EL SEXO EN LA EDAD MEDIA
En el Medievo, el cristianismo mandaba y lo carnal era ilícito. Pero la incapacidad de controlarlo todo, permitía escapar de las normas para gozar a fondo del erotismo.
Tras la fatal desaparición de la civilización romana, vino el largo tiempo de decadencia y atraso de la Edad Media, que los libros de historia sitúan entre los años 476 y 1492. En aquella Europa con masas empobrecidas y bárbaros yendo de aquí para allá, el cristianismo fue la única identidad superviviente. Los monasterios se las apañaron para salvaguardar ciertas áreas de la cultura y establecer un poco de orden en los territorios que ocuparon, vapuleados por la guerrera ambición de la nobleza, a menudo iletrada y de origen godo. Esa capacidad organizativa en medio del caos y la estricta moral establecida por su dominante religión es lo que convierte a la Iglesia en la única institución verdaderamente poderosa y transnacional.
La filosofía teocéntrica del cristianismo será la que se imponga y mande: ya no están esos dioses paganos al servicio de los humanos, sino que todo lo que se vi-
LO SEXUAL SE CONVIRTIÓ EN RITO SAGRADO SOLO DEDICADO A TENER HIJOS
ve ha de estar sometido a un único dios. Dentro de esta apretada concepción, en la que el placer tiene poca cabida, el sexo deja de ser una faceta más de la existencia para convertirse en un rito sacralizado del mecanismo reproductivo dentro del ámbito matrimonial. Alcanza así la definición de pecado sus máximas cotas históricas, y toma forma una lacra psicológica que, a lo largo de más de quince siglos, no ha dejado de condicionar las normas sociales y la existencia de las personas.
DESAHOGO CARNAL PARA AHUYENTAR LAS TRISTEZAS DE LA ÉPOCA
El miedo fue el arma invisible entonces, como lo ha sido en casi todas las épocas. El pánico al infierno y a las tentaciones se vio enfatizado por los desaguisados del régimen feudal, las hambrunas y las pandemias. Estas eran favorecidas por la propia pobreza y la insalubridad en esos núcleos urbanos donde había desaparecido el agua canalizada del tiempo romano. Así que si tan miserable era la existencia, ¿qué horror infinito sería la del infierno?
Tanto y tan inevitable espanto condujo a muchos al descreimiento y a la búsqueda de esos placeres prohibidos que sus cuerpos no dejaban de reclamar. Amparadas por la imposibilidad de control, en un mundo tan poco organizado, las costumbres sexuales siguieron su camino natural en bosques, establos e incluso tabernas; y en ciertos momentos y lugares llegarían a ser más libres que, por ejemplo, en la España de la Contrarreforma o en la Inglaterra victoriana.
No obstante, las autoridades eclesiásticas no cejaron en el empeño de imponer su moral, y precisamente los testimonios dejados por esta acción son los que mejor información ofrecen sobre la sexualidad medieval. Dado el analfabetismo generalizado de nobles y plebeyos, el clero tuvo que valerse de medios visuales para dar a conocer los pecados de la carne. Así se valieron de la arquitectura religiosa, especialmente la románica, para exponer en capiteles y canecillos –adornos en el alero del tejado– prácticas y posturas, como la zoofilia, la masturbación o la sodomía, que eran castigadas severamente con torturas e incluso la hoguera y que serían causa de la condena eterna al fuego del infierno. En España se conservan iglesias con este didactismo gráfico, sobre todo en el norte de Palencia y Burgos y el sur de Cantabria, donde se halla uno de los ejemplos más expresivos: la colegiata de Cervatos.
Pero, sin duda, son los escritos de tribunales eclesiásticos y civiles los que mejor idea dan de los distintos placeres eróticos a los que se aplicaba la gente, aun a pesar del riesgo de recibir los castigos que estos mismos textos establecen y describen. Dichos testimonios son sobre todo de la Baja Edad Media, ya camino del Renacimiento, cuando los poderes de clero y nobleza se habían hecho más presentes y, consecuentemente, las infracciones sexuales pudieron ser cada vez más vigiladas. También se han conservado tratados morales, ilustraciones que exhiben sobre todo posturas del coito y determinada literatura que escapó a la censura, como es el caso en España de El libro de buen amor (1330), o del Decamerón (1351) en Italia.
Todos estos documentos traslucen, al
menos en la forma en que están redactados, un concepto de la actividad sexual muy distante de la idea de placer compartido que actualmente por fin se ha impuesto. En aquellos siglos, y bajo el esquema de una sociedad de dominancia y machismo sin ambages, parecía ser más “algo que una persona hacía a otra”, sobre todo el hombre que disfrutaba a costa de la mujer, un noble a costa de una plebeya, un campesino a costa de un animal… Así se concebía incluso en el único sexo lícito y no pecaminoso, el marital, donde la esposa era mera receptora y reproductora.
