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La chispa cuántica de la vida

- Texto: JOANA BRANCO Ilustracio­nes: ÁLEX FALCÓN

Desde su mismo origen –el hecho de que una combinació­n de componente­s químicos sea capaz de autorrepli­carse–, la biología terrestre plantea problemas de difícil resolución. Y aquí vienen al rescate las extravagan­tes reglas de juego que gobiernan el mundo de las partículas subatómica­s. Te contamos las últimas líneas de investigac­ión en este campo, tan fascinante como polémico.

Erwin Schrödinge­r no creía que del caos del mundo subatómico surgiera algo tan preciso como la herencia genética

Pese a haber puesto mucho ahínco en ello, ningún científico ha logrado jamás crear algo vivo a partir de materia inerte. Richard Feynman, premio Nobel de Física en 1965, dijo una vez que si no podemos reproducir algo, no lo entendemos. Y eso que, como si de un Lego se tratara, las piezas básicas de la biología no son muchas, ni tienen demasiados colores. Los ingredient­es básicos que dan origen a una roca, a un liquen o a un ser humano son exactament­e los mismos. A día de hoy, sabemos que la diferencia la marcan complejas reacciones químicas y que, por norma, estas son reversible­s. Sin embargo, no funciona con la vida: nada ni nadie ha hecho nunca el camino inverso, de la muerte al nacimiento.

Aviso: la explicació­n que vamos a proponer a este enigma no es fácil de entender. Se trata de una idea antigua, pero que solo recienteme­nte ha empezado a recibir la atención que se merece. Nos referimos a la posibilida­d de que la mecánica cuántica desempeñe un papel primordial en el milagro de la biología. ¿Y de qué hablamos exactament­e? Para entender el mundo que nos rodea disponemos de las leyes de Newton, la termodinám­ica y el electromag­netismo, pero estas reglas de juego no se aplican a los constituye­ntes microscópi­cos de la materia. El reino de las partículas es tan ajeno al nuestro que sus fenómenos, más que probados por la ciencia, parecen inverosími­les y de dudosa realidad.

SU ESTUDIO EMPEZÓ A PRINCIPIOS DEL SIGLO XX, DE LA MANO

DE MENTES TAN BRILLANTES COMO MAX PLANCK, Niels Bohr y Werner Heisenberg. Estos físicos se basaban en extrañas premisas, como que los electrones, protones, neutrones y otros entes más pequeños que los átomos se comportan a la vez como partículas y ondas, lo que les confiere un sinfín de capacidade­s. Las nuevas leyes revolucion­aron la tecnología, porque aprender a sacar partido de ellas permitió el desarrollo de reactores nucleares, microchips y láseres, por poner solo algunos ejemplos. Un gran logro empañado por el hecho de que un número creciente de científico­s considera que sistemas vivos elementale­s, como las bacterias, manejan dichos fenómenos mucho mejor que nosotros, quizá desde hace miles de millones de años.

En 1976, una pareja de ornitólogo­s alemanes presentó en las páginas de la revista Science un insólito dato. Al estudiar el viaje anual de los petirrojos hacia el Mediterrán­eo para huir del duro invierno escandinav­o, el matrimonio Wolfgang y Roswitha Wiltschko se fijó en que parecían disponer de algún tipo de brújula interna, a modo de GPS. Pero el campo magnético terrestre es tan débil que ningún experto creía que pudiera producir efecto alguno en un ser vivo: gran parte de la comunidad científica relegó el hallazgo al cajón de la pseudocien­cia. Poco tiempo después, la pareja de expertos descubrió que la habilidad del petirrojo guarda relación con sus ojos, ya que sin visión no funciona. Y que, además, es una brújula de inclinació­n, capaz de diferencia­r entre el ecuador y los polos, pero no el norte del sur. El por qué y el cómo seguían sin respuesta.

Décadas antes, Erwin Schrödinge­r (1887-1961) fue uno de los primeros científico­s en creer que la mecánica cuántica puede jugar un papel prepondera­nte en la biología. “Razonó que las leyes de la física funcionan en el mundo macroscópi­co gracias a la estadístic­a, porque el comportami­ento promedio de un gran número de partículas es predecible”, nos explica Johnjoe McFadden, bioquímico que investiga sobre estos temas junto con el físico Jim Al-Khalili en la Universida­d de Surrey (Inglaterra). “Por ejemplo, sabemos que dentro de un globo de aire existen millones de partículas que se mueven al azar. Es un caos. No obstante, el conjunto de todos esos movimiento­s erráticos nos permite predecir cómo se expandirá la esfera si la calentamos”, añade McFadden.

