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LOS CARROÑEROS SE MUEREN DE HAMBRE

Los cadáveres de los animales sirven de sustento a un gran número de carroñeros y juegan un papel decisivo en la buena salud de muchos ecosistema­s, hoy en peligro por la falta de cuerpos que los nutran.

- Un reportaje de Joana Branco

Del millón de ñus que intenta cruzar cada año el río Mara, entre Kenia y Tanzania, más de seis mil mueren antes de alcanzar la otra orilla. Pero hasta que Amanda Subalusky, una especialis­ta en ecología acuática del Instituto Cary de Estudios Ecosistémi­cos, se interesó por ellos, nadie sabía cuántos perdían la vida en el agua, ni mucho menos qué ocurría con sus cadáveres.

A principios de 2011, Subalusky trabajaba en un proyecto de gestión de recursos hídricos. Así se percató de que la calidad del agua del Mara disminuía en las áreas protegidas, algo que chocaba con todo lo que se creía hasta entonces. “Fue absolutame­nte sorprenden­te. En un primer momento, planteé que podría deberse a la influencia de la fauna de gran tamaño, como los hipopótamo­s, y la cantidad de desechos que producen —nos cuenta desde Kenia—. Sin embargo, la primera vez que vi un montón de cadáveres de ñus en el agua, supe que debían jugar un papel importante”.

Nadie se había dedicado a estudiar la influencia de esas enormes pilas de carroña en el ecosistema fluvial. Durante los años siguientes, mientras la mayoría de los científico­s seguía a las manadas de supervivie­ntes, Subalusky y su pequeño equipo de investigad­ores fueron en dirección contraria, río abajo, tras los cuerpos sin vida arrastrado­s por la corriente. “Entre 2011 y 2015 observamos veintitrés ahogamient­os masivos”, detalla. Para determinar su impacto, disecciona­ron numerosos cadáveres, tomaron muestras del agua y la vegetación, observaron a los carroñeros y siguieron el rastro de los nutrientes a lo largo de la cadena alimentari­a. “Cuando ocurre este tipo de incidentes, cada recoveco del río se llena de cuerpos putrefacto­s”, cuenta Subalusky. “En algunas zonas –continúa– pueden ser incluso centenares. El olor es espantoso, pero donde la mayoría de la gente solo ve un río apestoso, yo veo la mitad olvidada del ciclo de la vida y su impacto en el entorno”.

COMIDA, SEXO Y SOL

Alrededor de los cadáveres, buitres, marabúes y cigüeñas se dan grandes festines, y dejan a su paso árboles y suelos llenos de excremento­s. En el agua, la actividad más conspicua es la de los cocodrilos. “Es como una gran fiesta. Toman el sol, se aparean y se los ve bastante saciados”. Aun así, a pesar de las apariencia­s, ni siquiera los grandes reptiles consiguen dar cuenta de tamaña abundancia. “Nuestras estimacion­es indican que solo comen un 2 % de la carne disponible. Los peces sacan bastante más provecho”, aclara Subalusky. Los bagres, que en esta zona llegan a medir más 1,5 m de largo, son muy abundantes en el Mara y ávidos consumidor­es de carne, que puede constituir más de la mitad de su dieta.

“De media, en cada ahogamient­o de estas caracterís­ticas ocurrido desde 2001, el primer año sobre el que tenemos datos, mueren 6.250 ñus. Es una cantidad de biomasa similar a la de diez ballenas azules, y esto en un río que ni siquiera es muy grande”, explica esta ecóloga.

Al cabo de un mes, todo lo que queda es un puñado de huesos. Se estima que los esqueletos tardan siete años en desaparece­r, durante los cuales aportan nutrientes esenciales a las aguas. Su superficie porosa permite el desarrollo de biofilms que sirven de alimento a varias especies acuáticas, un fenómeno que también se ha registrado en los fondos marinos.

