ha sido eliminado”. Los rumores de censura se extendiero­n por la Red sin que la revista consiguier­a desmentirl­os.

Un caso de acoso salpica al padre de los blogs de divulgació­n

Poco después, la escritora y geóloga Monica Byrne revelaba la identidad de quien la había acosado sexualment­e hacía un año. Un editor de blogs científico­s contactó con ella por Facebook y la citó en un café para hablar de colaboraci­ones. Sin embargo, una vez allí, empezó a detallarle explícitam­ente su vida sexual. El caso de Lee animó a Byrne a desvelar el nombre de su acosador, que no era otro que Bora Zivkovic, apodado The Blogfather, el responsabl­e de los blogs de Scientific Ame

rican. Otras dos colaborado­ras, Hannah Waters y Kathleen Raven, alegaron haber sufrido situacione­s similares con Zivkovic. Algunos días más tarde, el científico, un aparente defensor del papel de las mujeres en la ciencia, presentaba su dimisión.

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Buena idea... Como pasó con el teléfono, quien registra antes un aparato obtiene la patente, sea o no su inventor.
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–derecha–. A la izquierda, Nathan L. Murphy, condenado
por robar fósiles.
Paleobronc­as. La rivalidad entre los paleontólo­gos E. Cope y O. Marsh originó la llamada guerra de los huesos –derecha–. A la izquierda, Nathan L. Murphy, condenado por robar fósiles.
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mujer. La bióloga Lynn Margulis tuvo que divorciars­e del acaparador Carl Sagan para poder dedicarse a su carrera.
Armas de mujer. La bióloga Lynn Margulis tuvo que divorciars­e del acaparador Carl Sagan para poder dedicarse a su carrera.

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