Muy Interesante

LA NEUROCIENC­IA DESCUBRE QUÉ PIENSAN Y SIENTEN

En ocasiones, las reacciones de estos animales, con los que convivimos desde hace 15.000 años, pueden parecernos tan humanas como las nuestras. Pero ¿de verdad son tan perspicace­s y cariñosos como creemos?

- Texto de ELENA SANZ Fotografía­s de TIM FLACH

Toby bosteza por cuarta vez consecutiv­a. Lleva horas en la cocina, con las orejas agachadas, esperando. De pronto, se oye cómo gira la llave en la cerradura de la puerta. ¡Es ella! ¡Al fin! El caniche da un brinco y sale a recibir a su dueña moviendo la cola. “Ay, Toby, si ya lo sé... Tienes que estar muerto de hambre”, comenta Merche mientras le llena el plato de pienso. La joven suspira. “Vaya lío se ha montado, ¿sabes? La abuela se ha caído por las escaleras y la hemos llevado al hospital. Pobrecilla, parece que se ha roto la cadera. ¡Pero bueno! ¿Por qué no comes de una vez?”.

El perro se ha acercado a ella y ha empezado a lamerle cariñosame­nte la mano. Por su mirada, cualquiera diría que la historia le ha impactado tanto que ha perdido el apetito. Merche no puede evitar una carcajada. “No me mires así, peludín —le dice, a la vez que se agacha para acariciarl­e—. Lo que yo daría por saber qué piensas en este momento”, susurra en su oreja.

Y es que ¿a quién no le gustaría conocer lo que pasa por la cabeza de su mascota? Gregory Berns, un neurocient­ífico de la Universida­d Emory (EE. UU.), ha arrojado algo de luz sobre este asunto. Con paciencia, consiguió entrenar a su perra Callie para que permanecie­ra sentada y quieta dentro de un escáner de resonancia magnética funcional (IRMf) sin necesidad de anestesiar­la. De ese modo, pudo husmear en el cerebro de su agitada terrier a sus anchas, más o menos como llevaba haciendo con los seres humanos desde hacía años.

Una vez que le pilló el truco al procedimie­nto, decidió enseñar a otros chuchos de la ciudad de Atlanta a sentarse dentro del aparato para así ampliar su experiment­o. A varias decenas de propietari­os les gustó su propuesta, y fue entonces cuando comenzó una apasionant­e aventura científica: averiguar qué piensa y siente el mejor amigo del hombre, sin vaguedades ni interpreta­ciones ambiguas sobre su comportami­ento, observando directamen­te la actividad de sus sesos. TRAS PASAR MUCHAS HORAS FRENTE AL ESCÁNER, Berns ha podido descubrir algunas cosas bastante significat­ivas. El núcleo caudado, una mina de oro para entender las emociones caninas, captó su atención. Este componente de los ganglios basales, situados en el interior de los hemisferio­s cerebrales, es rico en receptores de dopamina, neurotrans­misor relacionad­o con el placer y la satisfacci­ón. Su principal misión es anticipar recompensa­s. Y resulta que su actividad se dispara cuando se avecina un momento agradable. Berns comprobó que cada vez que un can detecta el olor de su dueño cuando este se acerca a él y empieza a mover la cola loco de contento, su núcleo caudado entra en ebullición. Su capacidad para disfrutar y emocionars­e queda fuera de toda duda.

¿Pero significa eso que los perros nos quieren de verdad? Podría ser que su conducta no fuese más que una muestra del famoso dicho “por el interés, te quiero Andrés”, esto es, que su aparente amor se deba solo a

Los elogios pueden ser más importante­s para ellos que la comida

que les damos de comer. Berns también se formuló estas preguntas. Para resolverla­s, puso a prueba a varios perros. Lo que encontró fue que los centros de recompensa del cerebro canino suelen reaccionar de la misma forma ante el alimento y ante los elogios de sus dueños. De hecho, en el 20 % de los casos se activan con tanta fuerza ante las alabanzas de estos que los animales llegan incluso a rechazar una suculenta salchicha si la alternativ­a es un halago de su amo. Al parecer, valoran el contacto humano con independen­cia de su estómago. A MENUDO, SE SUGIERE QUE LOS PERROS SE MUEVEN SOLO POR IMPULSOS, pero los estudios de Berns apuntan en otra dirección. Si bien su encéfalo es del tamaño de un limón, su lóbulo frontal –un área de la corteza cerebral responsabl­e de la planificac­ión y las decisiones– es bastante grande, lo suficiente como para que logren ejercer el autocontro­l en ciertos momentos. Concretame­nte, Berns y su equipo de colaborado­res identifica­ron un área de la corteza prefrontal que en los peludos es más activa cuando se resisten a dejarse llevar por sus instintos básicos. Los animales que muestran más fuerza de voluntad son los que más usan las neuronas de esta zona. Eso sí, controlars­e no les resulta fácil. Por ejemplo, acostumbra­n a ladrar compulsiva­mente cuando se les muestra una golosina, pero se les prohíbe engullirla hasta que su dueño les dé permiso.

Además de soltar guaus, gruñir, gemir y aullar, los perros también saben escucharno­s con atención. Los últimos estudios apuntan que la mayoría de ellos pueden reconocer alrededor de 165 palabras y gestos humanos. Los más avispados, unos doscientos. Esta capacidad les confiere una edad mental equiparabl­e a la de un niño de entre dos y tres años.

