Imágenes en movimiento
Investigando en las pinturas rupestres, el paleontólogo y cineasta Marc Azéma sugiere una idea sorprendente: iluminadas de cierta manera, no son dibujos de varios animales, sino la secuencia de uno solo que se mueve.
El arte egipcio, que duró tres mil años, es una moda pasajera en comparación con las pinturas rupestres
De niños todos hemos vivido en el interior de una cueva prehistórica, en la que la luz y la sombra proyectaban formas de animales en las paredes. Cuando se iba la luz eléctrica y se encendían las velas, cosa nada infrecuente en la España rural de mi infancia, los mayores aprovechaban para asombrarnos formando con las manos, mediante una técnica que sin duda tendría una antigüedad de muchos milenios, la cabeza de un pato, la de un burro con las orejas levantadas, el perfil afilado del hocico de un perro. Una simple mano extendida en horizontal y con el pulgar levantado era una cabeza indudable de animal moviéndose en la pared, en el foco misterioso de la luz.
Una leyenda griega sobre el origen de la pintura tiene que ver con esos juegos de sombras.
La noche antes de separarse de su amante, una joven de Corinto hace que él se ponga delante de una luz y dibuja su contorno en la pared, y así puede compensar su ausencia física con una imagen a la vez verdadera y fantasmal que sostiene el recuerdo. Es muy sugestiva esta conexión entre dos de las tres fundamentales innovaciones cognitivas del ser humano, o prehumano: junto al dominio del fuego y la invención del arte, quizás solo el lenguaje tiene la misma relevancia en el devenir de nuestra especie. El arte y el lenguaje son, con casi total seguridad, invenciones del Homo sapiens, y es muy probable que estuvieran desarrolladas plenamente hace unos cuarenta mil años. El fuego fue dominado por el Homo erectus setecientos mil años atrás. Su relevancia para la alimentación y para la supervivencia ha sido muy estudiada, pero haría falta también saber algo sobre la influencia que tuvo el fuego sobre las imaginaciones de los remotos antepasados nuestros que lo domesticaron. Sin duda es una ventaja crucial el poder nutritivo de los alimentos tratados con el fuego y la seguridad nocturna que permite al ahuyentar a los animales de presa. Pero el hecho de ver en la oscuridad, de reunirse en torno a las llamas y contemplar las sombras proyectadas y las variaciones caprichosas de iluminación que favorecen las llamas, sin la menor duda influyó en las capacidades mentales y en los vuelos imaginativos de aquellos humanos en ciernes.
El fuego y el arte, o las representaciones visuales,
para ser más exactos, están más estrechamente ligados que nunca en las cuevas prehistóricas, en esa escuela incomparable de pintura que tiene su ejemplo más temprano en Chauvet y culmina, que sepamos, en Altamira. Ninguna otra tradición estética ha durado tanto. Por comparación con la escuela de pintura de las cuevas del sur de Francia y el norte de España, el arte egipcio, que abarca un periodo de cerca de tres mil años, es una moda pasajera. Hemos dado por supuesto siempre que los pintores de Chauvet, de Lascaux y de Altamira pintaban alumbrándose con lámparas de grasa animal. Muchas de ellas se han encontrado, y también rastros de antorchas, y hasta de hogueras.
Lo que está empezando a ser investigado
ahora va un paso más allá: no la utilidad práctica de la iluminación artificial para el trabajo de los pintores, sino el papel que jugaría después en la contemplación de las obras. Cuando Lascaux se descubrió, a principios de los años cuarenta del siglo pasado, se encontraron lámparas distribuidas por toda la cueva, pero nadie tuvo cuidado de determinar y dejar constancia de sus lugares exactos. Marc Azéma, un paleontólogo y cineasta que trabaja en Toulouse, lleva años investigando el papel de la iluminación en las cuevas, y ha llegado a una hipótesis sorprendente y muy tentadora, fijándose sobre todo en esas secuencias de perfiles de animales casi idénticos que suelen interpretarse como representaciones de manadas. Iluminadas de cierto modo, con una lámpara en movimiento, dice Azéma, esas secuencias no son dibujos de varios animales, sino imágenes sucesivas de uno solo, que permitirían la ilusión del movimiento del animal sobre la pared, igual que en una secuencia de dibujos animados. No se verían varios caballos, o varios bisontes, o rinocerontes, sino uno solo, prodigiosamente cobrando vida, avanzando sobre la pared, en esa profundidad de una cueva a la que se entraría sin duda en un estado de sobrecogimiento. Sombras humanas y figuras de animales se moverían sobre las paredes irregulares, criaturas del submundo que desaparecerían en cuanto se hiciera de golpe la oscuridad.
Tal vez la imagen en movimiento es tan antigua como los relatos orales.