KAMIKAZES DE LA CIENCIA
A veces, la confianza de los científicos en sus teorías les impulsa a probar en carne propia peligrosos experimentos, aun a riesgo de jugarse la salud o incluso la vida, para demostrar que son ciertas.
En 1994, el peculiar comité de los populares premios Ignominious Nobel, conocidos como IgNobel, decidió conceder el de Entomología al veterinario neoyorquino Robert A. López. Su investigación, realizada en el lejano 1968, consistió en comprobar “la posibilidad de transmitir el ácaro [de los gatos] del oído, Oto
dectes cynotis, a los seres humanos”. Y para ello no tuvo mejor ocurrencia que humedecer un bastoncillo de algodón estéril en agua del grifo templada y trasladar un gramo de ácaros de la oreja de un gato... ¡a su propio oído izquierdo!
Su descripción de las siguientes horas es de lo más exhaustiva: empezó a notar cómo se movían por su canal auditivo al tiempo que sentía un prurito que cada vez se hacía más intenso. “La actividad de los ácaros se fue incrementando de tal manera que, a medianoche, estaban plenamente atareados picando, arañando y moviéndose a sus anchas”, escribió López. Durante un mes los tuvo alojados en su oído, de donde al final desaparecieron. Y como quiso comprobar que su experimento había sido bien realizado, ¡lo repitió!
Es llamativo que el propio científico decidiera convertirse en conejillo de Indias. No obstante, no se trata de un caso aislado: la autoexperimentación, que hizo famosa Robert L. Stevenson en 1886 con su novela El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, tiene una larga tradición en la historia de la ciencia, especialmente en la investigación biomédica.
La fiebre amarilla, por ejemplo, es una de las enfermedades que más mártires, héroes o locos de la ciencia ha aportado... además de ser el autoexperimento más asqueroso conocido.
BEBER EL VÓMITO DE UN ENFERMO
A principios del siglo XIX, un doctorando en Medicina llamado Stubbins Ffirth decidió resolver el encendido debate que existía sobre si la fiebre amarilla era contagiosa. Primero vertió “vómito negro reciente” de un paciente en una serie de heridas que se hizo en su antebrazo. Al ver que no enfermaba, dio un paso más y se lavó los ojos con vómito y otros fluidos de enfermos de fiebre amarilla: sangre, saliva, sudor y orina. Nada. Entonces diseñó una sauna vo
mitiva que llenó con vapores de vómito calentados: solo le causó “un gran dolor en la cabeza”. Así que ya solo le quedaba lo más vomitivo de todo, valga la redundancia: echarse un buen trago de verti- do estomacal. Primero lo hizo en forma de píldora, pero, como no le convenció mucho, al final acabó bebiendo directamente de la boca del paciente. Al no enfermar, concluyó que la fiebre amarilla no era contagiosa. Un craso error.
Porque sí lo es, como demostró en Cuba, en 1900, un equipo de médicos del Ejército estadounidense liderado por Walter Reed y compuesto por James Carroll, Arístides Agramonte y Jesse Lazear. Los cuatro se expusieron a la picadura del mosquito del que sospechaban era el vector de la fiebre amarilla. Todos enfermaron, y Lazear acabó muriendo. Tenía 37 años. Nadie supo de este autoexperimento hasta 1947, gracias a que se encontraron los cuadernos del difunto.
Salvo Agramonte, el resto de los investigadores tampoco corrieron mejor suerte. Walter Reed murió de peritonitis en 1902 y James Carroll falleció debido a la fiebre amarilla cinco años después. El descubrimiento del mosquito Aedes portador del también llamado vómito negro
FORSSMANN INSERTÓ UN CATÉTER URINARIO
EN LA VENA BRAQUIAL DE SU ANTEBRAZO, LO GUIÓ HASTA EL CORAZÓN Y SE DIO UN PASEO
hizo que se iniciara una campaña a favor de que se concediera el Nobel al equipo de Reed, pero no lo consiguió. Quien sí se lo llevó tiempo después, en 1951, fue el sudafricano Max Theiler, por desarrollar la primera vacuna contra la fiebre amarilla. Theiler, cómo no, la testó en sí mismo.
RIESGOS DEL ENTUSIASMO EXTREMO
Pero ¿qué lleva a un científico a convertirse en una cobaya? Existen muchas razones; desde el deseo de escribir un renglón en la historia de la ciencia hasta evitar el engorroso papeleo de solicitar el permiso del comité de ética pertinente. Este último fue el caso del alemán Werner Forssmann, en los años 30. Estaba tan decidido que continuó con su trabajo a pesar de habérsele denegado el permiso.
