LAS PERSONAS A LAS QUE LES GUSTAN LOS RETOS SUPERAN MEJOR LAS CRISIS
Los trances extraordinarios nos dicen más acerca de nuestras capacidades que los de la vida cotidiana. En ellos desarrollamos mecanismos que ni siquiera creíamos poseer. Estudiar científicamente esta conducta sería muy útil para conocer la esencia humana, pero la particularidad de esos momentos complicados dificulta la investigación. Aun así, empiezan a establecerse hipótesis sobre cómo somos cuando la vida nos pone al límite.
La gente resiliente comparte rasgos de carácter y fisiológicos
Sabemos que hay variables de afrontamiento relacionadas con rasgos de personalidad. Salvatore Maddi, de la Universidad de California en Irvine, y Suzanne Kobasa, de la Universidad de Chicago, han hallado en sus estudios que las personas con más resiliencia –capacidad de proyectarse en el futuro a pesar de estar viviendo acontecimientos desestabilizadores– tienen cosas en común. Las ca- racteriza su gran sentido del compromiso, una fuerte sensación de control sobre los acontecimientos y la apertura a los cambios. Lo primero les permite interpretar las experiencias estresantes y dolorosas como una parte más de la vida y las lleva a implicarse en metas que sienten como propias pero que sirven también para ayudar al prójimo. El segundo rasgo les ayuda a comprender el mundo desde el control interno: las personas resistentes se guían por la convicción de que son ellas –y no los demás, el azar o el destino– quienes deciden el curso de los acontecimientos. Estos dos factores suelen darse en los profesionales de la salud: no es raro que en crisis como la del ébola sean ellos los héroes.
La tercera variable psicológica implicada en las situaciones críticas es la tendencia a asumir retos. Para los individuos más resilientes, la vida y sus contratiempos inesperados son una oportunidad de crecimiento, no una amenaza. Encontramos un ejemplo de esta peculiaridad en la expedición del buque Endurance. En 1914, Ernest Henry Shackleton publicó un anuncio pidiendo voluntarios para su expedición a la Antártida. El texto decía: “Se buscan hombres para un viaje peligroso. Sueldo bajo. Frío extremo. Largos meses de completa oscuridad. Peligro cons-
tante. No se asegura retorno con vida. Honor y reconocimiento en caso de éxito”. El explorador recibió más de cinco mil solicitudes. De ahí eligió a los veintiséis hombres que le acompañarían. Ese telegrama representa, desde entonces, la motivación que supone asumir retos y sacrificios, sin necesidad de otros refuerzos.
Otros estudios destacan factores internos como la introspección –conocer las propias fortalezas y debilidades– y el sentido del humor –ayuda a cambiar el estado de ánimo y optimizar las cualidades–. También se van aclarando los correlatos fisiológicos asociados a las personalidades fuertes. El neurólogo inglés Oliver Sacks nos recuerda que estos, según él, individuos de hierro mantienen el nivel de testosterona en esos instantes y desconectan áreas del cerebro, como la amígdala y el hipocampo, relacionadas con el miedo y el recuerdo intrusivo de los sucesos traumáticos.
El miedo es una emoción en la que el grupo tiene un papel clave
Aparte de los rasgos de personalidad, hay elementos externos que explican nuestro comportamiento en casos graves. Uno de ellos es el apoyo de otros. Emmy Werner, psicóloga de la Universidad de California, ha estudiado a sujetos que superaron situaciones límite durante la infancia. Werner halló que todos encontraron en la vida al menos una persona que los aceptó incondicionalmente. Su conclusión es que “la influencia más positiva para ellos fue una relación cariñosa y estrecha con un adulto significativo”.
Nuestros semejantes juegan un papel fundamental cuando se trata de dominar el temor que nos paraliza en circunstancias comprometidas como la del atunero vasco Alakrana, secuestrado por piratas a finales del año 2009, frente a las aguas de Somalia. Desde el principio, los asaltantes adoptaron una serie de actitudes para romper la resistencia psicológica de sus víctimas y aterrorizarlas. Para empezar, separaron a los marineros y amenazaron con matar a los del otro grupo. Se enfurecían cuando les pedían permiso para hacer sus necesidades y lanzaban granadas y disparaban al aire cuando los pescadores hablaban por móvil con sus familias. Los piratas obtuvieron el rescate deseado y su táctica de control funcionó: en una entrevista reciente, los secuestrados afirmaban que el principal recuerdo que guardan de aquella peripecia es el profundo miedo que nunca los abandonó.
La emoción preponderante en las situaciones límite es el miedo: estamos programados para sentirlo. La amígdala, un centro neural que se encuentra en el sistema límbico, es la clave de esta inundación de temor: experimentos como los realizados por el profesor Daniel Schacter, de la Universidad de Harvard, demuestran que las personas que han sufrido daños en ella recuerdan los momentos excepcionales que han vivido sin experimentar ningún efecto emocional. Si podemos escapar del peligro, el temor es una herramienta adaptativa. Una investigación publicada en 2005 por Ahmad Hariri, profesor de Psiquiatría en la Universidad de Pittsburgh, ha ayudado a identificar un gen que influye en la respuesta de la amígdala a las situaciones atemorizantes. Los individuos que poseen una versión corta de ese gen muestran una respuesta rápida en momentos de peligro, y eso aumenta sus probabilidades de salvarse de mayores daños, ya que el sentimiento de alarma los lleva a huir.
