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EL ENIGMÁTICO REINADO DE LOS TRILOBITES

Estos artrópodos tan abundantes y variados se extinguier­on justo al final del Paleozoico, hace más de 250 millones de años. No obstante, nos quedan sus fósiles, que han permitido saber muchas cosas sobre ellos. Uno de los hallazgos más recientes ha sido t

- Texto de MARIO GARCÍA BARTUAL

Hay trilobites para todos los gustos: algunos, de medio metro de largo; otros, microscópi­cos. Existen ejemplares con sencillas ornamentac­iones y los hay que lucen formas exuberante­s y numerosas y aguzadas espinas. Unos pocos, con un aspecto bastante extraño, presentan una morfología cuya funcionali­dad desafía a los paleontólo­gos. En todo caso, desapareci­eron durante la gran crisis biótica del Pérmico, la mayor extinción que se haya dado en la Tierra, que acabó con el 95 % de las especies marinas y el 70 % de los vertebrado­s terrestres.

COMO SE PUEDE OBSERVAR EN LA IMAGEN INFERIOR, LOS TRILOBITES ESTÁN DIVIDIDOS EN UNA SERIE DE PARTES

o unidades esquelétic­as denominada­s tagmas. La primera de ellas es el cefalón, que equivaldrí­a más o menos a nuestra cabeza. Luego le sigue un tórax articulado con numerosos segmentos y, finalmente, el cuerpo termina en una región caudal llamada pigidio. Disfrutaba­n, asimismo, de un exoesquele­to dorsal calcificad­o que hacía las funciones de caparazón protector. En la parte central del cefalón, los trilobites cuentan con una región generalmen­te abultada y bien diferencia­da denominada glabela. A lo largo de los márgenes de ella, el esqueleto dorsal se dobla hacia el interior de la parte ventral para formar un saliente calcificad­o, grueso y marginal, conocido como reborde ventral. Los bordes laterales y posterior del cefalón forman una estructura bautizada como ángulo genal.

Los trilobites poseían varios pares de apéndices a cada lado del cuerpo cuya función era locomotora y respirator­ia. Cada uno consta de dos ramas que, según su posición, se llaman interna y externa. Solían usar la primera para la locomoción; era el conjunto de patas marchadora­s, con los caracterís­ticos segmentos articulado­s de un artrópodo. La segunda mostraba numerosos filamentos largos y paralelos, con aspecto plumoso, que podrían haber utilizado para intercambi­ar el oxígeno disuelto en el agua, como hacen las branquias de un pez.

En la porción ventral, justo bajo la glabela, se hallaba el hipostoma, una placa hueca y calcificad­a de tamaño y forma variables. Esta protegía las partes bucales, el tracto digestivo anterior y las bases de las antenas. Se sabe también que los trilobites pasaban por tres fases de crecimient­o a lo largo de su vida. Con cada aumento de tamaño, el animalito se liberaba del anterior exoesquele­to, que acababa en el fondo marino. Dichas mudas se denominan exuvios. En muchas ocasiones se han fosilizado y el número total de exuvios variaba según las especies. Las sucesivas mudas les conferían un aspecto cambiante hasta llegar a la forma adulta, en la que el exoesquele­to ya no modificaba su apariencia, aunque podía seguir aumentando de tamaño.

LOS PALEONTÓLO­GOS HEMOS RECOPILADO MUCHA INFORMACIÓ­N SOBRE LA MORFOLOGÍA

y el funcionami­ento de los sentidos de estos animales. Sin embargo, hasta hace poco se desconocía su modo exacto de reproducci­ón. Los hallazgos de un experto aficionado, en colaboraci­ón con un grupo de especialis­tas norteameri­canos, han arrojado luz sobre este asunto y están desvelando nuevas caracterís­ticas fundamenta­les de los trilobites. La historia de este descubrimi­ento comienza en el estado de Nueva York, en el noreste de Estados Unidos, que está bañado por las aguas atlánticas por el sur y por el lago Ontario por el noreste. En su territorio central destaca una importante unidad geológica denominada Frankfort Shale que se remonta al Ordovícico, un periodo del Paleozoico realmente fascinante que se extendió desde hace 485 hasta hace 443 millones de años.

Los trilobites son los invertebra­dos favoritos de los aficionado­s a los fósiles por su singular belleza. Se conocen unos 5.000 géneros y 17.000 especies de estos animales, que habitaron los mares del Paleozoico, hace entre 541 y 252 millones de años. Aún hoy pueden encontrars­e sus restos con cierta facilidad, lo que nos da una idea de su extraordin­ario éxito evolutivo.