Forssmann recibió en 1956 el Premio Nobel en Fisiología o Medicina por esta investigación: insertó un catéter urinario en la vena braquial de su propio antebrazo, lo guio hasta la aurícula derecha del corazón y fue andando hasta el Departamento de Radiología para tomar una imagen que mostrara el catéter en su corazón. Forssmann fue despedido, pero gracias a él la cateterización cardiaca es hoy en día un procedimiento de rutina.
Otros estudiosos apuntan que hay un factor del modo de ser que puede hacer que el científico se use a sí mismo como rata de laboratorio: el entusiasmo extremo, una personalidad engrandecida donde el convencimiento sobre la propia valía puede hacer que el científico se lance por un camino plagado de obstáculos.
Con todo, una de las principales razones por las que un investigador experimenta consigo mismo es una cuestión ética: no puede ni debe someter a “los participantes en el experimento a ningún procedimiento que no estén dispuestos a emprender”. Esta idea aparece en forma legal por primera vez en el Código de ética médica de Núremberg, redactado en 1947 como resultado de las malsanas prácticas que los médicos nazis realizaron en los campos de exterminio judíos y que justificaban como experimentos científicos.
De este modo, se estableció que toda experimentación con seres humanos debía incluir el llamado consentimiento informado –que se promulgó cuando el Ejército norteamericano investigó sobre la fiebre amarilla en Cuba–, la ausencia de coerción y que tenga por objetivo reportar beneficios para la sociedad. Ahora bien, no es raro descubrir que semejante imperativo ético desaparece como por ensalmo en algunas ocasiones.
EXPERIMENTANDO CON LOS DÉBILES
Desde 1932, y durante cuarenta años, el sistema de salud estadounidense dejó morir de sífilis a varios centenares de afroamericanos de Tuskegee (Alabama) para entender la evolución de esa enfermedad. Y de 1946 a 1948, nuevamente ese mismo sistema de salud, en colaboración con algunos altos cargos guatemaltecos, infectó deliberadamente de sífilis a mil quinientos soldados, reclusos y pacientes de los psiquiátricos de aquel país centroamericano.
Para Ian Kerridge, profesor de Bioética de la Universidad de Sídney (Australia), el motivo que impulsa a los científicos a autoexperimentar no tiene que ver demasiado con un sentimiento de nobleza y
entrega por el bien de la humanidad, sino más bien con “una curiosidad insaciable y una necesidad de participar lo más intensamente posible en la propia investigación”.
Un ejemplo claro lo ofrece el químico e higienista alemán Max von Pettenkofer, que el 7 de octubre de 1892 se tomó un bebedizo infectado con bacterias del cólera en presencia de varios testigos. Su intención era refutar la teoría de Robert Koch de que la enfermedad solo era causada por la bacteria Vibrio cholerae. Pettenkofer sufrió solo síntomas leves, lo que interpretó como que había probado que Koch erraba. Escribió: “Incluso si me hubiera engañado a mí mismo y el experimento hubiera puesto en peligro mi vida, habría mirado a la muerte tranquilamente a los ojos, porque el mío no habría sido un suicidio tonto o cobarde; hubiera muerto al servicio de la ciencia como un soldado en el campo de honor”. Moriría nueve años después, en 1901, tras dispararse un tiro en la cabeza a causa de una fuerte depresión.
El gran problema de la autoexperimentación es que, salvo en casos muy concretos, no resulta útil, pues no proporciona base estadística para nada. Por ejemplo, una transfusión de sangre exitosa entre dos personas no demuestra que eso vaya a suceder en todos los casos.
COMIENDO TESTÍCULOS DE PERRO
Un experimento fallido tampoco demuestra que una hipótesis no sea válida. Así, que en 1901 el médico militar Nicholas Senn se introdujera bajo la piel un pedazo de ganglio linfático canceroso de un paciente –para comprobar si el cáncer era contagioso– y no enfermara no es argumento para nada. Se necesita realizar un estudio amplio y doble ciego para confirmar o desmentir una hipótesis: esa es la naturaleza de la llamada medicina basada en las pruebas. Este mismo doctor, por cierto, se bombeó seis litros de hidrógeno por el ano para ver si con ello se podía determinar cuándo una bala ha penetrado en el intestino.
