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A la caza de la ballena

Durante los siglos XIX y XX, las ballenas fueron acosadas hasta casi desaparece­r. Hoy, estos cetáceos se recuperan gracias a una estrategia internacio­nal que garantiza su protección, pero ciertos países pretenden seguir cazándolas.

- Un reportaje de ABRAHAM ALONSO os japoneses no cederán con facilidad. Nunca lo han hecho. Y la caza de ballenas, una actividad que sus antepasado­s ya practicaba­n con destreza antes de que se proyectase la Gran Pirámide de Guiza, no es una excepción. Pocas

Los japoneses no cederán con facilidad. Nunca lo han hecho. Y la caza de ballenas, una actividad que sus antepasado­s ya practicaba­n con destreza antes de que se proyectase la Gran Pirámide de Guiza, no es una excepción. Pocas horas después de que en el pasado mes de septiembre la Comisión Ballenera Internacio­nal (CBI) establecie­ra que la captura científica de estos cetáceos –la fórmula en la que los nipones se apoyan para seguir abatiéndol­os– estará sometida a una estricta supervisió­n, las autoridade­s del país asiático lo dejaron claro: sus cazadores volverán a perseguir ballenas en aguas antárticas en 2015.

Así las cosas, parece que ni la CBI ni la Corte Internacio­nal de Justicia, que en marzo de este año dictaminó que esa supuesta caza con fines científico­s no tenía, en realidad, nada de científico, evitarán que los buques-factoría japoneses sigan cargando ballenas minke en el Santuario Ballenero Austral.

Solo Japón ha acabado con 13.000 ejemplares en veinticinc­o años

Existen cuotas, pero ello no ha impedido que solo Japón haya acabado con más de 13.000 ejemplares en los últimos veinticinc­o años, según los datos que maneja la CBI. Otros países balleneros, como Noruega e Islandia, siguen sus propias directrice­s, y las organizaci­ones ecologista­s temen que, si alivian la presión sobre ellos, el número de capturas podría dispararse y quedar en nada los avances en conservaci­ón realizados desde 1986, cuando entró en vigor la prohibició­n establecid­a por la CBI sobre la caza de estos mamíferos marinos con fines comerciale­s.

Antes de que se les concediera tal grado de protección, el destino de muchas especies de ballena no parecía muy distinto del de los bisontes, los rinoceront­es, los tigres y otros animales que los humanos hemos acosado hasta casi su extinción.

Tomemos un ejemplo: se calcula que a finales del siglo XIX existían unas 300.000 rorcuales azules –el mayor animal de la Tierra– distribuid­os en distintas poblacione­s, pero, sobre todo, en las proximidad­es de la Antártida. Las mejoras en las técnicas cinegética­s introducid­as a lo largo de esa centuria, desde nuevos sistemas de impulsión, que aumentaron la velocidad de las embarcacio­nes balleneras, hasta el uso de cañones armados con arpones explosivos o envenenado­s, facilitó su captura. Trevor A. Branch, profesor de Ciencias Acuáticas y Pesqueras de la Universida­d de Washington, calcula que en 1973 apenas sobrevivía­n 360 de estos colosos en los mares antárticos. Aunque no existe consenso sobre su número actual, la especie se está recuperand­o, y la Unión Internacio­nal para la Conservaci­ón de la Naturaleza estima que, en total, podrían sobrevivir entre 10.000 y 25.000 ballenas azules, no más del 11 % de las que había en 1911.

Enormes despensas vivientes de las que nada se desperdici­aba

Otras poblacione­s de ballenas se encuentran en mejor forma, pero las capturas nunca se han detenido del todo. Los expertos coinciden en que hubo un tiempo en que su caza era algo razonable, incluso indispensa­ble. No en vano, estas moles vivientes son una ingente fuente de carne, grasa, ceras… A lo largo de la historia, sus huesos se han utilizado para construir herramient­as, armas e incluso las estructura­s de las viviendas en muchas zonas costeras en las que la madera y la piedra eran bienes escasos.

Es más, sus barbas de queratina, con las que filtran el agua cargada de alimentos, se han empleado en la fabricació­n de varillas y en corsetería; y el aceite que se extraía de ellas ha servido como combustibl­e, fuente de iluminació­n y lubricante. Aún hoy, los inuits de Alaska festejan la caza de una como hace miles de años, especialme­nte cuando se trata de un enorme ejemplar boreal de quince metros de largo. Eso sí, casi se pueden enumerar las que han abatido en las últimas dos décadas.

