La chispa cuántica de la vida
Desde su mismo origen –el hecho de que una combinación de componentes químicos sea capaz de autorreplicarse–, la biología terrestre plantea problemas de difícil resolución. Y aquí vienen al rescate las extravagantes reglas de juego que gobiernan el mundo de las partículas subatómicas. Te contamos las últimas líneas de investigación en este campo, tan fascinante como polémico.
Erwin Schrödinger no creía que del caos del mundo subatómico surgiera algo tan preciso como la herencia genética
Pese a haber puesto mucho ahínco en ello, ningún científico ha logrado jamás crear algo vivo a partir de materia inerte. Richard Feynman, premio Nobel de Física en 1965, dijo una vez que si no podemos reproducir algo, no lo entendemos. Y eso que, como si de un Lego se tratara, las piezas básicas de la biología no son muchas, ni tienen demasiados colores. Los ingredientes básicos que dan origen a una roca, a un liquen o a un ser humano son exactamente los mismos. A día de hoy, sabemos que la diferencia la marcan complejas reacciones químicas y que, por norma, estas son reversibles. Sin embargo, no funciona con la vida: nada ni nadie ha hecho nunca el camino inverso, de la muerte al nacimiento.
Aviso: la explicación que vamos a proponer a este enigma no es fácil de entender. Se trata de una idea antigua, pero que solo recientemente ha empezado a recibir la atención que se merece. Nos referimos a la posibilidad de que la mecánica cuántica desempeñe un papel primordial en el milagro de la biología. ¿Y de qué hablamos exactamente? Para entender el mundo que nos rodea disponemos de las leyes de Newton, la termodinámica y el electromagnetismo, pero estas reglas de juego no se aplican a los constituyentes microscópicos de la materia. El reino de las partículas es tan ajeno al nuestro que sus fenómenos, más que probados por la ciencia, parecen inverosímiles y de dudosa realidad.
SU ESTUDIO EMPEZÓ A PRINCIPIOS DEL SIGLO XX, DE LA MANO
DE MENTES TAN BRILLANTES COMO MAX PLANCK, Niels Bohr y Werner Heisenberg. Estos físicos se basaban en extrañas premisas, como que los electrones, protones, neutrones y otros entes más pequeños que los átomos se comportan a la vez como partículas y ondas, lo que les confiere un sinfín de capacidades. Las nuevas leyes revolucionaron la tecnología, porque aprender a sacar partido de ellas permitió el desarrollo de reactores nucleares, microchips y láseres, por poner solo algunos ejemplos. Un gran logro empañado por el hecho de que un número creciente de científicos considera que sistemas vivos elementales, como las bacterias, manejan dichos fenómenos mucho mejor que nosotros, quizá desde hace miles de millones de años.
En 1976, una pareja de ornitólogos alemanes presentó en las páginas de la revista Science un insólito dato. Al estudiar el viaje anual de los petirrojos hacia el Mediterráneo para huir del duro invierno escandinavo, el matrimonio Wolfgang y Roswitha Wiltschko se fijó en que parecían disponer de algún tipo de brújula interna, a modo de GPS. Pero el campo magnético terrestre es tan débil que ningún experto creía que pudiera producir efecto alguno en un ser vivo: gran parte de la comunidad científica relegó el hallazgo al cajón de la pseudociencia. Poco tiempo después, la pareja de expertos descubrió que la habilidad del petirrojo guarda relación con sus ojos, ya que sin visión no funciona. Y que, además, es una brújula de inclinación, capaz de diferenciar entre el ecuador y los polos, pero no el norte del sur. El por qué y el cómo seguían sin respuesta.
Décadas antes, Erwin Schrödinger (1887-1961) fue uno de los primeros científicos en creer que la mecánica cuántica puede jugar un papel preponderante en la biología. “Razonó que las leyes de la física funcionan en el mundo macroscópico gracias a la estadística, porque el comportamiento promedio de un gran número de partículas es predecible”, nos explica Johnjoe McFadden, bioquímico que investiga sobre estos temas junto con el físico Jim Al-Khalili en la Universidad de Surrey (Inglaterra). “Por ejemplo, sabemos que dentro de un globo de aire existen millones de partículas que se mueven al azar. Es un caos. No obstante, el conjunto de todos esos movimientos erráticos nos permite predecir cómo se expandirá la esfera si la calentamos”, añade McFadden.