Los dos principales –e inevitables– enemigos de la autoexperimentación son el sesgo de confirmación –la tendencia a favorecer, buscar, interpretar y recordar la información que corrobora las propias creencias o hipótesis– y el efecto placebo.
París, junio de 1889. Uno de los grandes pioneros de la endocrinología, Charles-Édouard Brown-Séquard, da una conferencia en la Sociedad de Biología para explicar su gran descubrimiento: cómo retrasar el envejecimiento a partir de extractos endocrinos. Según él, la fuente de la eterna juventud se encontraba encerrada en los testículos de cachorros de perro y conejillos de Indias. Para probarlo, trituró un testículo de cachorro de perro, lo coló con un filtro y se lo inyectó en la pierna.
Luego afirmó haber obtenido unos resultados impresionantes en su fortaleza física: “Me he rejuvenecido treinta años y hoy he podido hacer una visita a mi joven esposa”. No costó mucho demostrar que Brown-Séquard había sido víctima del efecto placebo, que le hizo pasar de ser un científico respetado al hazmerreír de todos; y, como puntilla, su mujer lo dejó por un hombre más joven.
De todo este asunto, lo que no resulta fácil explicar es cómo ha habido científicos que se han colocado a las puertas de
UN MÉDICO BOMBEÓ 6 LITROS DE HIDRÓGENO POR SU ANO COMO MÉTODO PARA SABER SI UNA BALA HABÍA PENETRADO EN EL INTESTINO
la muerte solo por sacar adelante su propia investigación. Ejemplos hay bastantes. Entre 1942 y 1947, S. O. Levinson, H. J. Shaughnessy y otros se inyectaron su propia vacuna contra la disentería. Previamente la habían probado en ratones, y todos ellos habían muerto, pero el efecto en humanos era desconocido. Los científicos no se arredraron y se la pusieron: sobrevivieron, pero con efectos secundarios.
Otro caso fue el de Allan Blair, de la Universidad de Alabama (EE. UU.), que en 1933 dejó que le mordiera una viuda negra para demostrar algo de lo que se dudaba entonces: que los síntomas que decían tener quienes habían sido mordidos por esta araña eran, efectivamente, producto del veneno y no de otra causa.
EL AUTÉNTICO ‘ROCKET MAN’
Peor lo pasó John Paul Stapp, oficial de la Fuerza Aérea estadounidense y médico. Lo apodaron el Hombre Más Rápido de la Tierra, porque se ataba a un cohete que lo lanzaba a velocidades cercanas a la del sonido para luego frenar en 1,4 segundos. Su objetivo: comprobar cuánto podía resistir un cuerpo humano. Tras muchos huesos rotos, ojos encharcados en sangre por rotura de los capilares y un desprendimiento de retina, Stapp estableció que podemos soportar aceleraciones de 46,2 g... con un arnés adecuado.
Pero quien realmente se puso varias veces en la cuerda floja –y nunca me- jor dicho– fue el forense rumano Nicolae Minovici, que a principios del siglo XX dedicó su tiempo de investigación a ahorcarse. Primero se ató la soga al cuello mientras estaba acostado y un ayudante la tensaba. Pero le pareció poco, así que decidió dar una vuelta de tuerca más y el investigador empezó, literalmente, a colgarse. Lo hizo con distintos tipos de nudo, con los que llegó a aguantar 25 segundos. Al final, intentó la suspensión con el nudo del ahorcado, pero el dolor fue tan grande que pidió que lo bajaran a los 4 segundos. Durante un mes le resultó muy doloroso tragar. Minovici murió en 1941 por una afección de las cuerdas vocales. ¿Consecuencia de sus experimentos?
SIEMPRE HAY UN LADO POSITIVO
Otro científico que sufrió los efectos de la autoexperimentación fue el genetista británico J. B. S. Haldane, al continuar la investigación de su padre sobre la fisiología de los buzos de la Marina inglesa. El padre se había limitado a observar y anotar, pero el hijo decidió comprobar las cosas por sí mismo sometiéndose en repetidas ocasiones a una cámara de descompresión. Su trabajo permitió comprender mejor la narcosis del nitrógeno, pero también le pasó factura: frecuentes convulsiones por intoxicación por oxígeno, varias vértebras aplastadas y tímpanos perforados. Sobre esto último ironizó: “Si hay un orificio en el tímpano [...], se puede expulsar humo de tabaco por la oreja, lo cual representa todo un logro social”.