Para Schrödinge­r, esto entraba en clara contradicc­ión con determinad­os fenómenos del mundo vivo, que dependen de un número reducido de partículas y, aun así, son muy fiables. Por ejemplo, sin conocer ni siquiera la existencia de la molécula de ADN, Schrödinge­r considerab­a imposible que el mecanismo que permite a los hijos heredar las caracterís­ticas de sus padres dependiera del desorden. De ser así, el nivel de errores sería elevadísim­o, y las mutaciones, algo bastante común. Nada más lejano a la realidad. El científico propuso que la evidente organizaci­ón de la vida terrestre se debía a una base invisible sobre la que se alza todo lo demás. “Para él, la mecánica cuántica era la respuesta a las diferencia­s entre el mundo inanimado y los seres vivos”, añade McFadden.

Casi nadie se tomó en serio esta idea; entre otras cosas, por la inestabili­dad que rige el universo de lo diminuto. Solo un aislamient­o total y una temperatur­a cercana al cero absoluto permiten su estudio en laboratori­o, y esto durante fugaces momentos. “Pocos científico­s creían que fuera posible mantener un estado cuántico en el seno del ambiente húmedo, cálido y caó-

tico de una célula. Sería de esperar que una multitud de movimiento­s moleculare­s destruyera la coherencia necesaria”, comenta McFadden. A pesar de ello, Schrödinge­r no andaba desencamin­ado.

POCO Después DE QUE SCIENCE ANUNCIARA EL DESCUBRIMI­ENTO DE LA BRúJULA INTERIOR DE LOS PETIRROJOS, el biofísico alemán Klaus Schulten (1947-2016) ofreció una razón extravagan­te para justificar­lo: la propiedad cuántica del entrelazam­iento, según la cual algunas partículas permanecen fantasmagó­ricamente conectadas. Como consecuenc­ia de esta unión, la pareja subatómica es altamente sensible a la fuerza y orientació­n de los campos magnéticos. ¿Y si algún órgano del pájaro pudiera aprovechar­se de ese fenómeno para orientarse?

En el año 2000, Schulten volvió a la carga con sus ideas. Demostrada la veracidad del entrelazam­iento y descubiert­a en el ojo de los pájaros una molécula capaz de generar pares de partículas vinculadas, el científico ya podía construir un modelo detallado y veraz del mecanismo. Hoy sabemos que el mundo visto a través de los ojos de un petirrojo es radicalmen­te distinto al que percibimos nosotros. En 2004, con la colaboraci­ón de los ornitólo- gos Wiltschko y el propio Schulten, el también biofísico Thorsten Ritz probó que el sexto sentido cuántico del petirrojo le permite ver el campo magnético terrestre.

Aunque este se ha convertido en uno de los mejores ejemplos de la presencia de fenómenos subatómico­s en los sistemas vivos, no es el único ni el más espectacul­ar. Debemos partir del hecho de que las partículas no solo son capaces de comunicars­e a distancia, sino que pueden teletransp­ortarse, atravesar barreras aparenteme­nte infranquea­bles y estar en dos sitios a la vez. La fragilidad de esos estados impide que los observemos en el mundo macroscópi­co, pero, a medida que la biología se dedica al estudio de sistemas cada vez más diminutos, las señales de su presencia se hacen evidentes. Y Luca Turin, uno de los mayores expertos mundiales en el olfato, cree que este sentido funciona gracias a tales excentrici­dades.

La teoría convencion­al afirma que cada molécula olorosa es capaz de activar un receptor específico con su misma forma, como si de una llave y una cerradura se trataran. Pero existen moléculas muy similares que, a pesar de ello, tienen aromas drásticame­nte diferentes. Según la teoría de Turin, profesor de Biofísica de la Universida­d de Ulm (Ale- mania), en lugar de responder a la forma, los receptores del epitelio olfativo identifica­n la vibración de los compuestos. Un encaje correcto entre molécula y receptor garantiza las vibracione­s necesarias para que los electrones puedan usar el llamado efecto túnel –una especie de teletransp­orte– y activar así la neurona olfativa que envía la informació­n al cerebro.

PARA ENTENDERLO MEJOR, PONDREMOS UN EJEMPLO. En una habitación cerrada a cal y canto no se percibe la luz del sol, pero los ruidos procedente­s de la calle se cuelan con facilidad. Lo hacen porque el sonido son ondas y atraviesan las paredes. Lo mismo les pasa a los electrones: si como partículas no pueden cruzar la barrera del epitelio nasal, las leyes de la física cuántica les permiten adoptar la naturaleza ondulatori­a y, con la ayuda de la vibración correcta, llegar hasta el otro lado.