NADA DE ACROBACIAS. SOLO VALÍA LA POSTURA DEL MISIONERO
Respecto al ámbito conyugal, los mencionados textos jurídicos denominan dialetio al amor fiel y sincero, y honesta co
pulatio, al sexo comedido y casto con fines reproductivos. Más allá de esta definición, esposo y esposa pecaban si abusaban de la cópula o buscaban el placer a través de otras técnicas o posturas que no fuesen la del misionero, la única que la moral cristiana consideraba casta. Hasta el punto de que si una pareja casada era vista en plena cópula con la mujer encima del marido, practicando la penetración anal o entre muslos, la felación o el cunni
lingus, podía ser condenada a años de prisión, dependiendo del tribunal y de las circunstancias del caso. Altos nobles y clérigos recibían castigos mucho menos severos.
Por supuesto que la virginidad era condición insalvable antes del casorio, sobre todo en el caso de las mujeres, y suponía, dentro de la teoría cristiana, la vuelta a la vida anterior al “pecado original”. Por eso, el deseo sexual en sí era visto y vivido como una enfermedad del cuerpo y del alma. En el tratado médico filosófico
De secretis mulierum, escrito a finales del siglo XIII, se asegura lo siguiente a este respecto: “Los actos sexuales reproductivos indebidos son causa de defectos de nacimiento; alguna monstruosidad es causada por una forma irregular de coito”.
Fornicación es la dura y sonora palabra que se usó entonces, y durante varios siglos más, cuando este nefasto apetito incurría en el adulterio, delito gravísimo contra los principios cristianos, condenado incesantemente en textos y sermones, y castigado con penas mayores, especialmente si era cometido por una mujer, aunque el derecho canónigo lo contemplase igualitariamente. El filósofo inglés Geoffrey Chaucer (1343-1400) afirma que la adúltera “roba su propio cuerpo a su marido y lo entrega a un lujurioso, lo profana, y roba su alma a Cristo y la entrega al diablo”.
De hecho, el marido traicionado tenía autorización tácita para matar tanto a la esposa adúltera como a su amante. Así ocurrió con un vecino de Úbeda, Juan de Zambrana, en 1479: “Mató a Elvira de la Torre su muger e a su criado porque los halló en uno hasiendo la maldad”.
LAS CRISIS SE ARREGLABAN PIDIENDO PERDÓN POR LOS CUERNOS
La Iglesia luchó siempre contra estas sangrientas venganzas, y se conservan las llamadas cartas de perdón de cuernos, con las que se instaba a retomar la vida en común. Y es que la institución se vio muy a menudo forzada a mitigar su rígida normativa ante la incontrolable realidad social. Así pasó que hizo la vista gorda ante la llamada barraganía o convivencia aceptada de hombre y mujer no casados, situación que abundaba en todos los estratos sociales, incluido el propio clero.
Hubo casos en los que estas parejas, con hijos o sin ellos, suscribieron una suerte de contrato convivencial ante notario. Fue una fórmula que funcionó en la Alta Edad Media, pues posteriormente esta permisividad se vería limitada, aunque prevalecería, como se ve en el escrito firmado en 1479 por los sevillanos Juan García e Isabel García: “Son de acuerdo de faser vida
“SI SE EXPULSA LA PROSTITUCIÓN DE LA SOCIEDAD, SE TRASTORNA TODO A CAUSA DE LAS PASIONES”, DECÍA SAN AGUSTÍN
en uno casy maridablemente”. En los siglos XIV y XV ya se habla más de mancebía, dándole una mayor connotación de pecado. Mancebas eran las mujeres que vivían con hombres sin casamiento de por medio, pero también las amantes de hombres casados o de clérigos, por lo que el término permanecería en el léxico castellano durante siglos.
En realidad, la palabra manceba se asimilaría cada vez más a la prostitución, condenada por el cristianismo en cuanto a ser pura fornicación, pero tolerada tácitamente por autoridades eclesiásticas y civiles por ser considerada en mal necesario. Incluso hubo algún teórico que argumentó en su favor por aplacar la lascivia masculina y proteger así a las esposas virtuosas. El mismísimo san Agustín de Hipona declara: “Si se expulsa la prostitución de la sociedad, se trastorna todo a causa de las pasiones”. Y en 1358, ante la polémica causada por las numerosas prostitutas en Venecia, el Gran Consejo de la ciudad se lavó las manos declarándolas “absolutamente imprescindibles”.
En la España de entonces, el barrio rojo más famoso de todos era el de la ciudad de Valencia, donde, como en tantos otros lugares, se situaba extramuros y solía pasar controles semanales, sobre todo por miedo a las pandemias. Fue el rey Jaime II quien, en 1321, ordenó la construcción de esta área de placer valenciana, que llegó a ser una de las principales en el Mediterráneo, debido a la belleza y la profesionalidad de sus meretrices, que no eran nada baratas y que, bien ataviadas, esperaban a la clientela sentadas a la puerta de sus pequeñas casas. Había también tiendas, tabernas y patios donde se celebraban todo tipo de fiestas, sin faltar nunca en ellas los goces eróticos. Del pacífico y placentero ambiente allí reinante, vigilado por fornidos guardas contratados, da buena cuenta el viajero alemán del siglo XV Hieronymus Münzer: “Es también su costumbre el pasear por las calles, hasta bien entrada la noche, hombres y mujeres en tal cantidad que parece una feria. Y sin embargo nadie es ofendido por otro”.