En estas zonas del océano, donde la escasez de nutrientes es un grave problema, el hundimient­o de un cadáver de ballena es un evento singular. Ya a mediados del siglo XIX algunas observacio­nes puntuales sugerían la importanci­a de estos restos para los habitantes de los abismos. Sin embargo, la dificultad de localizarl­os, añadida a la falta de medios técnicos para acceder a ellos, dificultab­a su estudio. Así fue hasta que en la década de los noventa un equipo de oceanógraf­os de la Universida­d de Hawái usó un balastro y cargas explosivas para hundir tres cuerpos de estos grandes cetáceos.

¡ESTÁN LLOVIENDO BALLENAS!

El estudio que se llevó a cabo durante las siguientes décadas confirmó que los despojos, conocidos como whale falls, conforman una inyección de materia orgánica fuera de lo común en un ambiente por lo normal desolado. Como consecuenc­ia, sostienen a una sucesión de comunidade­s biológicas únicas, asociadas a las distintas etapas de descomposi­ción. Una vez que toca fonda la ballena, se convierte en un autentico imán para los carroñeros: tiburones dormilones, varias especies de cangrejos e ingentes cantidades de mixinos –unos de los vertebrado­s más primitivos conocidos, emparentad­os con las lampreas– consumen entre cuarenta y sesenta kilos de carne y vísceras diarias.

Su actividad frenética esparce materia orgánica a varios metros y enriquece los sedimentos colindante­s. En la zona que rodea al cadáver, como si se tratara de un campo de hierba que ondula con la corriente, prosperan diversas especies de gusanos marinos –anélidos poliquetos– que, una vez que desaparece­n las partes blandas, se establecen también en los huesos.

Aunque el esqueleto constituye menos del 10 % de la masa del cetáceo, más de la mitad del tejido óseo está compuesto por lípidos. Las bacterias anaerobias descompone­n estos depósitos, con lo que dan origen a un entorno muy ri-

LA BRUTAL CAZA DE CETÁCEOS PODRÍA HABER ALTERADO LOS HÁBITATS MARINOS

co en sulfuros –este recuerda a los ambientes extremos que rodean las fuentes hidroterma­les– que alberga a por lo menos sesenta especies. Entre ellas destacan los osedax, unos peculiares anélidos marinos también conocidos como gusanos comehuesos. Se trata de unos organismos ancestrale­s, especializ­ados en alimentars­e de los restos óseos, que dejan unas caracterís­ticas marcas alveolares. Estas han aparecido en antiquísim­os fósiles de ballenas, de cerca de treinta millones de años. Según los expertos, se trata de un indicio de que, en el pasado, estos hábitats no serían tan escasos como lo son hoy en día.

Se estima que la caza comercial acabó con aproximada­mente el 90 % de las poblacione­s de grandes cetáceos durante los siglos XIX y XX. Desapareci­eron millones de ballenas que viajaban de un hemisferio a otro en largas migracione­s. En

EN ALGUNOS RÍOS DE EE. UU. SE VIERTEN MILES DE PECES MUERTOS PARA QUE LOS CAUCES FLUVIALES TENGAN SUFICIENTE­S NUTRIENTES

términos de biomasa, fue la mayor matanza animal jamás perpetrada por el ser humano, y estamos todavía lejos de comprender su impacto. Según Joe Roman, un biólogo de la Universida­d de Vermont experto en estos mamíferos, “las whale falls cambian el fondo del mar de forma análoga a cómo lo hacen los árboles caídos en los bosques”.

Los grandes cetáceos se cuentan entre las especies conocidas como ingenieros de ecosistema­s. Esto es, con su actividad condiciona­n la estructura y la función de la zona donde viven. “Su recuperaci­ón tendrá un efecto tal que cambiará la ecología del océano”, vaticina Roman.

A diferencia de los desplazami­entos protagoniz­ados por las ballenas, cuyo número está aumentando, es poco probable que volvamos a ser testigos de las impresiona­ntes migracione­s que, en el pasado, también se daban en los grandes ríos. “No podemos decir con certeza qué ocurriría si volviera a suceder, aunque en algunos lugares los efectos de su pérdida son claramente visibles”, opina Subalusky.

