Toda la verdad sobre la grasa
Clave para el funcionamiento del cuerpo, el tejido adiposo puede convertirse en enemigo: su exceso favorece la aparición de muchas enfermedades.
Más de 2.000 millones de adultos sufren problemas de sobrepeso u obesidad, cifra que se ha cuadruplicado en los últimos treinta años. Solo en Norteamérica afectan al 70% de los adultos. Los datos del Instituto Nacional de Estadística indican que en España un 20% de los adultos padece obesidad, pero más de la mitad de la población tiene un exceso de kilos, lo que incluye a más del 30% de los niños.
Por su parte, el informe Dietas futuras, que acaba de publicar el Instituto de Desarrollo de Ultramar del Reino Unido, apunta como principal culpable al consumo excesivo de grasas saturadas, azúcares,
aceites y productos animales. Pero el origen de la pandemia de obesidad sigue debatiéndose. Por un lado, nunca había sido tan fácil encontrar sustento: comemos mucho más que nuestros antepasados y nos movemos poco. Y además no todos ganamos peso con la misma facilidad, lo que indica que la raíz del problema debe buscarse también al margen de la alimentación.
Caloría no quemada, grasa acumulada
En términos fisiológicos, la obesidad se explica fácilmente: el cuerpo necesita energía, que se consume en el momento o se almacena en el tejido adiposo. Cuando se ingieren más calorías de las precisas, crecen los depósitos de grasa. “En las últimas décadas, gran parte de la población ha tenido acceso a dietas con un contenido calórico excesivo”, explica Xavier Remesar, profesor del Departamento de Nutrición y Bromatología de la Universidad de Barcelona. Y añade: “Pero hay que tener en cuenta otros factores”.
Las interacciones entre la genética y el ambiente, añadidas a diversas variables psicológicas, sociales y culturales, com-
LAS DIFERENCIAS DE PESO NO SOLO SE DEBEN A LO QUE COMEMOS
plican el panorama. “Incluso en países con pocos recursos económicos, el sedentarismo y el estrés han propiciado un incremento de la obesidad”, añade Remesar. Lo confirma el citado informe Dietas futuras, donde se resalta que el aumento de estos problemas a nivel global se debe en gran medida a los países en vías de desarrollo, donde las tasas de sobrepeso y obesidad ya se equiparan a las europeas.
Justificadamente, la grasa ha tenido siempre mala fama. No obstante, su presencia resulta esencial para el correcto funcionamiento del organismo. Porque, aparte de almacenar energía, el tejido adiposo juega un importante papel endocrino y controla la liberalización de varias hormonas. Además, forma una capa aislante que ayuda a mantener la temperatura corporal y ofrece protección a los órganos internos.
Su presencia es, pues, una necesidad biológica: la falta de lípidos –una enfermedad conocida como lipodistrofia– también origina graves problemas de salud. Pero ¿cuál es la cantidad adecuada? Remesar explica que no debemos hablar de peso ideal, sino saludable. Para determinarlo, podemos guiarnos por valores de grasa corporal que oscilan entre el 10 % y el 15 %, en el caso de los varones; y del 15 % al 20% en el de las mujeres. Existen distintos métodos para cuantificarla. “Los más sencillos recurren a aparatos que miden la impedancia: la resistencia del organismo al paso de la corriente eléctrica de baja intensidad”, detalla el experto.
El IMC, una calculadora con margen de error
Sin embargo, cuando no hay acceso a ese tipo de técnicas, se suele recurrir al índice de masa corporal (IMC), que divide el peso por el cuadrado de la talla. Un resultado igual o superior a 25 determina sobrepeso; y más de 30, obesidad. El hándicap del IMC es que no refleja parámetros como el estilo de vida y los cambios debidos a la edad. Por otro lado, si lo que se busca es conocer el riesgo que puede comportar la grasa para la salud, el especialista ha de tener en cuenta cómo se distribuye por el cuerpo.
El tejido adiposo está formado por células especializadas llamadas adipocitos, cuya función es almacenar lípidos. Cada uno de ellos guarda en su interior una gota de grasa, que puede llegar a ocupar casi todo el volumen celular. Pero no todos los adipocitos son iguales, ni todos los que atesora nuestro cuerpo cumplen la misma misión. Hasta la fecha, se han descrito dos tipos de tejido adiposo: el de grasa blanca
y el de grasa parda. Mucho más frecuente es el primero, encargado de acumular el exceso de calorías: da forma a los indeseables michelines. Pero como ya se ha adelantado, su impacto en la salud guarda relación con su ubicación. Varias investigaciones apuntan, por ejemplo, a que existe una asociación entre la cantidad de grasa abdominal y el riesgo de sufrir diabetes, hígado graso e hipertensión, entre otras enfermedades.
