Una larga lucha por el control de los mares
Hacia el 700 a. C., las placas de bronce aplicadas a la proa de los barcos los convirtieron en una suerte de arietes marinos que embestían otras embarcaciones para hundirlas. En esas batallas importaba la rapidez, y muy pronto los constructores advirtieron que cuanto más remeros tuviera el barco, más velocidad adquiría. Esa selección concluyó en formidables embarcaciones de más de cincuenta metros de eslora y centenares de remeros, pero el tamaño desmesurado, explica Douglas Emlen, empezó a hacer menos manejables y rentables estas monstruosas naves que surcaban el Mediterráneo.
El péndulo comenzó a oscilar en la dirección opuesta. Las armadas que disponían de barcos más pequeños, ágiles y manejables funcionaron mejor; este esquema se mantuvo durante al menos un milenio, hasta que en el siglo XVI la ingeniería naval subió un escalón evolutivo con la aparición de los galeones a vela.
UN SOPLO DE TECNOLOGÍA. El uso del viento como propulsión permitió a esos barcos de guerra ganar velocidad y ser más manejables en las tormentas, y todo con una tripulación más reducida. Este cambio permitió la aparición de navíos bélicos mucho más efi- caces. Al principio disponían solo de un par de cañones en proa y popa, pero con la invención de las portillas, que se abrían y se cerraban para impedir vías de agua en tormentas, los ingenieros diseñaron navíos con varios pisos de cañones. Cuanto más grandes, más poderosos y mayor daño infligían. A finales del siglo XVIII, se construyeron barcos con hasta 140 cañones.
Los Estados se empecinaron en una carrera por el tamaño, pero el coste de la construcción y el hecho de que se podían fabricar barcos más pequeños, manejables y efectivos, inclinó la balanza hacia estos últimos.