Ciencias raciales
Ahora todos creemos que el racismo es un prejuicio propio de necios o de nazis. Pero hace menos de un siglo, una corriente científica, la eugenesia, justificó la limpieza étnica en nombre de la evolución.
La mente humana es una máquina inagotable de fabricar prejuicios. Nadie tiene garantizada nunca la racionalidad. Nadie está nunca a salvo de caer en la irracionalidad o en el fanatismo. La cultura no garantiza nada. Ni siquiera la cultura científica. Personas perfectamente lúcidas en sus investigaciones defienden ideas políticas delirantes en cuanto salen del laboratorio, creen en patrias sagradas o en diferencias naturales que justifican la desigualdad entre los ricos y los pobres. La mente humana no tiene como fin prioritario la búsqueda de la verdad, sino la adaptación al medio, la cohesión de la tribu, la justificación de los propios actos e intereses, incluidos los más vergonzosos.
Ahora todos estamos convencidos de que el racismo es un prejuicio infundado, propio de personas ignorantes, de ideologías tan brutales como la nacionalsocialista. Pero resulta que hace menos de un siglo el racismo se emboscaba bajo una apariencia científica perfectamente respetable, y bajo un nombre fuera de toda sospecha: la eugenesia. La eugenesia era progresista y racional, porque se basaba no en oscuros dogmas religiosos, sino en la teoría científica más indiscutible, la de la evolución mediante selección natural, y en los avances de la genética. La eugenesia era abrazada por socialdemócratas suecos y por liberales americanos porque su finalidad era favorecer la salud pública, evitando la transmisión de carac- terísticas negativas o dañinas, enfermedades genéticas, malformaciones...
Los experimentos inhumanos del doctor Mengele en Auschwitz vienen en línea recta de los muy respetables estudios que desde 1910 se llevaban a cabo en las afueras de Nueva York, en el centro de investigación biológica Eugenics Record Office. Las más importantes fundaciones filantrópicas americanas de la época, Carnegie y Rockefeller, le concedieron ayudas de muchos millones de dólares. Dos profesores ilustres de Harvard, Charles Davenport y Harry Laughlin, recopilaban datos y hacían mediciones para determinar los caracteres propios de cada raza, y los rasgos orgánicos que determinaban el atraso y la pobreza en las capas sociales más bajas de las ciudades. Medían cráneos, longitudes de brazos, cajas torácicas. Diseñaban escalas para medir los pigmentos en la piel de los negros y de los asiáticos. Como científicos, se ocupaban de obtener la máxima exactitud en los datos que recogían: medias estadísticas en longitud de narices de judíos, por ejemplo, coeficientes intelectuales de presos y de internos en los orfanatos.
En 1924, basándose no en prejuicios políticos o ideológicos, sino en los muy respetables informes científicos de la Eugenics Record Office, el Congreso de Estados Unidos aprobó una ley de inmigración que excluía la llegada al país de gentes de razas inadecuadas para la integridad genética del pueblo americano: eslavos, judíos, asiáticos. Los científicos se enorgullecen, con razón, de que sus disciplinas no recono- cen fronteras: ya con Hitler en el poder en Alemania, la Universidad de Heidelberg otorgó un doctorado honoris causa al profesor Laughlin, mencionando sus valiosas aportaciones “a la ciencia de la limpieza racial”.
Solo la guerra y el descubrimiento de la escala monstruosa del Holocausto desacreditaron la pseudociencia de la eugenesia. Pero el prejuicio de la pureza del grupo al que uno cree pertenecer está tan arraigado en la mente humana que en cuanto se le vuelve inservible uno de sus disfraces ya ha inventado otro. En épocas de primacía absoluta de la religión las justificaciones del antisemitismo habían sido religiosas: los judíos eran culpables de la crucifixión de Jesucristo; los negros descendían de un hijo pródigo de Noé. Cuando prevaleció la ciencia, las justificaciones se volvieron científicas: los judíos eran razas fisiológica e intelectualmente inferiores, y su patrimonio genético defectuoso podía degenerar el de la raza blanca si se mezclaba con él.
Ahora, la reclamación de la pureza se vuelve histórica y cultural. Es impropio ya hablar de razas, o al menos hablar en voz alta, pero los viejos impulsos se mantienen tan poderosos como siempre: en los 90, en los Balcanes, al vecino se le podía degollar sin remordimiento porque pertenecía a otro pueblo, con diferentes orígenes, culpable colectivamente de agravios cometidos hacía muchos siglos. La legitimidad de la cultura y la historia son el nuevo envoltorio de las antiguas legitimidades de la sangre. La posibilidad del odio, el rechazo, el prejuicio, incluso el crimen, se mantiene idéntica.
Los impulsos atávicos permanecen. En los 90, en los Balcanes, a los vecinos de toda la vida se les podía degollar porque eran de otro pueblo