Una vida a toda pastilla
LOS RIESGOS DE ESTAR HIPERMEDICADOS Vivimos pegados a un botiquín creyendo que es un seguro de vida, pero el abuso de fármacos tiene su precio. Entre otros, que convertimos en enfermedades graves los más leves trastornos.
A diario, los medicamentos salvan la vida de millones de individuos y, al mismo tiempo, arruinan la salud de otros muchos. En Europa mueren casi 200.000 personas al año –550 al día– por los efectos adversos de principios activos mal utilizados o tomados durante demasiado tiempo. La cifra resulta incluso corta si se tiene en cuenta que, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), el 50 % de los fármacos se recetan o venden de forma inadecuada y la mitad se consumen mal.
En el mundo rico se produce lo que los expertos llaman la paradoja de la salud: cuanto mayor es el nivel de vida de un país y mejores son sus parámetros sanitarios, hospitales y prestaciones, más trastornos se declaran, más personas se sienten enfermas o incluso fallecen por el uso incorrecto de esos recursos. Pero esto podría no ser así. Los doctores Juan Gervás y Mercedes Pérez estiman en su libro
Sano y salvo (editado por Los Libros del Lince) que “entre el 65 % y el 75 % de las muertes podrían evitarse si se prescribieran mejor los medicamentos, atendiendo a los riesgos que conllevan”.
Ni siquiera la aspirina es tan inofensiva como se vende
Para estos autores, no se deberían tomar fármacos de forma preventiva, algo en lo que coinciden con Ileana Izverniceanu, portavoz de la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU): “Es el caso de la aspirina, cuyo consumo diario se asocia a un menor riesgo de accidente cardiovascular, pero la Agencia de Alimentos y Medicamentos estadounidense (FDA) ha desaconsejado su uso preventivo”. La supuestamente inofensiva pastilla blanca, presente en todos los botiquines, en dosis de un gramo no solo no es inocua, sino que puede producir una hemorragia intestinal, y otros fármacos comunes también
tienen efectos adversos. Algunos mal prescritos, como los diuréticos que toman las personas mayores, pueden causar depresión; los somníferos a veces inducen crisis de agresividad; y los antiinflamatorios están en el origen de algunos ataques cardiacos. En los países desarrollados, los efectos secundarios negativos constituyen la cuarta causa de muerte, tras el infarto, el ictus y el cáncer, según el Journal of the
American Medical Association. Vivir empastillados mata más que enfermedades crónicas como la diabetes o los problemas respiratorios, y cuadruplica los fallecidos en accidentes de tráfico.
Y es que, pese a las campañas de concienciación, la automedicación sigue siendo una práctica habitual en un altísimo porcentaje de la población, tendencia que se acentúa entre las nuevas generaciones. Según un estudio de la Universidad de Valencia, el 90 % de los universitarios toman entre una y cinco píldoras sin prescripción. Tres de cada cuatro encuestados reconocía automedicarse con analgésicos; la mitad con anticatarrales; un 13 % con antidepresivos; y un 12 % con antibióticos. Buena parte de ellos tomaba cócteles de varios fármacos: el 33 % consumía dos al mismo tiempo; el 25 %, tres; y el 19 %, cuatro o más.
Tras la costumbre de vivir enganchados al botiquín está la enorme inversión publicitaria que hacen los laboratorios farmacéuticos: “Crean enfermedades que no existen o exageran su gravedad ( disease mongering, en inglés) con el fin de vender pastillas cuya eficacia no está científicamente probada”, afirma Izver- niceanu. Las organizaciones de consumidores reclaman prohibir la publicidad de todos los fármacos, incluidos los principios activos para tratar síntomas menores, que ahora se dispensan sin receta. Consideran que no son un producto de consumo, como un coche o un champú, pero esto choca frontalmente con los intereses de los fabricantes. Según la citada portavoz de la OCU, “los grandes laboratorios invierten más en promoción que en investigación y desarrollo”.
En la UE no pueden publicitarse las medicinas que requieren receta como ocurre en Norteamérica, por lo cual las farmacéuticas buscan otras formas de promoción especialmente dirigidas a los médicos, que al fin y al cabo son quienes estampan el nombre de uno u otro principio activo en la receta para el paciente.
El consumo de soluciones contra el colesterol alto se ha cuadruplicado
Una de las estrategias de marketing de la industria consiste en convertir los factores de riesgo en dolencias. Un caso evidente es el nivel alto de colesterol. Hay hasta tres nombres para definir la nueva enfermedad: trastorno lipídico, hiperlipidemia e hipercolesterolemia. Aunque por lo general el colesterol puede volver a sus niveles normales con dieta y ejercicio físico, en siete años el consumo de medicamentos para bajarlo se ha multiplicado por cuatro. A su vez, el de antiulcerantes se triplicó, el de antiinflamatorios aumentó un 27 % y el de sedantes, un 57 %.
Según un estudio de un grupo de médicos de atención primaria de la Sociedad Castellano-Manchega de Medicina de Familia y Comunitaria (SCAMFYC), la oferta casi ilimitada provoca un aumento de la demanda de los usuarios: “Nuestro modelo sanitario permite el acceso de todos a todos los servicios, de forma gratuita, lo que constituye un punto fuerte del sistema, pero a cambio facilita la medicalización de la sociedad”. Así, los usuarios de la Seguridad Social se han convertido en consumidores exigentes, y el facultativo ha dejado de ser el médico de cabecera que cuidaba la salud de sus vecinos para mutarse en el doctor Shopping.
