¡A VER QUIÉN MATA MEJOR!
En la naturaleza podemos observar un variado arsenal: cuernos, colmillos, garras, venenos... La evolución es una despiadada carrera armamentística que ha encontrado en el ser humano a su participante más aventajado.
El lago Gatún, en Panamá, es una represa artificial que sirve como lugar de tránsito para los barcos que cruzan el canal entre el Caribe y el Pacífico. En este entorno rodeado por la selva y su cacofonía, el constante paso de los supercargueros dibuja las arterias del comercio global. Cuando investigaba la fauna de la zona hace unos años, el biólogo estadounidense Douglas J. Emlen salía algunas noches con su canoa para acercarse lo más posible a los flancos de los buques y montar las olas de más de metro y medio de altura que se formaban a su paso.
“Eran barcos realmente grandes. Su cubierta podía albergar tres campos de fútbol”, escribe Emlen en su libro Animal Weapons: The Evolution of Battle (Armas animales. La evolución de la batalla), un recorrido por la historia de las herramientas ofensivas y defensivas que vemos en la naturaleza –colmillos, cuernos, garras...– y lo que estas nos dicen sobre la forma en que los humanos desarrollan sus armas.
LA VIDA ES LA GUERRA: ASESINAR O MORIR ES EL ÚNICO ARGUMENTO
Esos barcos forman parte del paisaje cotidiano de la región, una de las más ricas en biodiversidad del planeta. Allí, la isla Barro Colorado es un paraíso para los científicos, que la usan como labora- torio. En Barro Colorado se monitoriza todo, desde la vida íntima de las avispas a la respiración de los árboles; la visión de estos buques –no hay momento del día en que la vista no tropiece con alguno– suele causar indiferencia a los biólogos, ocupados en estudiar cada detalle del mundo natural. No es el caso de Emlen. Fascinado por las armas que ese mismo mundo natural ha desarrollado, ha reflexionado acerca de la creación de estos barcos como el resultado de un imperativo biológico de la especie humana.
Lejos de la visión idílica que muchos tienen de la naturaleza, la perspectiva de Emlen es que se trata de un mundo en guerra. Todos los seres han desplega-
do su arsenal para sobrevivir en este infierno de matanzas que se suceden a cada minuto desde hace millones y millones de años.
En tierra, mar y aire, la existencia de los individuos de cualquier especie se reduce a procrear y matar para comer o evitar ser comidos. Los animales longevos son una rareza. No hay cuartel: los cocodrilos son caníbales; las mantis decapitan y se comen a sus compañeros mientras copulan con ellos; los leones matan a los retoños que no han engen- drado para que las leonas les den los suyos propios; muchos insectos ponen sus huevos en presas vivas para que luego las larvas se las coman poco a poco... La evolución ha explotado cualquier estrategia para conseguir comida. Todo vale. Y nada de esto es cruel –un concepto inventado por los humanos–, sino natural.
Las armas animales –las pinzas de los cangrejos, los caninos del prehistórico dientes de sable, las formidables mandíbulas de los hipopótamos, los cuernos del alce, las garras de los grandes felinos, los venenos de las serpientes o las lenguas pegajosas de los camaleones– se asemejan a las nuestras, con una diferencia: nosotros las hemos inventado con el ingenio. Estamos equipados para la guerra, como demuestra que no haya habido un periodo de nuestra historia libre de conflictos. El hombre es un ser inteligente que ha usado su cerebro para matar de la forma más eficiente posible. “Es muy difícil alejarse del cliché cuando alguien te pregunta si tenemos una tendencia natural a la guerra y el porqué”, reflexiona Emlen para MUY a través del correo electrónico.
NUESTRA CARRERA ARMAMENTÍSTICA ES SIMILAR A LA DE LOS ANIMALES
Emlen no desea debatir sobre las raíces biológicas de la violencia humana. “Para bien o para mal, siempre hemos hecho la guerra. Para mí la cuestión es esta: ¿qué ha ocurrido con las armas que hemos construido con dicho propósito?”. Los supercargueros que veía en Panamá le sirvieron como punto de partida para una reflexión más amplia. “Los vehículos son como los animales. Queman energía mientras se desplazan, y también deben mantener un equilibrio entre su peso y su volumen y la velocidad y la agilidad”, escribe.
Siguiendo con la analogía, pensó en las armas que desarrollan las diferentes especies y en cómo condicionan su existencia; y acabó especulando con cómo esa biología de la carrera armamentística animal puede aplicarse a nuestros propios inventos para atacar o defendernos.