Mejor que abunde en los glúteos que en el vientre
Durante siete años, científicos de la Universidad de Boston estudiaron, junto con médicos de varios hospitales, a más de 3.000 pacientes ingresados por enfermedades cardiovasculares y cáncer. Los datos establecían una correlación entre estas dolencias y el exceso de adipocitos que rodean el abdomen, el corazón y la arteria aorta. Además, también existen diferencias entre la peligrosa grasa abdominal, que se concentra con más facilidad en los hombres, y la que se aglomera alrededor de las caderas de las mujeres.
Una investigación publicada en enero de 2013 en la revista Endocrine Research afirma que el lugar donde rebosa afecta al funcionamiento metabólico y la expresión genética: mientras que el tejido adiposo de los glúteos femeninos se relaciona con una buena salud cardiovascular, el que se almacena en el área del vientre supone todo lo contrario.
La moda de las dietas ha contribuido a sostener la creencia de que el control del peso corporal se basa en la fuerza de voluntad ante la vianda. Y, aunque en parte es así, recientes estudios corroboran que no todo depende de nuestros sacrificios. Pero ¿por qué unos se mantienen delgados sin esfuerzo y otros luchan denodadamente para perder unos gramos?
Carel Le Roux, director del Departamento de Patología en la University College Dublin (Irlanda), cree que la respuesta se encuentra en una desregulación de sustancias muy concretas. En 2001, su grupo de investigación descubrió que dos hormonas se expresan de manera incorrecta en los sujetos que padecen obesidad mórbida. Se trata de la grelina y el péptido YY, segregados por el sistema digestivo para informar al cerebro de nuestros requisitos nutricionales. Cuando
LA ACUMULACIÓN DE GRASA EN EL ABDOMEN PUEDE CAUSAR HIPERTENSIÓN O DIABETES
el cuerpo necesita sustento, un aumento de la concentración de grelina nos abre el apetito. Y a medida que llenamos el estomago, entra en escena el péptido YY, que controla la sensación de saciedad, aunque lo hace más despacio. “Por eso debemos comer sin prisas, para que nuestro cuerpo tenga tiempo de decirnos ‘¡basta!’”, señala Le Roux.
“Contrariamente a lo que creíamos –prosigue este especialista–, las personas obesas no sienten tanta hambre, incluso si pasan varias horas en ayunas, porque la grelina nunca alcanza su máxima actividad. Pero una vez que se lanzan a comer, el péptido YY tampoco aumenta hasta los niveles de individuos sanos. El problema es que no saben cuándo parar. Además, al vivir en perpetuo estado de hambre canina, quienes sufren esta disfunción tienden a llevarse a la boca alimentos ricos en calorías. Lo que ingerimos, pues, no depende solo de un control voluntario: el sistema digestivo habla con el cerebro, le lanza señales que condicionan la conducta alimentaria”.
Reducción de estómago y regulación hormonal
Según una investigación realizada por David E. Cummings, de la Universidad de Washington, la concentración de grelina vuelve a niveles saludables en los pacientes que se someten a una operación de baipás gástrico, procedimiento reservado para casos de obesidad mórbida. Cummings sugiere que quizá las espectaculares pérdidas de peso verificadas después de la intervención no estén solo relacionadas con la disminución del tamaño del estómago, sino también con el control hormonal del apetito.
De acuerdo con esta explicación, Le Roux intenta comprender cómo afecta la cirugía a la producción de grelina y péptido YY. “Muy pocos pacientes –dice– cumplen los requisitos para someterse
a una solución tan extrema, pero, si fuera posible mimetizar el efecto con fármacos o intervenciones menores, mejoraría la calidad de vida de mucha gente”. La leptina, una hormona que te quita el hambre
El control de nuestro peso no solo depende de las hormonas liberadas por el sistema digestivo. En los años 60, el bioquímico Douglas Coleman postuló la existencia de otra molécula vinculada al ciclo del hambre y la saciedad. Sin embargo, identificar el ADN implicado era un desafío insuperable para la tecnología de la época. Hasta que a principios de los años 90 Jeffrey Friedman, bioquímico de la Universidad Rockefeller de Nueva York, logró detectar el gen responsable de la voracidad insaciable en los roedores. En estudios posteriores, determinó que aquel pedazo de ADN dirigía la síntesis de una hormona a la que llamó leptina.