Para Schrödinger, esto entraba en clara contradicción con determinados fenómenos del mundo vivo, que dependen de un número reducido de partículas y, aun así, son muy fiables. Por ejemplo, sin conocer ni siquiera la existencia de la molécula de ADN, Schrödinger consideraba imposible que el mecanismo que permite a los hijos heredar las características de sus padres dependiera del desorden. De ser así, el nivel de errores sería elevadísimo, y las mutaciones, algo bastante común. Nada más lejano a la realidad. El científico propuso que la evidente organización de la vida terrestre se debía a una base invisible sobre la que se alza todo lo demás. “Para él, la mecánica cuántica era la respuesta a las diferencias entre el mundo inanimado y los seres vivos”, añade McFadden.
Casi nadie se tomó en serio esta idea; entre otras cosas, por la inestabilidad que rige el universo de lo diminuto. Solo un aislamiento total y una temperatura cercana al cero absoluto permiten su estudio en laboratorio, y esto durante fugaces momentos. “Pocos científicos creían que fuera posible mantener un estado cuántico en el seno del ambiente húmedo, cálido y caó-
tico de una célula. Sería de esperar que una multitud de movimientos moleculares destruyera la coherencia necesaria”, comenta McFadden. A pesar de ello, Schrödinger no andaba desencaminado.
POCO Después DE QUE SCIENCE ANUNCIARA EL DESCUBRIMIENTO DE LA BRúJULA INTERIOR DE LOS PETIRROJOS, el biofísico alemán Klaus Schulten (1947-2016) ofreció una razón extravagante para justificarlo: la propiedad cuántica del entrelazamiento, según la cual algunas partículas permanecen fantasmagóricamente conectadas. Como consecuencia de esta unión, la pareja subatómica es altamente sensible a la fuerza y orientación de los campos magnéticos. ¿Y si algún órgano del pájaro pudiera aprovecharse de ese fenómeno para orientarse?
En el año 2000, Schulten volvió a la carga con sus ideas. Demostrada la veracidad del entrelazamiento y descubierta en el ojo de los pájaros una molécula capaz de generar pares de partículas vinculadas, el científico ya podía construir un modelo detallado y veraz del mecanismo. Hoy sabemos que el mundo visto a través de los ojos de un petirrojo es radicalmente distinto al que percibimos nosotros. En 2004, con la colaboración de los ornitólo- gos Wiltschko y el propio Schulten, el también biofísico Thorsten Ritz probó que el sexto sentido cuántico del petirrojo le permite ver el campo magnético terrestre.
Aunque este se ha convertido en uno de los mejores ejemplos de la presencia de fenómenos subatómicos en los sistemas vivos, no es el único ni el más espectacular. Debemos partir del hecho de que las partículas no solo son capaces de comunicarse a distancia, sino que pueden teletransportarse, atravesar barreras aparentemente infranqueables y estar en dos sitios a la vez. La fragilidad de esos estados impide que los observemos en el mundo macroscópico, pero, a medida que la biología se dedica al estudio de sistemas cada vez más diminutos, las señales de su presencia se hacen evidentes. Y Luca Turin, uno de los mayores expertos mundiales en el olfato, cree que este sentido funciona gracias a tales excentricidades.
La teoría convencional afirma que cada molécula olorosa es capaz de activar un receptor específico con su misma forma, como si de una llave y una cerradura se trataran. Pero existen moléculas muy similares que, a pesar de ello, tienen aromas drásticamente diferentes. Según la teoría de Turin, profesor de Biofísica de la Universidad de Ulm (Ale- mania), en lugar de responder a la forma, los receptores del epitelio olfativo identifican la vibración de los compuestos. Un encaje correcto entre molécula y receptor garantiza las vibraciones necesarias para que los electrones puedan usar el llamado efecto túnel –una especie de teletransporte– y activar así la neurona olfativa que envía la información al cerebro.
PARA ENTENDERLO MEJOR, PONDREMOS UN EJEMPLO. En una habitación cerrada a cal y canto no se percibe la luz del sol, pero los ruidos procedentes de la calle se cuelan con facilidad. Lo hacen porque el sonido son ondas y atraviesan las paredes. Lo mismo les pasa a los electrones: si como partículas no pueden cruzar la barrera del epitelio nasal, las leyes de la física cuántica les permiten adoptar la naturaleza ondulatoria y, con la ayuda de la vibración correcta, llegar hasta el otro lado.