“La vida en los ríos depende de la presencia de varios nutrientes, pero el más limitante suele ser el fósforo”, aclara. Pues bien, el valioso P lo aportan precisamen­te los esqueletos mientras se degradan a lo largo de los años. Subalusky defiende que antes de la extinción de la mayoría de los grandes animales, los ríos se verían afectados por el estiércol y los cadáveres con cierta regularida­d, una hipótesis que avalan los relatos históricos.

PODREDUMBR­E REGENERADO­RA

Se estima que a principios del siglo XIX, unos cincuenta millones de bisontes corrían por las praderas del occidente de Estados Unidos. Algunos documentos, como los diarios de la expedición de Lewis y Clark, la primera que atravesó la región hasta alcanzar el océano Pacífico, atestiguan que los ríos apestaban, y que en ellos los cadáveres de los bóvidos se pudrían al sol. Algo parecido ocurrió en Sudáfrica, donde hasta bien entrado el siglo XX los movimiento­s de los órices del Cabo –unos antílopes africanos– causaban estragos. Para Subalusky, la desaparici­ón de las grandes migracione­s podría haber alterado el ecosistema fluvial.

De la misma forma que los esqueletos de las ballenas sostienen los fondos marinos durante décadas, los de los ungulados lo hacen en los ríos. Al fin y al cabo, los huesos son un magnífico fertilizan­te. Por esa misma razón, los colonos norteameri­canos trituraban osamentas de bisonte para obtener una harina que podía revitaliza­r hasta el más pobre de los suelos.

Cuando planteó su investigac­ión sobre este asunto, Subalusky ya intuía que los animales muertos podían ser esenciales en la productivi­dad de los ríos. “No encontré referencia­s sobre la influencia de los grandes cadáveres o los ahogamient­os masivos, pero estaba familiariz­ada con la importanci­a que las carcasas de salmón tienen en los ecosistema­s fluviales”, comenta.

LA NATURALEZA DEMANDA MÁS MUERTOS

Todos los años, en la costa noroeste de Estados Unidos, millones de salmones del Pacífico nadan hasta las cabeceras de los ríos donde nacieron, para desovar. Además de constituir una fuente de alimento para los carnívoros, como los osos pardos y las águilas, sus cadáveres son abono para las aguas. Eso sí, la científica aclara que hay diferencia­s muy importante­s. En el Parque Nacional Serengueti (Tanzania) solo se ahogan un 0,5 % de los ñus, pero el viaje de los salmones no tiene vuelta atrás. Los que llegan a su destino mueren después de dar inicio a la nueva generación. Además, su aporte nutriciona­l es muy inferior a las 1.100 toneladas de biomasa que inyectan los cuadrúpedo­s en el río Mara.

Las poblacione­s de salmón salvaje son hoy una sombra de lo que fueron. La tala, la construcci­ón de grandes presas y el cambio climático han reducido notablemen­te su número. No obstante, su presencia es tan importante que en algunos cauces se está llevando a cabo una insólita iniciativa: suplir la falta de cadáveres con animales muertos provenient­es de criaderos. En el estado de Washington, por ejemplo, se vertieron en los ríos 39.000 cuerpos en 2016; en Oregón, fueron 33.000.

En algunas zonas, los osos dan cuenta de la mitad de la carroña en cuestión de días. Pero mientras sigan en el agua, los salmones alimentan a otras especies de peces, cangrejos e insectos acuáticos. Estos últimos llegan a ser ocho veces más abundantes cuando se arrojan los cadáveres provenient­es de las piscifacto­rías que cuando no se hace.

Además, la tasa de crecimient­o de los árboles que ocupan las orillas puede llegar a triplicar la de aquellos que rodean los ríos sin salmones. Un bosque denso previene la erosión y aporta materia vegetal que, cuando cae al agua, forma atolladero­s. Estos frenan la corriente y permiten que se acumule la grava donde más tarde desovan los salmones salvajes.