Con estas premisas en mente, retrocedamos 1,8 millones de años. Los Homo habilis empezaban a fabricar herramientas. “Pensamos que las usaron para recolectar alimentos y manipular los huesos”, nos explica Emlen, en referencia a los bifaces achelenses. Pero también para cazar. En suma, fueron el primer armamento. ¿Cómo evolucionaron estas piedras talladas? A partir de la relación entre el beneficio que genera su uso y el coste de pro-
EL SER HUMANO HA USADO –Y USA– SU MENTE PARA MATAR CON LA MÁXIMA EFICIENCIA
ducirlas, como se ve en las armas posteriores. “Cuanto más grandes, mejores son para matar en una cacería o excavar en busca de raíces –indica Emlen–. Pero lo grande es también más pesado”. Imaginemos a esos primeros homínidos trabajando duramente para obtener piedras afiladas con las que cazar. Eso lleva tiempo y destreza. Una vez probada la efectividad de sus herramientas, las portaban consigo en su permanente búsqueda de recursos y seguridad. Usarlas una sola vez habría sido un desperdicio. Y aquí surge el primer problema: las piedras grandes son más efectivas, pero pesan demasiado. Llevarlas encima te hace letal, pero pueden agotarte.
SE BUSCAN HERRAMIENTAS QUE LIQUIDEN Y NO ABULTEN
Emlen señala las ventajas de lo portátil. Armas ligeras pero lo suficientemente consistentes para matar. “Las que usaron los primeros cazadores eran bastante pequeñas”. Hasta que, cientos de miles de años después, las circunstancias cambiaron radicalmente con la invención de las lanzas de piedra y las puntas de flecha.“Hay pruebas sobre la relación del tamaño de las lanzas con el de las presas –continúa el científico estadounidense–. Cuando existían animales descomunales, como los mamuts, las lanzas eran también grandes. En la cultura clovis o de Clovis, que surgió en Norteamérica hace más de 13.000 años–, sus puntas llegaron a medir veintitrés centímetros”. Eran pesadas y transportarlas resultaba duro, pero la recompensa potencial merecía la pena, porque los mamuts constituían una enorme reserva de calorías. Cuando estos animales desaparecieron, las presas como los bisontes gigantes, de un tercio del tamaño de los mamuts, empequeñecieron las puntas de lanza. Al extinguirse estos bóvidos, quizá por la caza, las nuevas víctimas, los bisontes modernos, resultaron aún menores. Y eso encogió más las puntas de lanza de la cultura de Clovis, un proceso que también se repitió en otros lugares. El siguiente salto tecnológico-armamentístico llegó con la invención del arco y las flechas. “¡Tenías una fuerza letal concentrada en la punta de un proyectil pequeño y ligero!”, exclama Emlen. Y añade: “Las armas se hicieron menores, lo que ilustra cómo actúa la evolución”. Más pequeño es mejor, siempre que continúe siendo mortal.
Con cada innovación, las armas existentes pierden valor. Para Emlen, la aparición de las de fuego brinda el ejemplo perfecto de ese axioma: “Dejaron obsoletas las armaduras medievales. Toda esa protección tan complicada y costosa se volvió inservible. Hacía lento y patoso al caballero, que se convirtió en un blanco muy fácil”. En el mundo contemporáneo, son los Estados los grandes compradores de armamento, así que el factor clave es la inversión pública. Las armas dan poder, pero gastar mucho en ellas exige ahorrar en aspectos clave como la educación, las infraestructuras, el transporte y la sanidad. Sin embargo, la lógica de la fuerza bruta sigue imperando: Estados Unidos es la primera superpotencia mundial, y mantener ese lugar le exigió un gasto de 596.000 millones de dólares en 2015. China, el otro gran aspirante a la hegemonía global, se dejó 215.000 millones de dólares. Entre los humanos, desear el mando sigue exigiendo un requisito: armarse hasta los dientes, y que se sepa. En esta carrera, hubo un antes y un después: la bomba atómica. El potencial destructor de los miles de cabezas nucleares existentes es inconcebible. ¿Qué sentido tiene un artefacto capaz de destruir la civilización decenas de veces y con ello a sus propios creadores?
La respuesta de Emlen es sorprendente: “La bomba ganó en el sentido biológico. Las armas nucleares proliferaron a partir de pequeños arsenales que se hicieron enormes a medida que las naciones se embarcaban en una carrera para tener más que sus oponentes”. Esa acumulación de mortífero poder supone un éxito. Pero en la naturaleza, el éxito en el corto plazo no se asocia necesariamente con el beneficio en el largo. “Todo lo contrario. La selección natural es corta de vista. Imaginemos que surge un rasgo en una población que fulmina a todos los demás. Se hará cada vez más común y reemplazará los anteriores”.