En 2001, un estudio realizado por científicos de varias universidades canadienses aportó los primeros datos que respaldaban esta hipótesis. Sin embargo, tres años más tarde, la revista Nature Neuroscience la acusaba de “provocativa, con casi ninguna credibilidad en los círculos científicos”. La refutación de la misma fue realizada por Andreas Keller y Leslie Vosshall, expertos del Laboratorio de Neurogenética de la Universidad Rockefeller (Nueva York).
A pesar de ello, en 2011, un trabajo publicado por la revista PNAS demostraba que las moscas de la fruta identifican moléculas con la misma configuración, pero diferen--
Al igual que ocurre en una habitación cerrada, donde llega el ruido de fuera, los estímulos olfativos atraviesan barreras
Las enzimas usan una especie de teletransporte para multiplicar por un millón la velocidad de las reacciones químicas
tes isótopos –elementos que solo se distinguen en el número de neutrones de sus átomos–. Es decir, olores con la misma forma y distintas vibraciones, algo difícil de justificar sin echar mano de la mecánica cuántica. Dos años más tarde, otro estudio afirmaba que los humanos también somos capaces de detectar matices aromáticos entre los isótopos. Aun así, Vosshall mantiene que “la mayoría de los datos científicos apuntan hacia un mecanismo convencional para explicar la identificación de los olores. Aunque la biología cuántica suene muy sexi, pocos científicos se toman esta hipótesis en serio”, explica a MUY INTERESANTE.
LA VERDAD ES QUE NINGÚN EXPERIMENTO HA DOCUMENTADO TODAVÍA LA IMPLICACIÓN DEL EFECTO TÚNEL EN EL OLFATO. Entre otros motivos, por culpa de una de las características más surrealistas del extraño mundo subatómico: las partículas se comportan como escurridizos entes cuánticos solo cuando nadie las está mirando. Porque según el principio de incertidumbre de Heisenberg, una medición obliga a la partícula a elegir uno de los muchos estados en los que puede existir.
De todos modos, sabemos que la capacidad de los electrones para desaparecer en un punto y, al instante, materializarse en otro, está presente en otros ámbitos de la biología. Por ejemplo, permite a las enzimas cata- lizar –o sea, acelerar– todo tipo de reacciones químicas en nuestros cuerpos. Capaces de aumentar la velocidad de una reacción en más de un millón de veces, este tipo de proteínas ensamblan, en tiempo récord, todas las biomoléculas que constituyen cualquier organismo.
Además, las enzimas llevan a cabo procesos tan esenciales como la respiración celular. En junio de 1989, Judith Klinman, profesora de Química de la Universidad de California en Berkeley (EE. UU.), explicó en la revista
Science que lo consiguen provocando el efecto túnel a los protones y electrones de otras moléculas. Desde esa fecha, varios grupos de investigación han corroborado que “es uno de los mecanismos más importantes de la biología”, en las propias palabras de Klinman.
DE LA MISMA MANERA QUE LA RESPIRACIÓN CELULAR PERMITE A NUESTRAS CÉLULAS ALIMENTARSE, las plantas obtienen el sustento a través de la fotosíntesis. Es la reacción más eficiente que se conoce, con una tasa de conversión cercana al 100 %: prácticamente toda la energía lumínica capturada por la clorofila acaba convertida en materia orgánica. Desde el punto de vista de la química, hace mucho que conocemos sus engranajes, pero, de un modo similar a lo que ocurrió con las enzimas, tan impresionante grado de eficacia era inexplicable.
Seth Lloyd, profesor de Ingeniería Mecánica en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), recuerda el momento en que, a mediados de 2007, leyó un artículo en Nature que ofrecía una original hipótesis. “¡Pensé que se habían vuelto locos!”, exclama. El estudio aseguraba haber encontrado pruebas de que el complejo fotosintético de una especie de bacterias funciona como un ordenador cuántico, garantizando que ninguna porción de energía se pierda por el camino. “¿Cómo podían afirmar que un microbio era capaz de usar un mecanismo tan complejo? En el MIT llevábamos años intentando desarrollar una computadora cuántica, y éramos muy conscientes de las dificultades a la hora de conseguir que las partículas se comportaran de esa manera. Me pareció una idea disparatada”, señala Lloyd.