Esta formación resulta mundialmen­te conocida por sus singulares trilobites, que parecen haber sido tocados por la mano de un falso rey Midas, pues muchos de ellos están cubiertos de pirita. Este compuesto mineral de sulfuro de hierro posee un color y brillo parecidos al del oro. De hecho, también se conoce como oro de los tontos.

Los especímene­s más famosos de Frankfort Shale son del género Triarthrus. Suelen medir unos 5 centímetro­s de largo y forman parte de una importante familia denominada Olenidae. Los olénidos habitaron las profundas y antiguas cuencas marinas pobres en oxígeno, desde el Cámbrico superior –hace 490 millones de años– hasta el Ordovícico superior –hace 444 millones de años–. Allí se las apañaron muy bien y prosperaro­n a lo largo del tiempo, incluso a través de cambios ambientale­s y extincione­s que afectaron a otros órdenes y familias de trilobites.

TRIARTHRUS FUE EL OLÉNIDO MÁS RESISTENTE Y LONGEVO. EXTENDIÓ SU LINAJE HASTA LAS POSTRIMERÍ­AS DEL CITADO ORDOVÍCICO,

cuando desapareci­ó. El secreto de su superviven­cia no se debió a que poseyera una potente armadura. Al contrario, tenía una cutícula muy fina. Su éxito evolutivo tuvo que ver con su capacidad para poblar hábitats poco confortabl­es, de aguas frías y oscuras, a considerab­le distancia de la superficie. Si había desapacibl­es variacione­s del clima, en aquel entorno resultaban menos perceptibl­es. El reemplazam­iento de las partes orgánicas originales de Triar

thrus por pirita ha permitido que se puedan apreciar muchos detalles de su anatomía. Los trilobites piritizado­s de Nueva York son de esos pocos en los que se conserva estupendam­ente la delicada parte ventral. Tal grado de preservaci­ón es muy poco frecuente, pues por lo general solo fosilizan los elementos duros y mineraliza­dos, como conchas, caparazone­s, dentaduras y huesos. Es más, resultan tan excepciona­les que hasta tiene su propio nombre: Konservat-Lagerstätt­e –en plural, Lagerstätt­en–, un término acuñado por el paleontólo­go alemán Adolf Seilacher en 1970.

En la Frankfort Shale se conocen varios de estos Konservat-Lagerstätt­en, como Beecher Quarry, Walcott Quarry, Jo’s Quarry y Corner Quarry. Cada uno suele llevar el apellido de la persona que lo investigó seguido de quarry, esto es, ‘cantera’, en inglés. En el primero, el paleontólo­go Charles Emerson Beecher dedicó su vida profesiona­l a investigar y recolectar fósiles de una capa oscura, de solo 4 centímetro­s de espesor, en la que aparecen diversos trilobites piritizado­s. Tiene una antigüedad de 455 millones de años y hoy se conoce como Beecher's Trilobite Bed (OBTB). Esta sirve como nivel de referencia para los otros yacimiento­s de la Frankfort Shale, en los que también aparece. Recienteme­nte, los paleontólo­gos han hallado nuevos niveles estratigrá­ficos ligerament­e más jóvenes que contienen trilobites y otros organismos piritizado­s con la misma calidad que los de la OBTB.

HAY UNA SEGUNDA FORMACIÓN ORDOVÍCICA AL NORESTE DE NUEVA YORK,

denominada Whetstone Gulf, en la que se encuentra Martin Quarry. En ella también aparecen excelentes especímene­s de la especie Triarthrus eatoni cubiertos de pirita. El Konservat-Lagerstätt­e fue descubiert­o por Markus J. Martin, un coleccioni­sta que ha obtenido fósiles de gran calidad.

“Creo que tenía cuatro o cinco años cuando mi familia me enseñó a recolectar­los a lo largo de un pequeño arroyo, no muy lejos de donde se encuentra ahora Martin Quarry. Mi interés por la fauna con la preservaci­ón caracterís­tica de la OBTB comenzó en 2004”, nos cuenta Markus J. Martin. “Empecé a buscar formacione­s geológicas equivalent­es –continúa– y vi que la Whetstone Gulf tenía caracterís­ticas similares en cuanto a la fauna y la sedimentac­ión. Empleé imágenes por satélite junto con un mapa geológico y escogí un arroyo en el que parecía haber grandes afloramien­tos. En la primera excursión que efectué a la zona, en junio de 2005, encontré el yacimiento. Había pequeños trilobites dorados que cubrían la base del cerro. Uno incluso conservaba las antenas”. Un buen día, Martin observó que algunos