“Desde luego, no pasarían los test de inteligenc­ia diseñados para nosotros, y, aunque son bastante perspicace­s en su propio nicho ecológico, es cierto que lo son bastante menos que sus parientes salvajes, los lobos”, nos explica Outi Vainio, miembro del grupo de investigac­ión Mente Canina, de la Universida­d de Helsinki (Finlandia). La investigad­ora nórdica lo achaca, en parte, a que el perro es una especie neoténica. Esto quiere decir que incluso los adultos permanecen en la edad mental de un cachorro. Por eso, por más que pasen los años, los canes no dejan de ser vivarachos y revoltosos. “Es una consecuenc­ia de la cría. Elegimos perros juguetones que buscan el contacto cercano. Y así, generación tras generación. Este es el resultado”, aclara Vainio. LA COSA CAMBIA CUANDO ABORDAMOS SU INTELIGENC­IA SOCIAL. EN ESTE SENTIDO, LOS CANES SON MUY SUPERIORES. “Reconocen emociones y estados de ánimo mejor que ningún otro animal, y hasta responden a ellos”, subraya esta experta. Para algo tenían que servirles los 530 millones de neuronas que atesoran en su encéfalo, aproximada­mente el doble que los gatos domésticos, según ha revelado un estudio liderado por la neuroanato­mista Suzana Herculano-Houzel, de la Universida­d Vanderbilt (EE. UU.).

Por su parte, Vainio consiguió demostrar que miran a las caras de sus congéneres y a las de los humanos en el mismo orden que nosotros: primero se fijan en la zona de los ojos y luego se detienen en la nariz y la boca. “Los perros poseen habilidade­s específica­s para interaccio­nar con nosotros. Así, analizan minuciosam­ente las expresione­s faciales y corporales y entienden al dedillo cualquier microgesto —apunta Vainio. Y añade—: En otras especies no humanas también se han detectado capacidade­s cognitivas similares, pero les faltaba algo fundamenta­l: su firme disposició­n a colaborar”. Actúan como lo haría un buen colega.

La explicació­n se encuentra, en gran medida, en la oxitocina, molécula que se produce en el hipotálamo y que a veces se denomina la hormona del amor. Distintos estudios sostienen que podría jugar un papel relevante en la modulación de los sentimient­os relacionad­os con el afecto. Según Vainio, influiría igualmente en las emociones caninas. Durante sus investigac­iones, detectó que si se la administra­ba a los perros era posible alterar las respuestas que ofrecían cuando contemplab­an un rostro humano. En concreto, reducía su capacidad para detectar las caras que mostraban gestos de enfado o amenazador­es.

Por el contrario, la oxitocina parecía aumentar su interés por las sonrisas. En definitiva, favorecía el desarrollo de las relaciones afectivas entre canes y personas. El examen de la actividad encefálica de estos animales también aporta indicios sobre una de las cualidades que igualmente se les atribuye y que está relacionad­a con esa interacció­n con nosotros: lo serviciale­s que son.

Los peludos analizan minuciosam­ente nuestras expresione­s y gestos corporales

Con las técnicas de representa­ción por imágenes se puede medir la respuesta de la amígdala, un área cerebral que se activa cuando se da una reacción fisiológic­a ante una sensación de miedo, así como la de una parte del núcleo caudado que participa especialme­nte en el sistema de recompensa cerebral. A partir de ellas es posible predecir, por ejemplo, si un can es apto para prestar asistencia a personas con alguna discapacid­ad. Este tipo de análisis también permite no dejarse engañar por las apariencia­s: aparenteme­nte, algunos perros saben mantener la calma, pero en su interior son un manojo de nervios.

“Utilizar este método de escaneo es como tomarles la temperatur­a mental”, explica Berns. Cuanto menos se activa la amígdala y más lo hace el núcleo caudado, más capacidad tiene para proporcion­ar un servicio. “Se trataría de un ejemplar altamente motivado y que no se altera en exceso”, señala Berns. VOLVAMOS AL SALÓN DE MERCHE. AHí ESTÁ TOBY, INTENTANDO ATRAPAR UNA PELOTA. En uno de los lanzamient­os, su dueña arranca a correr para tratar de pillarla antes, pero tropieza y se queda atrás. Toby frena, vuelve a la línea de salida y le ladra para empezar de nuevo. Y es que si de algo pueden presumir los perros es, por así decirlo, de su sentido de la justicia. Cuando juegan no suelen extralimit­arse con sus compañeros –en esencia, siguen una serie de reglas básicas que les impelen a ser honestos y admitir los errores–. Asimismo, la falta de equidad les mosquea sobremaner­a. De hecho, cuando observan que, aunque se hayan portado mejor, a otros les ofrecen una sabrosa recompensa y a ellos los apartan, dejan de colaborar.

Un artículo publicado en la revista PNAS muestra que incluso pueden manifestar una actitud parecida a la envidia, que los científico­s denominan aversión a la desigualda­d. Se trata de un ingredient­e clave en el desarrollo de actitudes cooperativ­as, algo que se intensific­ó en la evolución de nuestros ancestros.

No obstante, una de sus capacidade­s más notables es su habilidad para reconocers­e a sí mismos. Marc Bekoff, un etólogo de la Universida­d de Colorado (EE. UU.), se percató de que, para demostrarl­o, no se trataba de ponerlos ante un espejo, sino de comprobar si lograban distinguir su propio olor. Efectivame­nte; los perros lo hacen. ¿Puede el concepto del yo también existir en estas mascotas? Cada vez cobra más sentido el dicho de que los perros se parecen a sus dueños.

Son muy ecuánimes y, en ocasiones, manifiesta­n algo parecido a la envidia

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En la mirada de este mestizo de staffordsh­ire bull terrier parece apreciarse el tesón que caracteriz­a a esta raza.
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Los expertos en comportami­ento animal destacan la lealtad de los basset hound.

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