Sin complejos
Los españoles tendemos al complejo de inferioridad y a la pesadumbre, a veces con razón. Pero, tras visitar varios centros de investigación en Nueva York y en Barcelona, comprobé que hay entre nosotros cosas admirables, laboratorios luminosos donde reina
Siempre que puedo, aprovecho la oportunidad de visitar una instalación o un laboratorio científico. El salvoconducto me lo ofrecen amigos que se dedican a esas tareas. En Nueva York me puse en contacto con un científico que trabajaba en el Instituto Goddard de Estudios Espaciales de la NASA, y aunque no nos conocíamos de nada me invitó de inmediato a visitarlo en su centro. Yo había imaginado un sabio imponente y un espacio aséptico y futurista como de película de Kubrick. El sabio desde luego resultó ser muy sabio, pero era un español joven, con aire entre bohemio y moderno, que se llamaba Carlos Pérez y era de Barcelona.
En cuanto al Goddard Institute de la NASA, lo único im
presionante en él era el nombre. Ocupaba dos pisos en un edificio de Broadway de aire del todo vecinal, a unas calles de mi casa, cerca de la Universidad de Columbia, a la que pertenece. Las otras dos plantas las ocupaban las instalaciones mucho más lujosas de eso que ahora llamamos en español la business school. En el despacho mínimo de Pérez había una mesa de oficina como las de mi juventud, un ordenador, una pizarra de toda la vida, con su repisa para la tiza y el borrador, y un póster de un glaciar clavado con chinchetas. Pero en ese lugar de pasillos estrechos y oficinas sin ventanas trabajan algunas de las inteligencias más poderosas en el campo del calentamiento global.
Gracias a otro amigo, este porteño, Pablo Jercog, tuve el privilegio de visitar el laboratorio de Eric Kandel, el premio Nobel a quien se deben descubrimientos fundamentales sobre los mecanismos moleculares de la formación de la memoria. Había partes que parecían más bien propias de un taller de bricolaje, porque los científicos, para hacer sus experimentos, trabajan muchas veces con aparatos improvisados por ellos mismos. La misma sensación de falta de espacio y relativa precariedad la tuve cuando Lorenzo Díaz-Mataix, un valenciano jovial y nervioso, me enseñó el laboratorio de la Universidad de Nueva York en el que lleva años trabajando, en el equipo de uno de los investigadores fundamentales en los procesos de la memoria emocional, los vinculados a esa central de alarmas incrustada en el interior del cerebro que es la amígdala. Los laboratorios en los que se trabaja con ratas o ratones huelen un poco como los corrales de las casas campesinas antiguas donde se criaban gallinas y conejos, a heces y a orines.
Me acordé mucho de mis amigos científicos de Nueva York visitando hace poco el Instituto de Neurociencia de la Universidad Autónoma de Barcelona, invitado por el profesor Ignacio Morgado, quien aparte de sus méritos como investigador tiene el talento, no frecuente en España, de escribir libros de divulgación rigurosos y accesibles. Los españoles tendemos al complejo de inferioridad y a la pesadumbre. Algunas veces tenemos toda la razón en nuestras quejas y en nuestro desánimo, porque vivimos en un país con una gran inercia de hostilidad hacia el conocimiento y el mérito. Pero también hay entre nosotros cosas admirables a las que no siempre les hacemos justicia. Los despachos, los laboratorios, las salas comunes, hasta los corredores, son más luminosos que los de cualquier centro norteamericano que yo haya conocido. En Nueva York, los investigadores trabajan con un ensimismamiento que tiene algo de misantropía, y que en gran parte está acentuado por la competitividad y el individualismo extremos que prevalecen en la cultura estadounidense.
La ciencia, desde luego, es competitiva, y muy exigente para quienes la cultivan. Pero entre los investigadores a los que conocí en el Instituto de Neurociencia de Barcelona noté un espíritu de cordialidad y de vida en común que no he respirado nunca en los laboratorios neoyorquinos. Y además publican con frecuencia en las mejores revistas internacionales. A pesar de la indiferencia social, de los recortes, de la ignorancia satisfecha de los políticos, hay campos de la ciencia en los que nuestro país no anda por detrás de nadie, igual que hay un sistema de sanidad pública que no han conseguido desmantelar los incompetentes y los privatizadores.
Vi a gente joven y a gente mayor, hombres y mujeres, personas tenaces e ilusionadas que se dedican a su trabajo tan difícil con una entrega para la que no habrá nunca compensación material. No estoy invitando a la autosatisfacción. Pero lo mucho que se ha hecho en condiciones tan difíciles y con tan pocos medios es un indicio de todo lo que se podría hacer.
A pesar de la indiferencia social, los recortes y la ignorancia de los políticos, hay campos de la ciencia en los que nuestro país no anda por detrás de nadie