Generada por el propio tejido adiposo, la leptina permite mantener el equilibrio entre la cantidad de energía que debemos almacenar y la abundancia de adipocitos. Si hay más grasa, aumenta su concentración de células grasas, y entonces el cerebro recibe el mensaje de que comamos menos. Si adelgazamos y perdemos tejido adiposo, fabricamos menos leptina y, como consecuencia, movemos el bigote.
Este descubrimiento supuso un cambio de paradigma: el reconocimiento de que el tejido adiposo actúa como un órgano activo: se comunica con otros tejidos y órganos del cuerpo. Pero esto fue solo el principio. Poco después, a mediados de los años 90, cuatro grupos de investigación independientes descubrieron la hormona adiponectina, una de las proteínas plasmáticas más abundantes en el ser humano. Además de intervenir en el metabolismo de la glucosa y los ácidos grasos, aumenta la sensibilidad a la insulina en varios tejidos, por no hablar de sus propiedades antiinfla- matorias, cardioprotectoras y preventivas de la aterosclerosis. En individuos obesos, la concentración de adiponectina se reduce drásticamente, lo que promueve la resistencia a la insulina y el desarrollo de la diabetes, según estudios publicados por científicos de la Escuela de Medicina de la Universidad de Osaka, en Japón.
Hoy se conocen casi cien hormonas del tejido adiposo y los expertos trabajan a destajo para comprender el papel de este en la gordura, al margen de sus productos hormonales. Según explican científicos del Laboratorio de Obesidad y Metabolismo de la Universidad Tufts, en Boston, los individuos con un peso saludable poseen adipocitos pequeños, que promueven la homeostasis o estabilidad metabólica. Por su parte, los de gran tamaño, presentes en los obesos, propician la inflamación del tejido y la resistencia a la insulina.
Descubrimientos como el de la leptina resaltan la importancia de la herencia genética en el desarrollo de la obesidad, si bien el entorno tiene mucho que decir. Los estudios llevados a cabo con gemelos por Tim Spector, del King’s College de Londres, dejan poco lugar a dudas en este sentido: estos hermanos poseen exactamente los mismos genes, por lo que cualquier diferencia entre ambos se debe, en principio, a la acción del ambiente. Cuando el entorno cambia las instrucciones genéticas
Pequeños cambios en sus vidas tienen efectos significativos sobre su salud, su comportamiento e incluso su aspecto físico. La epigenética –ciencia que estudia la influencia del entorno en
la expresión del ADN– explica muchas de las disparidades observadas. El estrés o la alimentación, por ejemplo, pueden alterar los interruptores que controlan la activación de los genes, lo que da origen a diferencias llamativas entre gemelos. Spector cree que, si identificamos cuáles de esas teclas han sufrido modificaciones en los individuos obesos, podremos desarrollar terapias para revertirlas.
En la misma línea, un estudio publicado en la revista PLOS ONE indica que la gestación puede tener gran im- pacto en el desarrollo de la obesidad. Según sus resultados, una mala alimentación, la exposición a contaminantes como el tabaco o incluso el estrés de la madre pueden alterar la expresión del ADN del feto y condicionar su futuro.
El tejido pardo revoluciona los estudios antiobesidad
La última tendencia en investigación del tejido adiposo se centra en comprender los mecanismos de funcionamiento de la grasa marrón o parda, que se explica en el re- cuadro de arriba. Si la blanca se dedica a acumular energía, la marrón hace justo lo contrario. Su principal función es mantener la temperatura corporal, y para ello disipa energía en forma de calor consumiendo calorías. Este tejido –que debe su nombre a la cuantiosa presencia de mitocondrias, que le dan un color parduzco– es muy abundante en roedores y bebés humanos, incapaces de tiritar para combatir el frío.
Hasta principios de 2009, cuando tres grupos de investigación independientes anun- ciaron su descubrimiento en The New England Journal of Medicine, se creía que desaparecía en los individuos adultos. De hecho, solo se activa en situaciones muy concretas, que nunca se habían puesto a prueba experimentalmente.
Todos los meses se publican varios artículos con descubrimientos sobre la grasa parda. Hoy sabemos que se agazapa en muchas zonas de nuestro cuerpo –como, por ejemplo, alrededor del cuello– y que existen varios tipos. Un mundo de posibilidades se abre para los investigadores.