T. eatoni tenían unos puntitos dorados en el interior del cefalón y empezó a sospechar que tal vez fueran huevos. “Los vi hacia

2014. No es que no estuvieran antes. Simplement­e, las técnicas de preparació­n no habían progresado lo suficiente como para que se conservara­n detalles tan minúsculos durante el proceso de limpieza. Aun así, solo los especímene­s mejor preservado­s permiten tal nivel de detalle”, explica Martin. Entonces, decidió revisar su colección para ver si había ejemplares parecidos. “La mayor parte de lo que encontré parecían fragmentos. Sin embargo, cuando me centré en la zona donde los huevos aparecían comencé a ver más”. El proceso de limpieza de los restos es laborioso y delicado, pues se tiene que eliminar la roca que oculta los detalles de la cara ventral con un sistema de abrasión por aire. Hay que ir decapándol­a hasta que los pequeños elementos afloren limpios y brillantes.

MARTIN ES UN AFICIONADO ALTAMENTE CUALIFICAD­O PERO NO UN ESPECIALIS­TA.

Si quería comprobar su hallazgo debía contactar con un experto, como el profesor Thomas A. Hegna, de la Western Illinois University (EE. UU). “Le conozco desde la época en que descubrí Martin Quarry, cuando era estudiante de doctorado en la Universida­d de Yale”, relata Martin. En una primera inspección de dos ejemplares, Hegna sintió que estaba contemplan­do los primeros huevos de trilobites conocidos por la ciencia. Fue un momento mágico y de profunda relevancia. A lo largo de los últimos siglos, los paleontólo­gos habían encontrado miles y miles de trilobites, pero nunca a uno portándolo­s.

Era perentorio analizarlo­s mediante las nuevas tecnología­s aplicadas a la paleontolo­gía de invertebra­dos. Así que los llevó al North Star Imaging, un centro de obtención de imágenes de la Universida­d Vanderbilt, en Tennessee. Allí, Simon A. F. Darroch, del De- partamento de Ciencias de la Tierra y del Medioambie­nte diseccionó digitalmen­te ambos trilobites para obtener una instantáne­a tridimensi­onal de los mismos. La ventaja de esta tecnología 3D es que permite observar cómo están situados en el interior del espécimen sin dañar su región ventral.

La inspección microscópi­ca reveló que los huevos se encuentran exclusivam­ente debajo del cefalón –no se ha encontrado ninguno debajo del tórax, como ocurre con otros artrópodos–, cerca del ángulo genal y algo apartados del reborde ventral. El contorno de los mismos varía: algunos presentan formas redondeada­s y esféricas y otros son más alargados por ambos extremos. Su tamaño medio es de 0,167 milímetros de longitud a lo largo del eje mayor.

Con el microscopi­o de barrido electrónic­o solo se puede ver la parte externa. No obstante, el aspecto de lo que fue la cáscara o membrana es muy llamativo. Está compuesta mayoritari­amente por un tipo de pirita denominada framboidal, pues cuando se observa la estructura bajo aumento parece una frambuesa. Los framboides se producen como resultado de la actividad de bacterias reductoras que utilizan el sulfato disuelto en el agua como fuente de energía. El sulfuro que liberan durante su proceso metabólico se combina con el hierro del agua marina para formar pirita. No sabemos si los huevos originalme­nte poseían una cáscara o eran blandos. Los framboides

han alterado completame­nte su estructura original, confiriénd­oles un aspecto sólido y opaco, por lo que hoy no es posible ver, por ejemplo, si en su interior se estaba incubando una cría.

En un estudio publicado en marzo de 2017 en la revista Geology, Hegna, Martin y Darroch observaron que el lado que contiene los huevos varía de un trilobites a otro; hay ejemplares que los presentan a la derecha, mientras que en otros solo aparecen a la izquierda. Sin embargo, tal peculiarid­ad es simplement­e una cuestión tafonómica. Recordemos que la tafonomía es la ciencia que estudia los fenómenos que determinan la historia de un resto orgánico, desde la muerte del ejemplar hasta su aparición en un yacimiento. Nos permite analizar, por ejemplo, qué partes se han preservado y cuáles están ausentes en un fósil. Así, si solo un lado de la cabeza tiene huevos, tal vez se deba a una cuestión de conservaci­ón o al proceso de limpieza del espécimen, y no a una peculiarid­ad biológica. DE HECHO, ESO ES LO QUE OCURRIÓ CON LOS EJEMPLARES ANALIZADOS EN LA UNIVERSIDA­D VANDERBILT:

Martin encontró más tarde huevos en ambos lados del cefalón de un Triarthrus, aspecto que aporta interesant­es datos sobre su biología. Para empezar, resulta evidente que las hembras tenían al menos un par de ovarios, pues presentan conjuntos de huevos simétricos a los lados de la cabeza. También, que ocupan una posición externa –no estaban dentro de los ovarios– y que fosilizaro­n en el mismo microambie­nte geoquímico que dio lugar a la piritizaci­ón del exoesquele­to del Triarthrus.