Un ordenador convencional almacena la información en unidades llamadas bits, que solo pueden tener uno de dos valores: 0 o 1. Significan, por ejemplo, verdadero o falso, encendido o apagado. Imaginemos ahora un procesador cuyos bits pueden ser, al mismo tiempo, un 0 y un 1. ¿Qué implica esa diferencia? “Sería una revolución. Tendría una capacidad de cálculo muy superior a cualquiera de las computadoras que existen hoy, capaz de realizar tareas complejas a velocidades extraordinarias”, indica el experto del MIT. Una máquina potentísima que al parecer ya existe, en todas las plantas que habitan el planeta.
La fotosíntesis empieza con la captura de un fotón. En el interior de las hojas, densos bosques de una molécula llamada clorofila actúan como antenas, cuya función es captar la luz. Cuando lo logran, la convierten en energía
química, que es empleada para sintetizar compuestos orgánicos. Sin embargo, entre el principio y el fin de este proceso media un largo recorrido hasta el llamado centro de reacción fotosintético. Un trayecto que, se creía, era fruto de probar distintos caminos hasta dar con el correcto, sistema claramente incapaz de justificar la rapidez y eficiencia del proceso.
Los datos recogidos por el grupo de investigación de Graham Fleming, profesor de Química en la Universidad de California en Berkeley (EE. UU), apuntan a que la forma cómo se mueve la energía a través del bosque de clorofila es muy distinta: ejecuta un paseo cuántico. Después de estudiar a fondo los resultados de Fleming, Lloyd llegó a la conclusión de que no había fallos metodológicos. Y se convirtió en uno de los más fervorosos defensores de la biología cuántica.
“A la hora de decidir el mejor camino, el bloque energético no puede deambular entre moléculas de clorofila, porque se acabaría perdiendo”, explica Lloyd. Según las leyes de la mecánica cuántica –y dadas las condiciones necesarias–, en realidad prueba a la vez todos los caminos posibles y elige el más rápido. “Puede parecer una locura, pero está más que probado”, asegura el experto. Desde su descubrimiento en 2007, se ha detectado este mecanismo en otras especies de bacterias fotosintéticas, algas e incluso en las espinacas, cuyo metabolismo es similar al de todas las plantas superiores. Nadie cuestiona que podemos estar a las puertas de una nueva revolución energética.
Pese al atractivo de hallazgos como este, la frontera entre la realidad e ideas estrafalarias es muy delgada, y algunas de las teorías actuales caminan peligrosamente al borde del abismo. El hecho de que la herencia genética fuera el fenómeno que atrajo la atención de Schrödinger hacia la biología cuántica la convierte, por ejemplo, en un área de estudio muy atractiva. A lo largo de los últimos años, varios expertos han buscado indicios que apoyen una hipótesis avanzada por el propio Schrödinger: las mutaciones de ADN son el resultado de fenómenos cuánticos. AlKhalili y McFadden están convencidos de ello, si bien sus investigaciones no han dado resultados. “Creíamos que el efecto túnel tenía algo que ver, pero nos encontramos con una probabilidad muy pequeña de que esto ocurra. Así es la ciencia”, reconoce Al-Khalili.
DE UNA NATURALEZA AÚN MÁS ESPECULATIVA ES LA IDEA QUE LLEVA DEFENDIENDO DESDE FINALES DE LOS AÑOS OCHENTA ROGER PENROSE, famoso físico y matemático de la Universidad de Oxford (Inglaterra). Además de estudiar el origen del universo, Penrose se interesa por las bases de la consciencia y argumenta que su existencia obliga a que el encéfalo sea un ordenador cuántico. Actualmente, esta es una conjetura que pocos científicos se dignan, siquiera, a considerar. Casi como un tabú dentro del campo de investigación, no existen datos de ningún tipo que apoyen semejante idea, a pesar de que Penrose y Stuart Hameroff, profesor de la Universidad de Arizona (EE. UU.), publicaron una extensa revisión del tema en 2015.
Nadie pone en duda que, en última instancia, la biología es cuántica, porque todos los seres vivos están hechos de átomos. Lo que varía son las interpretaciones sobre la importancia de este hecho. “Tal vez la vida sea una lucha constante por mantener la coherencia en un océano tormentoso de movimiento molecular. Hasta que la tempestad definitiva cercena nuestra conexión con el mundo cuántico”, opina Al-Khalili. Casi una interpretación poética para un fin inevitable, y para el que tampoco existen buenas explicaciones.