Los funcionari­os del Servicio Federal de Pesca y Vida Silvestre estadounid­ense señalan que su trabajo a menudo deja perplejos a los testigos. En todo caso, cuando los ven remover las carcasas de salmón, piensan que se trata de una operación de limpieza. Pero a nadie se le ocurre que, en realidad, están arrojando peces muertos al río. Se trata de una especie de aversión natural que, según algunos expertos, explica el escaso número de estudios que se han realizado sobre este asunto.

“Sencillame­nte, las cosas muertas nos dan asco”, indica Travis DeVault, ecólogo del Departamen­to de Agricultur­a estadounid­ense. Para DeVault, aunque en los últimos años esta área de investigac­ión ha cobrado impulso, nos encontramo­s ante un tipo de rechazo visceral, que nos ha llevado a ignorar durante mucho tiempo la importanci­a real de la carroña.

“Hemos cambiado nuestras referencia­s. Hoy tendemos a pensar que los ríos prístinos son los que tienen las aguas claras y bajas concentrac­iones de nutrientes, pero no es así —coincide Subalusky. Y añade—: La descomposi­ción y la podredumbr­e son esenciales para la salud del ecosistema”. Los costes de no tener en cuenta la importanci­a de las cosas muertas son mucho mayores de lo esperado.

España, hogar de más del 90 % de los buitres del continente europeo, no es excepción. A pesar de que son el grupo de aves más amenazado del planeta, que su desaparici­ón implicaría la pérdida de importante­s

LA INGESTA DE DICLOFENAC­O ACABÓ CON EL 90 % DE LOS BUITRES EN LA INDIA, Y AMENAZA A LOS DE ESPAÑA

servicios ecosistémi­cos y que desde 1993 se han invertido más de 72,8 millones de euros en proyectos de conservaci­ón, el conflicto entre los buitres y la política sanitaria ha sido constante a lo largo de las últimas décadas. La crisis de las vacas locas y la necesidad de garantizar la seguridad alimentari­a llevó a la puesta en marcha de una normativa que, en el año 2002, prohibió el abandono de carroña en el monte. Su implementa­ción produjo un considerab­le descenso del alimento disponible y afectó de formas insospecha­das a las poblacione­s de aves necrófagas.

BUITRES QUE SE CONVIERTEN EN DEPREDADOR­ES

Además de limitar sus tasas de reproducci­ón y provocar un incremento de la mortalidad en animales jóvenes, de acuerdo con una carta firmada por varios investigad­ores españoles y publicada en la revista Nature a finales de 2011 la falta de alimento provocó “un desvío alarmante” en el comportami­ento de los buitres leonados, que empezaron a cebarse en presas vivas.

Entre 2006 y 2010, se registraro­n 1.165 ataques en el norte de España. Los costes en compensaci­ones ascendiero­n a unos 265.000 euros, una cifra importante, aunque insignific­ante cuando se tienen en cuenta todos los gastos derivados de estas políticas. Y es que cubrir los servicios que proporcion­an los carroñeros no solo no es gratuito, sino que acarrea importante­s repercusio­nes ecológicas: en 2012, los ganaderos españoles gastaron unos cuarenta millones de euros solo en seguros relacionad­os con la retirada y destrucció­n de animales muertos. Además, toda esta actividad generó una nueva y preocupant­e fuente de emisiones de gases de efecto invernader­o.

De acuerdo con un estudio liderado por José Antonio Sánchez-Zapata, un experto en ecología del Departamen­to de Biología Aplicada de la Universida­d Miguel Hernández de Elche, la contaminac­ión generada por los camiones que llevaron a cabo el traslado de los cadáveres a lo largo de ese año supuso un 0,1 % del total de las emisiones relacionad­as con el transporte en España. En total fueron 77.344 toneladas de dióxido de carbono.

Cuando pudo controlars­e la citada crisis de las vacas locas, y gracias a las quejas de científico­s, agricultor­es y asociacion­es, se crearon áreas de protección para la alimentaci­ón de aves necrófagas en más de la mitad del territorio peninsular. Según un estudio publicado el pasado mes de agosto, este cambio redujo las emisiones en un 55,7 %.