¿ES LA BOMBA ATÓMICA NUESTRO PEOR ERROR? EL TIEMPO LO DIRÁ
Ahora, apliquemos ese razonamiento a las armas atómicas repartidas por el planeta. “La selección natural es ciega a lo que pase durante el camino. Ciertos rasgos pueden abrirse paso entre una población debido a que ganan en el corto plazo y desplazan todas las alternativas... ¡incluso aunque conlleven la extinción a medio plazo de la población que resulte de ellos! Las armas nucleares –continúa Emlen– ganaron al no tener rival, pero al final podrían ser nuestro peor error. ¿Estamos ahora más seguros?”.
Para responder a esta pregunta de un biólogo, políticos e historiadores acuden a un concepto popular en la segunda mi-
tad del siglo XX: la doctrina político-militar de la destrucción mutua asegurada, la idea de que si ataco al enemigo, su respuesta será tan devastadora que solo habrá vencidos. Durante la Guerra Fría, la vigilancia mutua de soviéticos y estadounidenses fue absoluta, y la política de disuasión nuclear funcionó. “Existían dos equipos que tenían las armas, la OTAN y el Pacto de Varsovia. Así que el juego era bastante simple, y los resultados, predecibles”, explica Emlen. “Ninguna de las partes contempló el lanzar sus misiles, porque sabían que recibirían el mismo golpe que infligían”.
En el reino animal, la disuasión también es una útil estrategia. Los contendientes exhiben sus poderes antes de la pelea. A veces basta con un escarceo para que uno de los rivales abandone la idea de luchar en serio, y los daños se limitan. Exactamente como pasó en las muchas escaramuzas y guerras locales de la Guerra Fría, en las que uno y otro bloque se implicaban sin rebasar nunca la raya roja que los hubiera llevado a un choque directo.
Si los Estados Unidos no hubieran entrado en la carrera de armamentos y hubieran dejado que la URSS acumulase misiles nucleares, ¿habrían sido atacados? En el caso contrario, ¿habrían recibido los soviéticos el primer golpe? Muchos historiadores piensan que si la bomba atómica hubiese estado en manos de un solo bloque, este la habría usado, ya que no existía la amenaza de la respuesta.
EL MUNDO MULTIPOLAR ES MÁS INESTABLE QUE EL DE LA GUERRA FRÍA
La situación ha cambiado, pero para muchos analistas de política internacional resulta más peligrosa que antes de la caída del Muro de Berlín. El Instituto Internacional de Investigación para la Paz en Estocolmo (SIPRI) cifra en nueve los Estados que disponen de arsenal nuclear. Aparte de los dos ya mencionados, se encuentran el Reino Unido, Francia, China, la India, Pakistán, Israel y Corea del Norte. Entre todos suman 15.395 armas nucleares.
Corea del Norte ha sido el último país en unirse a este club (habrá que ver en qué quedan los intentos de Irán, por ahora aparentemente controlados). La dictadura comunista de Kim Jong-un ha lanzado en repetidas ocasiones misiles balísticos de largo alcance y presume de haber hecho pruebas nucleares, aunque esto no se ha confirmado.
La conducta del régimen norcoreano recuerda al de los animales que esgrimen sus herramientas ofensivas antes del enfrentamiento. Muchos lo tildan de mero exhibicionismo, pero Emlen acude a su analogía con el mundo natural para lanzar una advertencia: “Los animales que lucen sus armas casi siempre terminan usándolas. Una buena política de disuasión significa que la mayoría de los conflictos se resuelven sin luchar. Pero cuando dos animales se enfrentan en un duelo, la disuasión no funciona, y la pelea sube de nivel. Al igual que en la Guerra Fría, podría intensificarse por etapas, y esfumarse antes de convertirse en algo muy dañino. Pero es una situación demasiado peligrosa”.
El dinero es clave: disponer de armas nucleares no es barato, pero tampoco prohibitivo. Según Lisbeth Gronlund, codi- rectora del Programa de Seguridad Global de la Unión de Científicos Preocupados, actualizar una cabeza nuclear del tipo W76 en submarinos cuesta unos dos millones de dólares. La construcción de una nueva ronda los veinte millones. Los misiles Minuteman III estadounidenses son más caros: los de los silos nucleares ascienden a cincuenta millones de dólares.
¡PELIGRO! ANIMALES HUMANOS CON HERRAMIENTAS SUPERDESTRUCTIVAS
Resultan cifras asequibles para la mayoría de los países, aunque poseer la tecnología es otra cosa. Si unimos al bajo coste un paisaje político confuso, disperso e impredecible, tenemos “malas noticias”, resume Emlen. “El potencial de las armas de destrucción masiva no encuentra parangón en la naturaleza. Nos hallamos en un territorio inexplorado y jugamos con fuego. Nuestras armas son demasiado peligrosas, y demasiadas naciones las poseen. Son la receta para el desastre”.
LOS NUEVE ESTADOS CON ARMAS ATÓMICAS SUMAN 15.395 CABEZAS NUCLEARES