LOS MÁS CURIOSOS TIENEN MEJOR SALUD Y SON MÁS LONGEVOS, SEGÚN UN ESTUDIO
lectual pide aceptar las paradojas del pensamiento difuso. Por eso, como dice la divulgadora experta en evolución Faye Flam, la curiosidad requiere cierto nivel de conocimiento para no empezar a interesarse por verdaderas tonterías. Mucha gente se deja atrapar por las seudociencias o las paranoias conspirativas por simple curiosidad. Así que hay que mantener la mente abierta, pero no tanto como para perder el espíritu crítico. Además, el pensamiento difuso, si no va unido a la motivación de cerrar proyectos con éxito, es caer en la improductividad y la ineficacia. El afán por buscar novedades y la aversión a la rutina puede inducir a empezar muchas cosas y dejarlas a medias. Para ser creativo, el curioso ha de conjugar el deseo de innovar con la persistencia.
METER LAS NARICES EN CIERTOS ASUNTOS TAMBIÉN TIENE SUS PELIGROS
El otro peligro de la atracción por el misterio es que puede llevarnos a meternos en líos. La apertura a la experiencia supone cuestionar la autoridad y romper las reglas, a formarse las propias opiniones abstrayéndose del contexto espacial, temporal y social de forma apasionada y visionaria, con un alto grado de compromiso. Es fácil que los curiosos acaben siendo poco prudentes y asuman riesgos, como hicieron tantos científicos –Miguel Servet, Giordano Bruno, Galileo– que sufrieron en carne propia el haber traspasado los límites impuestos por las autoridades de su tiempo.
Por eso se dice aquello de “la curiosidad mató al gato”, para advertir a quienes quieren meter la nariz en secretos peligrosos de que se anden con cuidado. Existe una vieja narrativa –repetida una y otra vez en tiempos remotos en cuentos y leyendas, y ahora en mangas, películas y series de televisión– que moraliza y previene contra los riesgos del fisgoneo. Es el mito del conocimiento prohibido. La idea de que existen datos a los que no deberían acceder todas las personas, porque resultan demasiado peligrosos, subyace en muchas de las historias que se cuentan en nuestra cultura. Roger Shattuck, que fue profesor de la Universidad de Boston, dedicó a este tema el libro Forbidden Knowledge: From Prometheus to Pornography (Conocimiento prohibido. De Prometeo a la pornografía), en el que analiza muchos bulos e historias populares que sostienen la idea de que existen sabidurías a las que no deberíamos acceder por el potencial destructor que encierran. Desde la manzana que comió Eva en el Paraíso hasta las modernas historias sobre libros malditos, incluyen una moraleja que supone una advertencia contra la curiosidad excesiva.
Pero, pese a todo, a los individuos de nuestra especie nos mueve el afán de aprender y de ir más allá en el conocimiento gracias a ese espíritu de exploración. No es una casualidad que uno de los robots que exploran Marte lleve el nombre de Cu- riosity, como un homenaje a esta cualidad tan humana y tan positiva, pues aparte de motivarnos, la curiosidad es un factor de salud. Según una investigación publicada en la revista Psychology and Aging, los más curiosos viven más tiempo y en mejores condiciones.
Por eso en la actualidad existe cierta preocupación de que podamos perder esa facultad debido a la sobrecarga de información que ha traído consigo internet. Hoy parece que podemos averiguar casi todo simplemente buscándolo en Google y que podemos resolver cualquier duda que nos surja rastreando la respuesta en el móvil. Pero como se ha visto con el fenómeno del videojuego Curiosity-What's Inside the Cube?, no hay que dramatizar la influencia de la Red: la curiosidad sigue siendo uno de los motores de la sociedad.
Para empezar, siguen existiendo numerosos misterios por resolver. Aún no hemos podido descifrar el contenido del manuscrito de Voynich, un texto del siglo XV escrito en un idioma ig-
noto ilustrado con dibujos inquietantes de mujeres desnudas que se bañan en un líquido rodeadas de tubos. Tampoco hemos conseguido explicar completamente el llamado efecto Mpemba –en determinadas condiciones, el agua caliente se congela antes que el agua fría–. Ignoramos las bases fisiológicas de problemas de salud mental como la esquizofrenia, que a lo mejor ni siquiera existe como enfermedad concreta. Desconocemos por qué los humanos tenemos más propensión al cáncer que otros animales más grandes que tienen más células –lo que se conoce como la paradoja de Peto– y carecemos de una explicación clara sobre el Acantilado de Kuiper, una zona más allá de Plutón en la que no hay absolutamente nada.
NUNCA LE FALTARÁN ENIGMAS POR RESOLVER A LA MENTE HUMANA
Por otra parte, siguen existiendo los grandes enigmas globales que nos han inquietado siempre, desde el origen del universo hasta la posibilidad de vida fuera de la Tierra, pasando por las bases biológicas de la conciencia o la composición de la materia y de la realidad que nos circunda. Y además están las curiosidades e incertidumbres acerca del futuro en un planeta cuya velocidad de cambio es cada vez más acelerada; la complejidad de las relaciones y los negocios en un mundo cada vez más globalizado; los nuevos desarrollos tecnológicos y la creciente conectividad que trae internet; los cambios geopolíticos, sociales y demográficos, y los sorprendentes e imprevisibles avances científicos –hay áreas muy prometedoras que parecen haberse estancado y otras que han experimentado revoluciones inesperadas–; la obsolescencia de los conocimientos...
Sea como sea, nuestra mente va a seguir siendo estimulada por todo tipo de retos que nos motivarán para hacernos nuevas preguntas y buscar respuestas. La curiosidad aún es importante como factor adaptativo, pues internet proporciona datos pero no ayuda a encontrar los porqués. Y necesitamos esos porqués para aprender a vivir con lo desconocido, la paradoja y la incertidumbre, para anticiparnos a los cambios y usarlos como oportunidad para crecer e innovar tanto a nivel individual como colectivo.