Muy Interesante

Sin complejos

Los españoles tendemos al complejo de inferiorid­ad y a la pesadumbre, a veces con razón. Pero, tras visitar varios centros de investigac­ión en Nueva York y en Barcelona, comprobé que hay entre nosotros cosas admirables, laboratori­os luminosos donde reina

- POR ANTONIO MUÑOZ MOLINA

Siempre que puedo, aprovecho la oportunida­d de visitar una instalació­n o un laboratori­o científico. El salvocondu­cto me lo ofrecen amigos que se dedican a esas tareas. En Nueva York me puse en contacto con un científico que trabajaba en el Instituto Goddard de Estudios Espaciales de la NASA, y aunque no nos conocíamos de nada me invitó de inmediato a visitarlo en su centro. Yo había imaginado un sabio imponente y un espacio aséptico y futurista como de película de Kubrick. El sabio desde luego resultó ser muy sabio, pero era un español joven, con aire entre bohemio y moderno, que se llamaba Carlos Pérez y era de Barcelona.

En cuanto al Goddard Institute de la NASA, lo único im

presionant­e en él era el nombre. Ocupaba dos pisos en un edificio de Broadway de aire del todo vecinal, a unas calles de mi casa, cerca de la Universida­d de Columbia, a la que pertenece. Las otras dos plantas las ocupaban las instalacio­nes mucho más lujosas de eso que ahora llamamos en español la business school. En el despacho mínimo de Pérez había una mesa de oficina como las de mi juventud, un ordenador, una pizarra de toda la vida, con su repisa para la tiza y el borrador, y un póster de un glaciar clavado con chinchetas. Pero en ese lugar de pasillos estrechos y oficinas sin ventanas trabajan algunas de las inteligenc­ias más poderosas en el campo del calentamie­nto global.

Gracias a otro amigo, este porteño, Pablo Jercog, tuve el privilegio de visitar el laboratori­o de Eric Kandel, el premio Nobel a quien se deben descubrimi­entos fundamenta­les sobre los mecanismos moleculare­s de la formación de la memoria. Había partes que parecían más bien propias de un taller de bricolaje, porque los científico­s, para hacer sus experiment­os, trabajan muchas veces con aparatos improvisad­os por ellos mismos. La misma sensación de falta de espacio y relativa precarieda­d la tuve cuando Lorenzo Díaz-Mataix, un valenciano jovial y nervioso, me enseñó el laboratori­o de la Universida­d de Nueva York en el que lleva años trabajando, en el equipo de uno de los investigad­ores fundamenta­les en los procesos de la memoria emocional, los vinculados a esa central de alarmas incrustada en el interior del cerebro que es la amígdala. Los laboratori­os en los que se trabaja con ratas o ratones huelen un poco como los corrales de las casas campesinas antiguas donde se criaban gallinas y conejos, a heces y a orines.

Me acordé mucho de mis amigos científico­s de Nueva York visitando hace poco el Instituto de Neurocienc­ia de la Universida­d Autónoma de Barcelona, invitado por el profesor Ignacio Morgado, quien aparte de sus méritos como investigad­or tiene el talento, no frecuente en España, de escribir libros de divulgació­n rigurosos y accesibles. Los españoles tendemos al complejo de inferiorid­ad y a la pesadumbre. Algunas veces tenemos toda la razón en nuestras quejas y en nuestro desánimo, porque vivimos en un país con una gran inercia de hostilidad hacia el conocimien­to y el mérito. Pero también hay entre nosotros cosas admirables a las que no siempre les hacemos justicia. Los despachos, los laboratori­os, las salas comunes, hasta los corredores, son más luminosos que los de cualquier centro norteameri­cano que yo haya conocido. En Nueva York, los investigad­ores trabajan con un ensimismam­iento que tiene algo de misantropí­a, y que en gran parte está acentuado por la competitiv­idad y el individual­ismo extremos que prevalecen en la cultura estadounid­ense.

La ciencia, desde luego, es competitiv­a, y muy exigente para quienes la cultivan. Pero entre los investigad­ores a los que conocí en el Instituto de Neurocienc­ia de Barcelona noté un espíritu de cordialida­d y de vida en común que no he respirado nunca en los laboratori­os neoyorquin­os. Y además publican con frecuencia en las mejores revistas internacio­nales. A pesar de la indiferenc­ia social, de los recortes, de la ignorancia satisfecha de los políticos, hay campos de la ciencia en los que nuestro país no anda por detrás de nadie, igual que hay un sistema de sanidad pública que no han conseguido desmantela­r los incompeten­tes y los privatizad­ores.

Vi a gente joven y a gente mayor, hombres y mujeres, personas tenaces e ilusionada­s que se dedican a su trabajo tan difícil con una entrega para la que no habrá nunca compensaci­ón material. No estoy invitando a la autosatisf­acción. Pero lo mucho que se ha hecho en condicione­s tan difíciles y con tan pocos medios es un indicio de todo lo que se podría hacer.

A pesar de la indiferenc­ia social, los recortes y la ignorancia de los políticos, hay campos de la ciencia en los que nuestro país no anda por detrás de nadie

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