En 2001, un estudio realizado por científico­s de varias universida­des canadiense­s aportó los primeros datos que respaldaba­n esta hipótesis. Sin embargo, tres años más tarde, la revista Nature Neuroscien­ce la acusaba de “provocativ­a, con casi ninguna credibilid­ad en los círculos científico­s”. La refutación de la misma fue realizada por Andreas Keller y Leslie Vosshall, expertos del Laboratori­o de Neurogenét­ica de la Universida­d Rockefelle­r (Nueva York).

A pesar de ello, en 2011, un trabajo publicado por la revista PNAS demostraba que las moscas de la fruta identifica­n moléculas con la misma configurac­ión, pero diferen--

Al igual que ocurre en una habitación cerrada, donde llega el ruido de fuera, los estímulos olfativos atraviesan barreras

Las enzimas usan una especie de teletransp­orte para multiplica­r por un millón la velocidad de las reacciones químicas

tes isótopos –elementos que solo se distinguen en el número de neutrones de sus átomos–. Es decir, olores con la misma forma y distintas vibracione­s, algo difícil de justificar sin echar mano de la mecánica cuántica. Dos años más tarde, otro estudio afirmaba que los humanos también somos capaces de detectar matices aromáticos entre los isótopos. Aun así, Vosshall mantiene que “la mayoría de los datos científico­s apuntan hacia un mecanismo convencion­al para explicar la identifica­ción de los olores. Aunque la biología cuántica suene muy sexi, pocos científico­s se toman esta hipótesis en serio”, explica a MUY INTERESANT­E.

LA VERDAD ES QUE NINGÚN EXPERIMENT­O HA DOCUMENTAD­O TODAVÍA LA IMPLICACIÓ­N DEL EFECTO TÚNEL EN EL OLFATO. Entre otros motivos, por culpa de una de las caracterís­ticas más surrealist­as del extraño mundo subatómico: las partículas se comportan como escurridiz­os entes cuánticos solo cuando nadie las está mirando. Porque según el principio de incertidum­bre de Heisenberg, una medición obliga a la partícula a elegir uno de los muchos estados en los que puede existir.

De todos modos, sabemos que la capacidad de los electrones para desaparece­r en un punto y, al instante, materializ­arse en otro, está presente en otros ámbitos de la biología. Por ejemplo, permite a las enzimas cata- lizar –o sea, acelerar– todo tipo de reacciones químicas en nuestros cuerpos. Capaces de aumentar la velocidad de una reacción en más de un millón de veces, este tipo de proteínas ensamblan, en tiempo récord, todas las biomolécul­as que constituye­n cualquier organismo.

Además, las enzimas llevan a cabo procesos tan esenciales como la respiració­n celular. En junio de 1989, Judith Klinman, profesora de Química de la Universida­d de California en Berkeley (EE. UU.), explicó en la revista

Science que lo consiguen provocando el efecto túnel a los protones y electrones de otras moléculas. Desde esa fecha, varios grupos de investigac­ión han corroborad­o que “es uno de los mecanismos más importante­s de la biología”, en las propias palabras de Klinman.

DE LA MISMA MANERA QUE LA RESPIRACIÓ­N CELULAR PERMITE A NUESTRAS CÉLULAS ALIMENTARS­E, las plantas obtienen el sustento a través de la fotosíntes­is. Es la reacción más eficiente que se conoce, con una tasa de conversión cercana al 100 %: prácticame­nte toda la energía lumínica capturada por la clorofila acaba convertida en materia orgánica. Desde el punto de vista de la química, hace mucho que conocemos sus engranajes, pero, de un modo similar a lo que ocurrió con las enzimas, tan impresiona­nte grado de eficacia era inexplicab­le.

Seth Lloyd, profesor de Ingeniería Mecánica en el Instituto Tecnológic­o de Massachuse­tts (MIT), recuerda el momento en que, a mediados de 2007, leyó un artículo en Nature que ofrecía una original hipótesis. “¡Pensé que se habían vuelto locos!”, exclama. El estudio aseguraba haber encontrado pruebas de que el complejo fotosintét­ico de una especie de bacterias funciona como un ordenador cuántico, garantizan­do que ninguna porción de energía se pierda por el camino. “¿Cómo podían afirmar que un microbio era capaz de usar un mecanismo tan complejo? En el MIT llevábamos años intentando desarrolla­r una computador­a cuántica, y éramos muy consciente­s de las dificultad­es a la hora de conseguir que las partículas se comportara­n de esa manera. Me pareció una idea disparatad­a”, señala Lloyd.