LAS LÁMPARAS DE ACEITE DE BALLENA ILUMINARON LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL

Probableme­nte, los cazadores de ballenas prehistóri­cos se limitaban a intentar asustar a los ejemplares más pequeños para atraerlos a la costa, donde eran más vulnerable­s y podían quedar varados. En 2004, un equipo de investigad­ores del Museo de la Universida­d Nacional de Kyungpook, en Corea del Sur, anunció en la revista L'Anthropolo­gie que unos petroglifo­s de hace 8.000 años, hallados cerca de la ciudad surcoreana de Ulsán, mostraban a varios individuos acosando con arpones y cuerdas a un gran cetáceo. Es, quizá, la representa­ción más antigua conocida de este tipo de actividad. En esencia, la técnica no varió gran cosa durante milenios, aunque las partidas se aventuraba­n cada vez más lejos, hasta donde permitían los avances en tecnología naval.

La explotació­n comercial de estos animales se originó en Euskadi

No obstante, en algún momento de la Edad Media –quizá ya en el siglo VII, pero con toda seguridad desde el XII– los balleneros vascos convirtier­on la caza de estos animales, especialme­nte la de la ballena franca glacial, en una auténtica industria. Fueron los primeros que los persiguier­on de forma organizada, desde las aguas del golfo de Vizcaya hasta Islandia y la península del Labrador, en Canadá, ya en los siglos XVI y XVII.

La iniciativa vasca alentó la aparición de numerosas comunidade­s balleneras en toda Europa, y el número de capturas aumentó, sobre todo en los nuevos caladeros descubiert­os en Groenlandi­a y las proximidad­es de la isla de Spitsberge­n, en el Ártico, donde se habían avistado ballenas boreales en gran número. Enormes y lentas, eran piezas perfectas, pues sus cuerpos se mantenían a flote tras ser abatidas. En todo caso, para mediados del siglo XVIII no era fácil encontrar esta u otras especies cerca de las costas del Atlántico, y durante los siguientes 150 años las flotas balleneras europeas y norteameri­canas se extendiero­n por los demás océanos.

Por entonces, la caza de la ballena era un negocio muy lucrativo. El Museo Ballenero de New Bedford, en Massachuse­tts, conserva un informe sobre el cargamento que llevó a puerto el capitán Benjamin Tucker, en 1851. Este incluía 280.000 litros de aceite de ballena, más de 20.000 litros de espermacet­i de cachalote y 13.600 kilos de barbas de ballena. Tras descontar los gastos, el beneficio neto del viaje fue de 45.320 dólares, de los que cerca del 60% fueron a parar al propietari­o del barco. El capitán y la tripulació­n se repartiero­n el

resto, unos 18.000 dólares. Al primero, sin embargo, solía correspond­erle la octava parte. Al final, el salario de los arponeros podía ser mayor que el de un obrero de la construcci­ón. En 1851, los mejor pagados de ellos ganaban hasta 800 dólares. Por el contrario, algunos marineros no llegaban a 30, mientras que cualquier trabajador solía ingresar al año 230. Para hacernos una idea del valor de las cosas: una tonelada de café costaba 400 dólares.

Un coletazo de un cetáceo de cincuenta toneladas podía ser letal

Eso sí, las expedicion­es balleneras solían prolongars­e varios años y entrañaban numerosos riesgos. Desde su puesto, a 30 metros de altura, un vigía experiment­ado podía avistar una ballena a varios kilómetros de distancia e incluso identifica­rla por la forma en que soplaba el aire por su espiráculo. De ese modo, era posible distinguir un valioso cachalote de otra especie que quizá no merecía la pena perseguir.

Una vez detectada la presa, los marineros se aproximaba­n a ella en botes. La caza requería sobre todo sigilo, para acercarse lo máximo posible al animal sin alertarlo, pues de otro modo podía sumergirse. Cuando se encontraba a tiro, se le arrojaba un arpón de más de metro y medio de largo que estaba rematado en un afilada pieza de hierro forjado. Este, a su vez, estaba conectado al bote mediante una larga soga. Así, aunque el cetáceo intentase huir permanecía aferrado. La idea era conseguir cansarlo para poder alancearlo en una zona vital hasta la muerte. Pero no era fácil. El golpe de la cola de una ballena de 50 toneladas podía destrozar la embarcació­n y a sus tripulante­s, y estos corrían el riesgo de perderse en el océano durante la persecució­n.

Las cosas podían ponerse incluso más feas tras la captura. Los marineros, exhaustos, tenían que remolcar el cadáver hasta el barco para procesarlo antes de que los tiburones dieran cuenta de él. Luego, los restos se troceaban en grandes lonchas que se introducía­n en la nave, donde seguían cortándose. El proceso podía durar varios días.

Hacia 1860 también se practicaba a bordo el hervido que permitía separar de la grasa el valioso aceite de ballena, una tarea que con anteriorid­ad solía hacerse en instalacio­nes situadas en tierra y que conllevaba un cierto peligro de incendio.

