¡MENUDO TOMATE!
Ingrediente indispensable en las cocinas de todo el mundo, este fruto ha sufrido cambios en su producción que lo han hecho más longevo pero menos sabroso. ¿Algo reversible? Los investigadores confían en que sí.
María duda frente al puesto del mercado al que acude cada viernes. “Ponme un kilo de tomates de esos. No, mejor de aquellos más feíllos, que seguro que son más sabrosos. Serán de campo, campo, ¿no? ¿Seguro? ¡Ay, hijo, no me mires así! ¡Si es que hace años que no pruebo un tomate como los de mi pueblo! Los de ahora saben a corcho”, se queja la mujer.
Y no lo hace en vano. Existe un consenso general sobre que la insipidez de las hortalizas se extiende como una mancha de aceite. Especialmente la del fruto de la tomatera ( Solanum lycoper
sicum), una planta que, según se ha podido averiguar tras secuenciar su libro
de la vida, ha sobrevivido a las grandes extinciones –incluida la que acabó con los dinosaurios y el 75 % de las especies del planeta– y que, ahora, se ve superada por la falta de sabor.
Hubo un tiempo en que eso no pasaba. Hubo un tiempo en que, al llevárnoslos a la boca, los tomates estimulaban todas y cada una de nuestras papilas gustativas, deleitándonos con su gustillo un poco ácido, un poco dulce, un poco umami. Con matices florales y notas verdes, carnosos, aterciopelados.
MAYOR PRODUCTIVIDAD, MAYOR RESISTENCIA, MENOR SABOR
¿Cómo se explica ese cambio radical? “Para empezar, no hemos mantenido una buena genética en nuestros tomates”, explica a MUY Antonio Granell, investigador del Instituto de Biología Molecular y Celular de Plantas Primo Yúfera –centro mixto del CSIC y la Universidad Politécnica de Valencia–. Su mejora se ha centrado en aumentar la productividad de la planta, conferirle resistencia a enfermedades e incluso permitir que se riegue con agua salada y, cómo no, retrasar la maduración para que el fruto no se estropee de camino al supermercado. Excelente. Si no fuera por que en el camino los productores han descuidado su paladar.
Granell, sin embargo, los disculpa. “No se ha hecho con mala intención: es solo que el mejorador de esta hortaliza
suele manejarse con unos pocos caracteres fáciles de evaluar y con una genética relativamente simple”. Pero el sabor es un carácter complejo que depende de muchos compuestos y genes asociados, hasta hace poco ignotos.
“Cuando incorporamos genes de resistencia de especies silvestres relacionadas con el tomate mediante cruces, selección, y luego más retrocruces, es inevitable quedarse con una región del genoma silvestre que afecta –y mucho- al sabor, aunque hasta hace poco lo ignorábamos”, aclara Granell. Para colmo, la mayor parte de las variedades modernas en el mercado son híbridas y llevan una versión del gen rin –el de larga vida–, cuyo fin es retrasar la maduración y permitir a los frutos mantenerse duros más tiempo. Solo tiene una pega, y es que lo hace a costa de frenar el desarrollo del sabor completo típico de un buen tomate.
A esto se suma otro error garrafal: los tomates se recogen muchas veces de la mata en estadio maduro verde para aumentar su vida útil, cuando “si saliesen de la planta en estadio pintón (anaranjado) o pintón avanzado mejoraría significativamente el sabor”, explica Granell. Y, encima, la refrigeración del producto durante el transporte también pone trabas al desarrollo de los compuestos que le dan el sabor específico al tomate.
LA CLAVE DEL SABOR RESIDE EN UN CENTENAR DE REGIONES DEL GENOMA
Así las cosas, ¿qué puede hacer la ciencia para que, como sueña María, los tomates sepan igual que antaño? “Pues lo que tiene que hacer la ciencia es generar conocimiento”, responde, tajante, Granell. De momento, los expertos ya les han hecho la ficha a las moléculas que contribuyen al buen sabor. Concretamente ha sido este investigador quien, junto con un equipo internacional con participación española, china y estadounidense, han identificado dos azúcares, dos ácidos orgánicos y una veintena de compuestos volátiles –de los más de cuatrocientos que se encuentran en el fruto– como responsables del gusto típico a tomate. “Los azúcares y los ácidos constituyen la base sobre la que se edifica el sabor, y activan los receptores gustativos de la boca”, explica Granell. Pero son los compuestos volátiles, detectados por la nariz, los que le confieren sus características diferenciadoras. Lo mejor es que también han identificado las cien regiones –loci, en la jerga genética– del genoma donde están escritas las instrucciones del sabor del tomate. Y han confirmado que la mayor parte de los modernos portan versiones de muchos de dichos genes que son menos eficientes fabricando esos compuestos volátiles que las de los tradicionales.
Lo que viene a continuación parece evidente: hay que hacer todo lo posible para retener los genes sabrosos. Granell y sus colegas ya se han puesto manos a la obra y están desarrollando marcadores genéticos que los mejoradores podrían utilizar para seleccionar aquellos ejemplares que, tras los cruces, no solo porten los genes de resistencia a enfermedades y productividad, sino también las versiones de los genes de sabor superiores. Basta controlar unos pocos de esos cien loci y, voilà!, el gustillo de los tomates volverá a la mesa.