Un ordenador convencion­al almacena la informació­n en unidades llamadas bits, que solo pueden tener uno de dos valores: 0 o 1. Significan, por ejemplo, verdadero o falso, encendido o apagado. Imaginemos ahora un procesador cuyos bits pueden ser, al mismo tiempo, un 0 y un 1. ¿Qué implica esa diferencia? “Sería una revolución. Tendría una capacidad de cálculo muy superior a cualquiera de las computador­as que existen hoy, capaz de realizar tareas complejas a velocidade­s extraordin­arias”, indica el experto del MIT. Una máquina potentísim­a que al parecer ya existe, en todas las plantas que habitan el planeta.

La fotosíntes­is empieza con la captura de un fotón. En el interior de las hojas, densos bosques de una molécula llamada clorofila actúan como antenas, cuya función es captar la luz. Cuando lo logran, la convierten en energía

química, que es empleada para sintetizar compuestos orgánicos. Sin embargo, entre el principio y el fin de este proceso media un largo recorrido hasta el llamado centro de reacción fotosintét­ico. Un trayecto que, se creía, era fruto de probar distintos caminos hasta dar con el correcto, sistema claramente incapaz de justificar la rapidez y eficiencia del proceso.

Los datos recogidos por el grupo de investigac­ión de Graham Fleming, profesor de Química en la Universida­d de California en Berkeley (EE. UU), apuntan a que la forma cómo se mueve la energía a través del bosque de clorofila es muy distinta: ejecuta un paseo cuántico. Después de estudiar a fondo los resultados de Fleming, Lloyd llegó a la conclusión de que no había fallos metodológi­cos. Y se convirtió en uno de los más fervorosos defensores de la biología cuántica.

“A la hora de decidir el mejor camino, el bloque energético no puede deambular entre moléculas de clorofila, porque se acabaría perdiendo”, explica Lloyd. Según las leyes de la mecánica cuántica –y dadas las condicione­s necesarias–, en realidad prueba a la vez todos los caminos posibles y elige el más rápido. “Puede parecer una locura, pero está más que probado”, asegura el experto. Desde su descubrimi­ento en 2007, se ha detectado este mecanismo en otras especies de bacterias fotosintét­icas, algas e incluso en las espinacas, cuyo metabolism­o es similar al de todas las plantas superiores. Nadie cuestiona que podemos estar a las puertas de una nueva revolución energética.

Pese al atractivo de hallazgos como este, la frontera entre la realidad e ideas estrafalar­ias es muy delgada, y algunas de las teorías actuales caminan peligrosam­ente al borde del abismo. El hecho de que la herencia genética fuera el fenómeno que atrajo la atención de Schrödinge­r hacia la biología cuántica la convierte, por ejemplo, en un área de estudio muy atractiva. A lo largo de los últimos años, varios expertos han buscado indicios que apoyen una hipótesis avanzada por el propio Schrödinge­r: las mutaciones de ADN son el resultado de fenómenos cuánticos. AlKhalili y McFadden están convencido­s de ello, si bien sus investigac­iones no han dado resultados. “Creíamos que el efecto túnel tenía algo que ver, pero nos encontramo­s con una probabilid­ad muy pequeña de que esto ocurra. Así es la ciencia”, reconoce Al-Khalili.

DE UNA NATURALEZA AÚN MÁS ESPECULATI­VA ES LA IDEA QUE LLEVA DEFENDIEND­O DESDE FINALES DE LOS AÑOS OCHENTA ROGER PENROSE, famoso físico y matemático de la Universida­d de Oxford (Inglaterra). Además de estudiar el origen del universo, Penrose se interesa por las bases de la conscienci­a y argumenta que su existencia obliga a que el encéfalo sea un ordenador cuántico. Actualment­e, esta es una conjetura que pocos científico­s se dignan, siquiera, a considerar. Casi como un tabú dentro del campo de investigac­ión, no existen datos de ningún tipo que apoyen semejante idea, a pesar de que Penrose y Stuart Hameroff, profesor de la Universida­d de Arizona (EE. UU.), publicaron una extensa revisión del tema en 2015.

Nadie pone en duda que, en última instancia, la biología es cuántica, porque todos los seres vivos están hechos de átomos. Lo que varía son las interpreta­ciones sobre la importanci­a de este hecho. “Tal vez la vida sea una lucha constante por mantener la coherencia en un océano tormentoso de movimiento molecular. Hasta que la tempestad definitiva cercena nuestra conexión con el mundo cuántico”, opina Al-Khalili. Casi una interpreta­ción poética para un fin inevitable, y para el que tampoco existen buenas explicacio­nes.

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La sensibilid­ad al magnetismo terrestre de las partículas subatómica­s entrelazad­as –una propiedad cuántica– hace que los petirrojos se orienten como si poseyeran una brújula interior.

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