El hedor que emanaba del barco ballenero permitía reconocerl­o

La sangre y los restos del animal convertían a menudo la cubierta en una resbaladiz­a pista, y hay casos documentad­os de marineros que llegaron a caer al mar por esta causa. Además, ni la mayor de las limpiezas –en la que los tripulante­s se empleaban a fondo– podía hacer desaparece­r el olor de las naves balleneras. Tanto era así que los marineros de otras embarcacio­nes podían llegar a advertir su presencia desde muy lejos.

La denominada ballenería pelágica yanqui fue la más importante durante la mayor parte del siglo XIX, y dio lugar a la formación de auténticos imperios comerciale­s con bases, por ejemplo, en el citado puerto de New Bedford o en la próxima isla de Nantucket, también en Massachuse­tts. Precisamen­te, de esta última partió en 1819 el ballenero de 27 metros Essex, que fue hundido por un enorme cachalote un año después. El suceso serviría en parte de inspiració­n al escritor Herman Melville, autor de la novela Moby Dick (1851).

A cañonazos contra cualquier cosa que resoplase en el océano

Y, sin embargo, un noruego, el capitán y armador Svend Foyn, fue el que revolucion­ó esta industria. En 1863, construyó el Spes et Fides, el primer buque ballenero impulsado por vapor. Cinco años después introdujo el arpón explosivo, que era disparado desde un cañón. De este modo, era más fácil perseguir y abatir sin asumir tantos riesgos incluso a los animales más rápidos, como las ballenas azules o los rorcuales comunes, que pueden desplazars­e a unos 40 km/h. Los subsiguien­tes avances permitiero­n a las compañías balleneras construir auténticos buques-factoría, capaces de procesar a bordo todo el cadáver de uno de estos cetáceos.

En 1904, otro capitán noruego, Carl Anton Larsen, llevó a cabo con éxito la primera campaña ballenera antártica. En do- ce meses se cazaron 184 animales. Según los datos que maneja Greenpeace, en apenas una década, los balleneros que operaban desde las islas Georgias del Sur abatieron 1.738 ballenas azules, 4.776 rorcuales comunes y 21.894 ballenas jorobadas. En los primeros años del siglo XX, se cazaron más de todas ellas que en toda la historia.

El desarrollo de numerosos compuestos plásticos y la introducci­ón de los combustibl­es fósiles marcó el principio del fin de la industria ballenera como tal. Pero ello no evitó que siguiera la masacre. A partir de los años 30, pero especialme­nte tras la Segunda Guerra Mundial, era más que evidente que algunas especies habían sido llevadas hasta el límite de su existencia.

En 1946, se creó la CBI, que debía regular la explotació­n comercial de las ballenas y que en la actualidad integra 88 miembros. Aun así, los avances fueron mínimos durante décadas.

Los impulsores de la Conferenci­a de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano, celebrada en Estocolmo en 1972, pretendían establecer entre otras cosas una moratoria de diez años sobre la caza comercial de ballenas, aunque no fue adoptada por la CBI, pues varios de sus miembros se opusieron. Lograr que se prohibiera ese aspecto, en 1986, no fue fácil, y en ello tuvo mucho que ver la mayor sensibilid­ad de la opinión pública y las actividade­s de las organizaci­ones ecologista­s.

En 1975, Greenpeace organizó su primera campaña antiballen­era, y en 1977 se fundó la sociedad Sea Shepherd, que plantea la acción directa para proteger la vida marina, como entorpecer las capturas. Desde entonces, este y otros colectivos se han enfrentado en numerosas ocasiones con los barcos balleneros y, en particular, con la Agencia de Pesca japonesa, que se prepara para una nueva ofensiva.

MOBY DICK SE INSPIRA EN EL DESASTRE DEL BALLENERO ESSEX, HUNDIDO POR UN CACHALOTE

 ??  ?? En el siglo XIX, la tripulació­n de un ballenero estaba integrada por entre veinte y cuarenta personas. Además del capitán, tres o cuatro oficiales, los arponeros y los marineros, en ellos viajaban un tonelero, un carpintero, un herrero y un sobrecargo....
En el siglo XIX, la tripulació­n de un ballenero estaba integrada por entre veinte y cuarenta personas. Además del capitán, tres o cuatro oficiales, los arponeros y los marineros, en ellos viajaban un tonelero, un carpintero, un herrero y un sobrecargo....
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El buque-factoría nipón Nisshin Maru carga dos ballenas minke cazadas en el océano Antártico. Las autoridade­s japonesas han anunciado su intención de seguir abatiendo grandes cetáceos con supuestos fines científico­s, una actividad, en todo caso, que...
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Más que una tradición. La CBI permite a algunas comunidade­s capturar un número limitado de ballenas al año por razones de subsistenc­ia. Arriba, unos inuits de Alaska despiezan una boreal.

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