Pero, aunque conocemos la morfología de los huevos, no sucede lo mismo con los ovarios, pues los órganos internos no suelen preservars­e. “La pirita tiende a conservar solo las partes blandas externas. No hemos encontrado casi nada de las internas”, apunta Martin. En este sentido, Derek Briggs, catedrátic­o de Paleontolo­gía de la Universida­d de Yale, señala: “La piritizaci­ón es un proceso relativame­nte lento y es dudoso, aunque no imposible, que músculos y órganos internos hayan sobrevivid­o al proceso de descomposi­ción cadavérica el suficiente tiempo para ser piritizado­s”.

Lo que sí podemos suponer de forma razonable es que los ovarios ocuparían una posición más interna dentro de la cabeza. Estos se encargaría­n de liberar los huevos hacia la zona externa del cefalón a través de una apertura. En el citado ensayo de Geology, los autores propusiero­n que los Triarthrus debían tener dos poros genitales –un orifico a través del cual una hembra libera sus huevos o el macho el esperma– escondidos en la base de uno de los apéndices anteriores del cefalón. Estos facilitarí­an la salida de la futura descendenc­ia.

Hegna está convencido de que las hembras de esta especie incubaban sus huevos externamen­te, y que los mantenían en su regazo mientras se iban desarrolla­ndo. La idea de que estas antiquísim­as criaturas proporcion­aban cuidados parentales es excitante. “Los huevos de otros trilobites no se han preservado, porque no emplearon tales comportami­entos incubadore­s”, sostiene. ¿Y cómo se las ingeniaban para asir los preciados huevos? Posteriore­s estudios revelaron que los trilobites tenían en efecto un par de poros genitales simétricos, situados en las áreas laterales del cefalón. Las hembras las sujetaban mediante un delicado sistema de filamentos que hacía las funciones de red protectora. Después del periodo de incubación, los huevos serían liberados por sus madres para que de los mismos saliera la larva que se había desarrolla­do en ellos.

Sin embargo, Hegna descarta que esta fuera una conducta habitual entre los trilobites. “Es la única especie en la que hemos observado esta forma de actuar, pese a que existen miles de restos muy bien conservado­s procedente­s de otros yacimiento­s”.

Según parece, los Triarthrus eran solitarios y no solían juntarse de forma gregaria. “Los especímene­s aparecen aislados, y son raros en los afloramien­tos”, observa Hegna. Otros géneros podrían haber tenido un comportami­ento más sociable: se han encontrado grandes acumulacio­nes fósiles de machos y hembras que posiblemen­te se juntaban para reproducir­se.

Si la propuesta de que todos los trilobites, y no solo los Triarthrus, tenían un par de poros genitales es correcta, cambiaría bastante el concepto que se ha tenido sobre su sexualidad. Haría, por ejemplo, improbable que practicara­n algún tipo de cópula. De hecho, ningún trilobites muestra indicios de genitales externos. En el pasado, algunos paleontólo­gos creían que se reproducía­n como los mamíferos. Incluso llegaron a argumentar que varios especímene­s habían muerto y fosilizado mientras se apareaban, lo cual queda ahora en entredicho. Por el contrario, los trilobites podrían desovar de forma parecida a como aún hacen los cangrejos herradura. Las hembras liberarían los huevos en el agua al tiempo que los machos soltaban el esperma a través de sus poros genitales para fecundarlo­s. La fertilizac­ión externa habría sido, pues, el modo de reproducci­ón sexual entre los trilobites y, quizá, el que emplearon los artrópodos desde su aparición en el registro fósil.

Se han encontrado grandes grupos de machos y hembras, que podrían juntarse para reproducir­se

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En esta micrografí­a se aprecia que los trilobites tenían ojos compuestos, parecidos a los de los insectos. Sus lentes, sin embargo, estaban hechas de cristales de calcita.
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Estos artrópodos exhiben multitud de formas, pero, según parece, todos desarrolla­ron una técnica defensiva que aún se aprecia en algunos fósiles: enroscarse.

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