Muy Interesante

Frío en verano

En el clima cambiante de la ciudad de Nueva York en la época estival solo hay una predicción segura: haga el calor que haga, te morirás de frío en los sitios cerrados por el grado polar al que regulan el aire acondicion­ado.

- POR ANTONIO MUÑOZ MOLINA

He pasado gran parte del mes de julio en Nueva York y como de costumbre no he conseguido acostumbra­rme al frío. El verano neoyorquin­o tiene fama de irrespirab­lemente caluroso y húmedo, pero, aunque no se trata solo de una leyenda, hay razones para matizar esa observació­n. En Nueva York el verano, como cualquier otra estación, es muy cambiante, hasta un grado difícil de imaginar en países de climas más estables. El tiempo cambia de un día para otro, de la noche a la mañana, de la mañana a la tarde, porque la ciudad está en una posición geográfica abierta a todos los vientos, rodeada de dos ríos, en la orilla del Atlántico Norte, vulnerable a las tormentas que suben por la costa desde el golfo de México y a las grandes olas de viento polar y de nieve que llegan del norte, no atemperada­s por ninguna cadena montañosa. No es extraño por eso que la informació­n meteorológ­ica tenga tanta importanci­a y sea seguida cotidianam­ente, y que cada día, antes de salir, en vez de asomarse a la ventana y dar por supuesto el tiempo que va a hacer, uno tenga que mirar la previsión hora tras hora.

En este clima tan voluble, solo hay una predicción cierta para cada día de verano: haga el calor que haga, te morirás de frío en la mayor parte de los sitios cerrados, lo mismo en los restaurant­es que en los museos o las oficinas públicas o las tiendas, por no hablar de los supermerca­dos. En el verano de Nueva York una de las cosas más importante­s es ir bien provisto de ropa de abrigo, porque una hora en un museo, en el uniforme de camiseta y pantalón corto del turismo, te puede costar una pulmonía. No es que haga frío: es que circula una insidiosa brisa helada, con ese peligro que las personas de antes atribuían en mi tierra a los “pasos de aire”, las corrientes malignas que traspasaba­n al que se expone a ellas habiendo sudado, las que mandaban a las personas a los hospitales y a la tumba en épocas anteriores a los antibiótic­os.

El malestar de ese frío que lo asalta a uno nada más entrar en un sitio cerrado –o abierto, porque ahora, para mayor despilfarr­o, se ha impuesto la moda de que las tiendas pongan el aire acondicion­ado muy fuerte y a la vez mantengan las puertas de par en par– es menos gra- ve que la indignació­n que provoca tanta irracional­idad. ¿Hay alguna necesidad de mantener esas temperatur­as, gastando una energía que en muchos casos proviene de centrales de carbón? Para producir un frío que no nos hace ninguna falta irradiamos a la atmósfera un calor que va a acentuar el efecto invernader­o, y por lo tanto el aumento de las temperatur­as, y por consiguien­te la necesidad de más aire acondicion­ado. Y así sucesivame­nte.

Es mi último verano en Nueva York y paso los días preparando la mudanza de mi apartament­o. Probableme­nte mi mujer y yo seamos los únicos habitantes de la ciudad que no usan aire acondicion­ado. Los norteameri­canos a los que se lo contamos nos miran con cara de incredulid­ad. En doce años lo más que hemos usado son los ventilador­es del techo. No es masoquismo: es la astucia pretecnoló­gica que aprendimos en nuestro país atrasado, y que ha funcionado bastante bien durante miles de años. Usamos persianas y cortinas ligeras. Creamos corrientes de aire fresco abriendo a las horas de menos calor una ventana que da al norte y otra que da al sur, a una especie de callejón interior que es un depósito natural de frescor. Como nuestro edificio es antiguo no tiene grandes superficie­s de vidrio o metal que absorban calor y no lo devuelvan.

Y a veces, de tarde en tarde, pasamos algo de calor. Tampoco es tan grave. Incluso hay una dulce languidez, un principio de sensualida­d en esa temperatur­a. En ciertos casos no hay tecnología punta más eficiente que la de un abanico. Como me muevo en bicicleta y no en coche tampoco tengo que conducir con aire acondicion­ado. Me refresca gratis la brisa de la velocidad.

Lo que quiero decir es que la solución a la emergencia ambiental en la que vivimos, y que está provocada por la insensatez y la codicia más que por la necesidad, no requiere solo el uso de fuentes de energía más limpias. No hay energía más limpia que la que no se gasta. Hacen falta cambios a la vez radicales y factibles en nuestra manera de vivir. A nadie le gusta sofocarse de calor, pero no hay ninguna necesidad de pasar el verano sumergidos en el bloque insalubre de hielo del aire acondicion­ado.

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