Llega el nuevo cazador de rayos gamma
A 4.100 m de altitud en la cordillera mexicana se alza el Observatorio HAWC, meca de la astronomía más puntera. A su frente, el físico ANDRÉS SANDOVAL estudia la radiación gamma de alta energía producida por fenómenos cósmicos.
ndrés Sandoval se sabe de memoria el camino de cabras que lleva hasta el punto donde se asienta una de las más modernas herramientas de la astronomía, justo en el límite entre los estados mexicanos de Puebla y Veracruz. Hablamos del Observatorio High Altitude Water Cherenkov (HAWC) de rayos gamma, situado en un paraje espectacular a 4.100 m de altura, entre las laderas de los volcanes Sierra Negra y el nevado Pico de Orizaba o Citlaltépetl, la mayor cumbre de México, con 5.610 m.
Para llegar hasta aquí tuvimos que cubrir un trayecto de tres horas desde Ciudad de México por escabrosos aunque hermosos caminos, y aguantar un leve dolor de cabeza a causa de la escasez de oxígeno. El aire es seco y la luz ultravioleta ataca la piel.
AREPLETOS DE AGUA PURA. El HAWC, cuya construcción se inició en 2012, es un observatorio que desafía la idea general sobre este tipo de instalaciones. De hecho, no se trata de un telescopio al uso para mirar las estrellas. Consiste en un conjunto de 280 tanques de acero corrugado casi pegados unos a otros –serán trescientos cuando esté terminado en 2015– y tapados herméticamente con una especie de sombrilla en forma de decaedro. Dentro de cada uno hay 200 m3 de agua ultrapura. Su objetivo es detectar, capturar y medir los rayos gamma cósmicos, que constituyen el fenómeno más energético que existe en el universo conocido. Los pulsos de esta radiación, que apenas duran unos segundos, llegan a emitir hasta diez millones de veces más energía que la luz visible.
“Este es quizá el campo de la astronomía más radical, porque estudia el comportamiento de la materia en condiciones extremas y el origen de los más potentes aceleradores naturales de los fotones de los que se componen los rayos gamma. Hablamos de los púlsares y blazares, cuásares supercompactos y muy activos asociados con centros galácticos gigantes y sus correspondientes agujeros negros”, dice Sandoval. “También estudiamos las explosiones de supernovas e hipernovas, las colisiones de estrellas de neutrones y otros estallidos celestes violentos”, explica este físico mientras aparca el coche y saluda a los trabajadores que se afanan junto a los tanques. Tiene la barba gris, pero la altura no parece afectarle. Y es que sube hasta aquí al menos dos veces al mes.
MUY ALTO Y POCO FRÍO. El afable profesor de Física Nuclear de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) ha estado involucrado en la planificación y construcción del observatorio, cuyo coste es de 12,5 millones de dólares, desde que en 2009 un consorcio de instituciones norteamericanas y locales decidiese que este lugar de la cordillera Neovolcánica era el idóneo para emplazarlo. En México, el HAWC ha sido considerado el proyecto nacional de mayor impacto en astrofísica de altas energías, y en Estados Unidos obtuvo el apoyo de la Fundación Nacional de Ciencia (NSF).
“Esta ubicación –dice Sandoval– tiene condiciones especiales, ya que, pese a la altitud, no hace mucho frío. Al ser volcánico y hallarse en una latitud tropical próxima al golfo de México, donde llegan vientos calientes, el Pico de Orizaba disfruta de una temperatura templada: oscila entre -2 ºC
J
y 4 ºC por la noche y unos 10 ºC durante el día. Así pues, el agua de los tanques rara vez se congela”.
El HAWC es único en su género, puesto que da caza a los rayos gamma más potentes del cosmos, que alcanzan cientos de teraelectronvoltios. Además, su herramienta de detección cuenta con una gran superficie, a diferencia del telescopio espacial Fermi –también dedicado a estudiar las fuentes de rayos gamma–, que viaja en un satélite de la NASA a 550 km de altura con un detector de un metro cuadrado.
A POR OTRAS FUENTES. “El HAWC es de diez a quince veces más sensible y potente que el citado Fermi, y podrá detectar nuevas fuentes de fotones. Nos permitirá elaborar complejas simulaciones informáticas para entender los mecanismos físicos que aceleran los fotones de altas energías millones de veces más rápido que los aceleradores de partículas”, comenta Brenda Dingus, física del Laboratorio Nacional de Los Álamos (Nuevo México) e investigadora del nuevo observatorio.
Sandoval me conduce entre los tanques, que reflejan agresivamente el sol de estas alturas. Cada uno mide 5 m de alto por 7,3 m de diámetro y está forrado por dentro con una bolsa opaca negra formada por varias capas de materiales biotextiles y plásticos. Se llenan con agua cogida de la montaña y purificada in situ con un láser ultravioleta. Nos encaramamos sobre la claraboya de uno de ellos para ver la instalación del último fotomultiplicador –hay cuatro en cada tanque–, un delicado sensor de luz con aspecto de perla semiesférica de 30 cm de cristal ambarino.
“El color dorado de los fotomultiplicadores se debe al material que los recubre, llamado fotocátodo. Su misión es producir, a partir de un fotón, un electrón para que se acelere y se vaya multiplicando hasta conseguir que en el interior del detector el núme- ro de electrones aumente diez millones de veces”, explica Sandoval, admirado. El último fotomultiplicador ya está adosado al suelo. Cuando la tapa del tanque se cierre, quedará sumido en una oscuridad que habrá de durar los diez años de vigencia del proyecto.
Si un rayo gamma de altas energías procedente del espacio choca con la atmósfera terrestre, se desintegra en una cascada electromagnética que crea oleadas de electrones y positrones. Puesto que estos son materia y antimateria, se anulan cuando interactúan, lo cual produce más rayos gamma. El proceso se repite una y otra vez según van descendiendo de la atmósfera.
NO LLEGAN A LA PLAYA. Sandoval explica que, a medida que caen, “los electrones y positrones se van duplicando en número, y su energía queda reducida a la mitad. La máxima densidad de partículas se produce a unos 6 km de altitud. A partir de ahí se empiezan a desintegrar y muy pocos alcanzan el nivel del mar. Los rayos gamma solo se detectan a gran altura”.
Cuando las partículas llueven sobre el observatorio y se zambullen en el agua de los detectores –momento en que viajan a más velocidad que la de la luz–, dejan un etéreo rastro lumínico llamado radiación Cherenkov –por el físico ruso Pavel Cherenkov, premio Nobel en 1958– que apenas dura de cinco a diez nanosegundos. El efecto es similar a la onda de choque producida en la atmósfera por un avión supersónico, solo que las partículas, en vez de generar sonido, crean un cono visible de luz azul que es recogido por los detectores. Por eso el agua de los tanques debe ser tan pura: si tuviera polvo o elementos en suspensión, se absorbería la radiación.