Más tontos, más listos
Cuando llegó internet, proliferaron los debates sobre sus bondades milagrosas o sus maldades apocalípticas. La realidad ha probado que, como cualquier otro invento, no nos hace ni mejores ni peores.
Demasiado tarde me doy cuenta de que el año pasado se me olvidó celebrar una efemérides que me habría distinguido: el veinte aniversario de mi primer encuentro con internet. Era 1993, casi la Edad de Piedra en términos de tecnologías digitales de la comunicación. Para una vez que pude ser un pionero apenas llegué a enterarme. Yo estaba de profesor visitante en la Universidad de Virginia, en la primera temporada larga que viví en Estados Unidos. Un profesor me preguntó por un ballet basado en una novela mía, y yo me quedé muy sorprendido, y él casi más por que yo no supiera nada. “Espera un momento y lo compruebo”, me dijo. Fue a su ordenador y se puso a teclear algo. Para mí, entonces, un ordenador era sobre todo una máquina de escribir complicada y eficiente. Mi amigo miró columnas de texto en la pantalla, con aquella luz entre amarilla y verdosa que tenían entonces las cosas escritas en los ordenadores, y al cabo de un minuto una página en letra muy tupida, a una sola línea, salió de la impresora. Así me enteré de algo que en las circunstancias normales de entonces habría sido casi imposible descubrir: una compañía de danza contemporánea en Canadá había montado un ballet basado no exactamente en mi novela, sino en la banda sonora de la película que se había rodado sobre ella, y que era, para ser sinceros, la única razón de su existencia, ya que la música había sido compuesta nada menos que por Dizzy Gillespie.
En ese momento yo no podía comprender cómo era posible encontrar una información tan específica en un minuto y sin salir de casa. Mi amigo había buscado, literalmente, una aguja en un pajar, y había dado con ella. Muy pronto el dicho quedaría obsoleto cuando internet permitiera encontrar al instante y sin esfuerzo todas las agujas de todos los pajares. Yo guardé la hoja impresa con toda aquella información –no había imágenes en internet en esa época– y me olvidé rápidamente de ella, de regreso a España y a mi antigüedad analógica, cuyo final, tan cercano, nadie preveía, porque está claro que nadie prevé los grandes cambios históricos, igual que nadie previó unos pocos años antes que la Unión Soviética iba a hundirse o que China iba a pasar del comunismo más extremo al capitalismo más despiadado.
Poco después de la mitad de los noventa, cuando internet empezó a llegar de verdad, se pusieron de moda los debates grandilocuentes sobre sus bondades milagrosas o sus maldades apocalípticas. Profetas vehementes aseguraban que internet iba a hacernos mucho más listos a todos, que iba a ser una gran herramienta de progreso, que ayudaría a eliminar la corrupción y los abusos de poder, que haría inútiles las escuelas y las universidades, etc. En el lado contrario, y con la misma convicción, se argumentaba la cercanía de una calamidad desatada por el cambio tecnológico.
Ahora, con la perspectiva de veinte años, algunas cosas que se intuían entonces pueden ya asegurarse. Internet no nos ha hecho más listos ni probablemente más tontos, o ha favorecido las dos cosas a la vez. Como cualquier tecnología, es lo que quienes lo dominan y quienes lo usan quieren que sea. Se dice que la imprenta trajo consigo el triunfo de la Ilustración, pero también puede decirse que trajo el triunfo del oscurantismo, porque las mismas máquinas que multiplicaban por millares los volúmenes de L’Encyclopédie, o los Ensayos de Montaigne, o la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, sirvieron también para divulgar obras de fanatismo religioso o de astrología. Por la radio se difundían en los primeros años treinta las melodías luminosas del jazz: pero la radio fue igualmente eficaz en la difusión de arengas de Hitler. Lenin dijo célebremente que el comunismo eran los soviets más la electricidad: los regímenes totalitarios no habrían sido posibles sin la ayuda que las nuevas tecnologías de entonces ofrecieron a los manipuladores de masas y a los regímenes de control carcelario. Las preguntas sobre los efectos de la tecnología son en parte inútiles, porque una vez arraigada, ya es irreversible. Nos queda la batalla cívica y política de ponerla al servicio de la inmensa mayoría de los seres humanos, no de los explotadores y los opresores.
Una vez que arraiga una tecnología, ya es irreversible. Queda la batalla cívica de ponerla al servicio de la inmensa mayoría y no de los opresores