Otra alternativa aún más puntillosa es que, a medida que se conozcan bien
los genes, empecemos a editar el sabor a nuestro antojo. La técnica que lo hace posible ya existe: CRISPR/Cas9, comúnmente conocida como el cortapega genético. Y tiene prendados a investigadores de todo el mundo. No es para menos: resulta barata, fácil de manejar y permite modificar el ADN con la misma soltura con la que editamos textos con un procesador. Esa será la gran revolución. El genetista estadounidense Zachary Lippman ya la ha usado, aunque con otro objetivo: obtener tomates que producen más frutos. Eso sí, hasta dar con la tecla genética exacta que había que tocar ha tenido que estudiar 4.193 variedades de tomates.
ESPAÑA ES UNO DE LOS PRINCIPALES PRODUCTORES MUNDIALES
“Con la información que tenemos ahora, podríamos actuar sobre el gusto del tomate inactivando alguno de los genes y reconduciendo las rutas metabólicas adecuadamente para tener plantas con frutos más sápidos y con más compuestos saludables, que en mi opinión es lo segundo más importante a nivel global”, pronostica Granell. Y lle- ga aún más lejos: “Me atrevería a decir que, en realidad, en el campo de la alimentación de los países desarrollados, es lo más importante”.
No obstante hay un pero, y es que la Unión Europea aún no ha llegado a un consenso sobre cómo usar esta tecnología. “Ha estado posponiendo las reuniones en las que debería mostrar su posicionamiento”, se lamenta el investigador español. En Dinamarca no han esperado, y desde el Gobierno han dado su conformidad para utilizarla en la mejora de plantas, al considerar que no está sujeta a las encorsetadas restricciones de los transgénicos. Otros países, como Italia, han lanzado convocatorias de investigación para desarrollar cultivos con esta técnica.
“España no debería dejar pasar este tren, y convendría posicionarse claramente a favor de su utilización, e incluso fomentar la investigación y la aplicación de CRISPR financiando programas estratégicos en diferentes campos, pero sobre todo en la agroalimentación”, reflexiona Granell.
Solo así evitaremos quedarnos atrás ahora que el sabor del tomate vuelve a ser una prioridad. No hay que olvidar
que España es uno de los principales productores europeos de esta hortaliza, después de Italia. Sin embargo, la principal producción de nuestro país está centrada en variedades que producen frutos uniformes a lo largo de todo el año, insulsos, criados en invernadero a partir de semillas que compramos a empresas holandesas. “La sociedad debería ser consciente de que el desarrollo de variedades propias puede ser tan importante como la independencia energética”, advierte Granell. Gracias a los avances de la ciencia, pronto no hará falta elegir entre tomates apetitosos o rentables. Tendremos un todo en uno: variedades sápidas y, a la vez, resistentes, duraderas y fáciles de producir a gran escala. Mejor si sus semillas son made in Spain.
EL TOMATE ES UN PODEROSO ALIADO PARA COMBATIR EL CÁNCER
Después de todo, ¿por qué resignarnos a depender de Holanda u otros países en un producto tan importante en nuestra gastronomía como lo es la estrella del sofrito? Desde que llegó a Europa desde América, hace más de quinientos años, el tomate ha ganado terreno hasta convertirse en un must de la cocina mediterránea. El gazpacho, el pisto, el pan tu
maca, la fabada asturiana, el salmorejo, la musaca griega, la pasticada croata y la pizza, entre otros platos emblemáticos, llevan tomate en sus recetas.
La omnipresencia gastronómica de esta solanácea tiene consecuencias sobre la salud. Muy positivas, la verdad sea dicha. En gran medida hay que agradecérselo a que concentra altas dosis de licopeno, un poderoso antioxidante que se conserva intacto tras pasar por los fogones. Cuando el licopeno llega a la sangre, fulmina a las toxinas que pueden causar daño a las células y al ADN. Pero, además, si se topa con una célula cancerosa, le planta cara impidiendo que acceda a los vasos sanguíneos. Recorta sus suminis- tros, en definitiva. Eso convierte tanto a la salsa de tomate como al gazpacho en fantásticos escudos protectores frente al cáncer. Sobre todo el de próstata –cuya incidencia se reduce hasta un 18 % con el consumo diario de la popular hortaliza– y el de piel, que puede rebajarse a la mitad según un experimento reciente de la Universidad de Ohio (EE. UU.).
La cosa no acaba ahí. El licopeno también hace descender los niveles de colesterol, mejora el funcionamiento de la capa interna de los vasos sanguíneos y reduce los problemas cardiovasculares. Y como el aceite de oliva potencia la actividad de esta molécula, no hay mejor antídoto natural contra el infarto que un rico sofrito. Además, un solo tomate puede aportar el 40 % del requerimiento diario de vitamina C, nutriente que mejora la elasticidad de la piel, fortalece las defensas, combate el estrés y reduce la hipertensión.
Está claro que el tomate no debería faltar en ninguna mesa. Algo inevitable siempre que dé gusto comérselo. “La base de una alimentación sana pasa por que los alimentos sean sabrosos –subraya Granell–. Las campañas de cinco al día (consumo diario de frutas y hortalizas) solo pueden tener éxito si las frutas y verduras tienen el mejor sabor posible”. e