Sin embargo, en las condiciones en las que no hay posibilidad de escapar, el miedo se convierte en el mayor obstá-
En casos como el del ébola es crucial la información dada por las autoridades: lo más importante es que la población sepa lo que está pasando.
culo para la supervivencia. De hecho, a veces resulta tan intenso que los que viven coyunturas de este tipo prefieren quitarse la vida antes que soportarlo: el suicidio ha sido una tentación para muchos soldados atrapados en la guerra.
Aun sin llegar a esos extremos, existen muchas razones que convierten el pánico en un mal aliado en estos trances. Sus efectos psicosomáticos –temblores, diarrea, dolor de estómago–, el aumento de las reacciones excesivamente impulsivas y la desorganización de la conducta, la pérdida del sentido de la realidad o la tendencia a ser excesivamente desconfiados figuran entre las consecuencias más peligrosas del miedo. Por eso, intentamos activar lo más rápido posible estrategias para atajarlo. Ignorar la posibilidad de un final infeliz puede ayudarnos a sobrevivir
Una de las más estudiadas consiste en inhibir la reflexión y la comunicación, y evitar así pensar o hablar sobre posibles desenlaces negativos de la situación dramática que se esté experimentando. James Pennebaker, profesor de la Universidad de Texas, en Austin, ha explicado en artículos y libros la relación entre sucesos emocionalmente impactantes y comunicación. Su conclusión es que, mientras la situación límite persiste, preferimos no hablar ni especular sobre los “finales no felices” a los que podríamos llegar.
Este investigador pone como ejemplo dos estudios de campo realizados por su equipo tras varias erupciones de vol-
canes en Sudamérica. En la zona donde las consecuencias de la catástrofe todavía estaban en curso, había mucha más gente que rechazaba ser entrevistada sobre el tema y que se negaba a aceptar las consecuencias emocionales de la tragedia. Sin embargo, en la comunidad en la que la erupción ya había ocurrido, les resultaba más fácil expresar sus emociones acerca del desastre. La negación, como nos demuestra Pennebaker, funciona como un mecanismo adaptativo que nos impide paralizarnos por el miedo al desenlace desgraciado que aún no ha ocurrido, y nos ayuda a ponernos en marcha para hacer lo que todavía esté en nuestras manos, aunque se necesita equilibrio: exacerbar esa tendencia a la evitación de lo malo puede acarrear consecuencias fatales.
El grupo –en el caso del Alakran– o la sociedad –recordemos nuestra reciente crisis del ébola– puede ejercer un papel tranquilizador… o disparador de rumores y temores infundados. La actuación de sus líderes resulta decisiva, como ilustra un famoso caso ocurrido en Chile hace unos años.
El 5 de agosto de 2010, hacia las dos de la tarde, en la mina chilena de San José se oyeron un zumbido y un brutal estruendo, seguidos de ahogados gritos subterráneos. En el yacimiento de cobre y oro habían quedado sepultados más de treinta trabajadores. Las tareas de rescate empezaron inmediatamente. Pero cada vez surgían más problemas: a los dos días, se anunció la suspensión de las labores de salvamento debido a nuevos derrumbamientos. El tiempo corrió y se fueron perdiendo las esperanzas. El 22 de agosto, el periódico argentino
Perfil publicó un artículo con un titular contundente: “Aunque en Chile no lo digan, no hay posibilidad de vida para los mineros”. Sin embargo, ese mismo día el equipo de rescate anunció que se había descubierto el lugar donde se hallaban los trabajadores, y que estos se encontraban sanos y salvos. A pesar de sus condiciones –en completa oscuridad, comiendo apenas una cucharada de atún al día y bebiendo agua con sabor a gasolina–, los supervivientes transmitieron un mensaje tranquilizador a quienes intentaban sacarlos: “Estamos bien en el refugio, los 33”. El 13 de octubre, más de dos meses después del derrumbe, los mineros fueron rescatados.
Pasadas unas semanas, la socióloga Faaiza Rashid, de Harvard, entrevistó a algunos de los protagonistas del suceso. Junto con otros dos profesores de su universidad, publicó un artículo en el que se analizaban las lecciones de liderazgo que se podían extraer de esta historia. Sus conclusiones son aplicables a cualquier tipo de líderes (naturales, como en el caso de los mineros, o políticos elegidos, como en el del ébola). Según estos investigadores, las personas que conducen colectivos en situaciones críticas tienen que ser capaces de tres cosas: evaluar objetivamente lo que está ocurriendo y transmitirlo de forma realista pero esperanzadora; seleccionar a las personas adecuadas para cada tarea basándose en capacidades, no en el argumento de autoridad; y conseguir que el grupo actúe de forma coordinada, pero fomentando la innovación, aprendiendo de los errores y rectificando con ideas que se salen del marco.
Las desgracias pasadas, aun vividas como espectador, sirven de lección
Según una lúcida frase del autor de Los
viajes de Gulliver, el irlandés Jonathan Swift (1667-1745), “la vida es una tragedia a la que asistimos como espectadores un rato… hasta que desempeñamos nuestro papel en ella”. El gran problema para afrontar con sangre fría y más probabilidades de éxito las situaciones límite es que estas son, por definición, inesperadas. Nunca nos cogen preparados para vivirlas. Analizar lo ocurrido en circunstancias dramáticas del pasado y prestar atención en los momentos en que asistimos como espectadores nos servirá para estar listos cuando nos llegue la decisiva hora de intervenir.
LOS GRUPOS QUE AFRONTAN HECHOS DRAMÁTICOS NECESITAN BUENOS LÍDERES
El miedo es una emoción adaptativa con dos caras: nos ayuda a sobrevivir, pero si se desborda se convierte en un elemento incapacitante.