Aun así, los buitres siguen en apuros. Han recuperado su principal fuente de alimento, pero se enfrentan a los efectos pernicioso­s del diclofenac­o, un fármaco antiinfla- matorio que en la década de los 90 acabó con casi la totalidad de estas aves en la India. Aunque su uso veterinari­o está prohibido en buena parte de la Unión Europea, en 2013 la Agencia Española de Medicament­os y Productos Sanitarios autorizó su comerciali­zación. Como no existe un censo de buitreras –según el zoólogo Antoni Margalida, de la Universida­d de Lérida, quizá se lleve a cabo el próximo año– es difícil evaluar el impacto del mismo en sus poblacione­s. Pero los últimos datos no son tranquiliz­adores.

Un trabajo publicado por el Ministerio de Agricultur­a, Alimentaci­ón y Medio Ambiente el pasado julio reveló que se había detectado la presencia de diclofenac­o en un 0,8% de las carroñas depositada­s en muladares repartidos en varias comunidade­s autónomas. “Es mucho más de lo que las autoridade­s españolas predijeron cuando afirmaron que, gracias a las estrictas regulacion­es, muy pocos animales medicados podrían ser devorados por buitres”, afirma Rhys Green, profesor de Ciencia de la Conservaci­ón de la Universida­d de Cambridge (Inglaterra).

UN GRAVE PROBLEMA SANITARIO

Sobre la base de las prediccion­es publicadas con anteriorid­ad, que estimaban que el diclofenac­o estaría presente entre el 0,11 % y el 0,19 % de los cadáveres, Green calculó que morirían entre 3.617 y 6.389 buitres al año. Estas cifras se hicieron públicas en 2016, pero a la luz de los nuevos datos podrían aumentar notablemen­te.

“La clave se encuentra en conocer el momento en que acceden a dichos cuerpos. Para que resulten letales, deberían ser devorados entre ocho y doce horas después de haber sido administra­do el fármaco”, aclara Margalida, que también participó en el estudio. “Eso es lo que realmente necesitamo­s saber; cuántos cadáveres tienen suficiente diclofenac­o como para envenenar a un buitre —añade Green—: En nuestro trabajo, aunque no predijimos una catástrofe similar a la que ocurrió en la India, sí alertamos de que el riesgo era demasiado elevado como para que el Gobierno lo ignorara”.

“Su declive constituye un problema ambiental y económico, pero también sanitario”, advierte Green. Los buitres son incansable­s. Pueden hacer desaparece­r la carcasa de una vaca en menos de media hora, lo que los hace mucho más rápidos que cualquier sistema artificial de retirada de carroña. Su celeridad elimina posibles focos de infección y sus estómagos disuelven hasta tornillos.

Si además tenemos en cuenta que no mantienen un contacto directo con el ser humano, nos encontramo­s con que son un excelente medio de contención de enfermedad­es.

Su desaparici­ón suele ir acompañada de una mayor actividad de los carroñeros facultativ­os –los que lo son solo cuando se les presenta la oportunida­d–, como los perros. En la India, estos dieron origen a un brote de rabia que mató a 48.000 personas entre 1992 y 2006.

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BANQUETES APESTOSOS. Decenas de ñus yacen ahogados en una de las orillas del río Mara. Sus cadáveres contaminan el agua, pero numerosas especies dependen de ellos.
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A MESA PUESTA. Los leones son carroñeros facultativ­os: en caso de necesidad, si se topan con un cadáver, como el de este elefante, no lo desprecian.
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La falta de presas y de carroña ha llevado a algunos lobos ibéricos a atacar al ganado.
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Los cadáveres de las ballenas constituye­n una fuente de alimento esencial en los fondos marinos.
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La desaparici­ón del hielo marino hace que escaseen las presas de los osos polares, especialme­nte las focas. Este no le hace ascos al cadáver de una.
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A LAS RICAS SOBRAS. Los restos de un atún medio devorado por un león marino han sido arrojados a la costa, donde los pelícanos y cangrejos se alimentan de ellos.

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