EN LOS SIGLOS TEMPRANOS HABÍA JÓVENES ESCLAVOS DE USO SEXUAL
Lugares como este célebre lupanar valenciano eran islas de tolerancia, incluso para la homosexualidad, condenada por la religión y denostada por toda la sociedad como quebranto de la virilidad. Los castigos por el amor carnal entre hombres o entre mujeres podían ser ciertas mutilaciones y también la muerte en la hoguera. En caso de alto clero o nobleza, se llegaba a pasar por alto, pero cuando se trataba de sencillos sacerdotes se los metía en una jaula colgada, en la que a menudo morían de hambre.
De mujeres se conocen pocos casos, debido a que la existencia femenina era mucho más resguardada y discreta. Si se trataba de hombres, la palabra empleada era
sodomía, pecado contra natura y contra la hombría que gozó de cierta tolerancia en la Alta Edad Media, acaso por el eco superviviente del mundo romano, pero que, a medida que avanzaban los siglos y el control, fue siendo cada vez más condenado (hasta prácticamente el siglo XX).
De hecho, en los siglos más tempranos seguía habiendo esclavos jóvenes con fines sexuales, aunque por otra parte hubiese regulaciones, como la dictada por el rey godo Chindasvinto (642-653), que imponían el castigo de castración a los sodomitas.
Tan grave como la homosexualidad era considerado el pecado de la masturbación, por considerar que malgastaba la semilla de la gestación, aunque los castigos no eran tan severos. Treinta días de oraciones y ayuno solía ser lo más habitual. Es santo Tomás de Aquino (1225-1274) quien en su libro Summa Theologiae tipifica este pecado y, ya en el siglo XV, el teólogo francés Jean Gerson (1363-1429), en su tratado
De Confessione Mollities, alecciona a los sacerdotes para que impulsen a estos pecadores a confesarse de sus “tocamientos indebidos”.
A PAN Y AGUA DURANTE UN AÑO POR DISFRUTAR DEL CONSOLADOR
No hay descripciones explícitas de masturbación femenina, pero de su obvia existencia dan cuenta los castigos prescritos para quien hiciese uso de lo que hoy llamamos consolador, que consistían en ayuno a pan y agua durante un año. Se piensa que dicho artilugio se elaboraba sobre todo a base de madera, a veces envuelta en intestinos de animales para proveerle de más suavidad y lubricación. Por la misma razón, era este el material usado en los rústicos condones, que seguían siendo iguales que en la Antigüedad. Como similares a aquellos remotos tiempos eran asimismo las pócimas usadas como afrodisiacos, abortivos y para curar la impotencia, padecimiento que podía dar lugar a la disolución legal del matrimonio.
Y mientras las triquiñuelas y argumentos del pecado enredaban cada vez más la sexualidad en la vieja Europa, durante esos siglos medievales el asunto, al parecer, se vivió de forma menos limitada y más feliz en otras latitudes y culturas. Por ejemplo, entre los pueblos mesoamericanos, prácticas como la masturbación o la homosexualidad carecían de importancia y a menudo estaban incluidas en rituales de adolescencia y juventud. No obstante, al adulterio sí se le atribuía una gravedad como la occidental, y algunos de estos pueblos lo castigaban con la muerte. La infidelidad fue también castigada en el mundo musulmán medieval, que, al parecer, fue más tolerante que el cristianismo con otras manifestaciones sexuales. Es lo mismo que ocurría en China supuestamente hasta la llegada de los colonizadores europeos, que acabarían imponiendo su rigor moral, como así también sucedería en África.
Luces y sombras por todos lados. También en Europa, pues, entre tanta rigidez y oscuridad, hubo quien se atrevió a quedar al margen de toda esa negatividad en torno a los placeres carnales. Es el caso del médico francés Bernard de Gordon (1270-1330), quien, en su obra Lilium Medicinae, ensalza lo beneficioso que para la salud general es el sexo –eso sí– moderado.
LA REPRESIÓN AUMENTÓ DESPUÉS DEL CONCILIO DE TRENTO
Pero a pesar de que el Medievo se ha llevado la fama de infierno sexual, la severidad moral de la Iglesia y de las autoridades civiles fue más dura, intolerante y punitiva llegado el Renacimiento. Los dogmas más rígidos se asentaron en el Concilio de Trento (1545-1563), que no consiguió la reunificación cristiana tras la escisión protestante, pero sí reafirmó el catolicismo más intransigente.
Por otra parte, el desarrollo político, económico y de las comunicaciones permitió que leyes de toda índole llegasen a todas partes. El control acabaría paulatinamente con la relajación sexual que el caos medieval había hecho posible. En el mundo católico esta represión se radicalizaría con la creación de la Inquisición, que tuvo sus réplicas –iguales o peores– en el ámbito protestante, en base al seguimiento férreo de las Sagradas Escrituras. Toma forma así el entramado moral que ha reprimido sin concesiones la sexualidad durante cientos de años, prácticamente hasta las últimas décadas del siglo XX.