En la medicalización de la vida también juega un papel clave la actual fascinación por la tecnología. Los médicos comprueban a diario en la consulta que entre la población está instalada la idea de que cualquier aparato diagnóstico de última generación es mejor que la valoración del facultativo o una
exploración física. Es frecuente que el paciente sugiera al doctor que le haga alguna prueba, o que se queje de que no se las haya prescrito, sin tener en cuenta los riesgos. Muchos pacientes reclaman un TAC sin considerar que esta prueba debe hacerse con cuentagotas, ya que equivale nada menos que a 750 radiografías en un adulto y el doble en un niño.
Lo nuevo no siempre es lo mejor, incluidos los fármacos
Se exige lo más reciente, dando por supuesto que es más eficaz que el principio activo que se usaba antes. Pero según Ramón Orueta, coautor del citado estudio de la SCAMFYC, “España ocupa uno de los primeros puestos en el uso de nuevos fármacos, aunque un alto porcentaje de estas moléculas no aporten avances destacables respecto a las ya existentes, lo que crea un aumento de las expectativas que casi nunca se ve compensado”.
Y es que socialmente sigue vinculándose el consumo de fármacos con una mejor expectativa vital, a pesar de que no siempre es así. La esperanza de vida depende en un 85 % de tres factores, genes, alimentación y ambiente, y solo un 15 % de la atención sanitaria, que incluye el consumo de fármacos. Los nuevos tratamientos y la tecnificación de la me- dicina han hecho que las ilusiones sobre la salud sean ilimitadas e irreales, porque la ciencia no tiene la solución para todos los problemas. Los gestores sanitarios y los políticos rentabilizan esa expectativa vendiendo a la sociedad la construcción de nuevos hospitales o haciéndose la foto con la última tecnología médica.
Por otra parte, la secularización ha hecho que muchas personas busquen en los psiquiatras o los psicólogos la solución a problemas que antes se ventilaban en el confesionario. La fe en un sistema sanitario supuestamente todopoderoso ha sustituido al consuelo de la religión. José Luis Carrasco, catedrático de Psiquiatría de la Universidad Complutense de Madrid, encuentra en su consulta del Hospital Clínico San Carlos casos de pacientes que buscan en una pastilla lo que él llama el kit de la felicidad: “Vivimos en una cultura que no acepta que los momentos
infelices formen parte de la vida, de manera que cuando alguien tiene un problema inmediatamente acude a alguien del ámbito científico, como el psiquiatra, para que le dé una solución”. De la consulta salen con una o varias recetas y una terapia. “Esta consiste en explicarle que algo de malestar es inevitable, que hay que convivir con él y activar los recursos que tenemos para hacerle frente”. Los laboratorios aprovechan esa demanda, dicen las organizaciones de consumidores. Rubén López, de FACUA, invita a mirar los anuncios de medicinas en televisión: “Se induce a quien padece una dolencia a tomar una pastilla, dando la sensación de que es él el que debe decidir sin consultar con el médico ni el farmacéutico”.
¿Por qué aceptar que se caiga el pelo si una píldora lo soluciona?
Hoy hay menos tolerancia a circunstancias normales de la existencia como la muerte de un familiar o los síntomas de envejecimiento. ¿Por qué resignarse a ser calvo si una pastilla puede evitarlo? ¿Por qué dejar que las arrugas se instalen en el rostro si una inyección de ácido hialurónico o de la propia grasa las elimina?
Es como si la sociedad hubiera adoptado las actitudes de un niño. No solo reclama solución a todo lo que no le gusta, sino que, además, esta debe ser inmediata. El consumidor exige todo tipo de pruebas para tener un diagnóstico rápido y resolver ya el problema, lo que lleva a un círculo diabólico que describe Orueta: “Ante la presión se recetan tratamientos que a menudo son ineficaces, lo que genera nuevas consultas y más tratamientos”. Para la economía es un gasto insostenible y el sistema se vuelve ineficiente.
Todo el mundo da por cierto el dicho de que más vale prevenir que curar, pe- ro esta expresión incluye prácticas poco eficaces. La extensión de medidas preventivas, como los cribados –así se llama la estrategia aplicada sobre una población para detectar una enfermedad en individuos sin síntomas de ella–, ha convertido la salud de muchos en un maratón de pruebas y creado falsas expectativas sobre la posibilidad de evitar todos los riesgos y dolencias. “El modelo culpabiliza, además, a los profesionales y usuarios que disienten”, dice Orueta. Y a menudo el daño causado por un tratamiento preventivo ha sido mayor que el beneficio.
Infartos y cáncer, entre las secuelas del tratamiento antimenopausia
Por ejemplo, la terapia hormonal sustitutiva para evitar los síntomas de la menopausia que se generalizó en los 90 resultó letal para muchas mujeres. Se prescribía porque –supuestamente– las que la tomaban durante mucho tiempo vivían más, y así burlaban al envejecimiento. Pero ningún estudio lo avalaba, y cuando se hizo, la sorpresa fue mayúscula: la terapia prolongada, lejos de proteger la salud femenina, tenía graves efectos secundarios. Solo en el Reino Unido se calcula que ha provocado 55.000 secuelas graves como infartos, ictus y cánceres de mama.
Con la terapia hormonal sustitutiva se cumple el axioma de que la única diferencia entre una medicina y un veneno está en la dosis. Por defecto o por exceso, los fármacos pueden matar. Millones de personas mueren en los países pobres por no disponer ni de ellos ni de la asistencia y tecnología más básicas; los ricos, en cambio, perecen por exceso de atención y por tenerlos a manos llenas.