AGUJEROS NEGROS, LA ÚLTIMA FRONTERA
Desde que en 1939 el físico Robert Oppenheimer, padre de la bomba atómica, enunció que los agujeros negros no eran un simple artificio teórico emanado de la relatividad general y que podrían existir en la naturaleza, los científicos han buscado la forma de obtener una imagen realista de estos objetos. Se trata de algo realmente complicado, porque ¿cómo se consigue una foto de algo que se traga la luz? Pues bien, una iniciativa internacional ha permitido que este mismo año quizá podamos observar por primera vez el que preside el centro de nuestra galaxia, Sagitario A*.
El desafío con el que ha tenido que lidiar la red de observatorios que integran el Event Horizon Telescope (EHT) resulta casi inconcebible. El astrofísico Sheperd Doeleman, que dirige esta iniciativa, lo explica así: “Obtener una imagen del agujero negro supermasivo Sagitario A* con una resolución comparable a su horizonte de sucesos es como contar los agujeros de una pelota de golf situada en Los Ángeles desde Nueva York”. En la actualidad, el EHT está compuesto por nueve radiotelescopios, entre los que se encuentra el de 30 metros del Pico Veleta, en Sierra Nevada (Granada), que opera el Instituto de Radioastronomía Milimétrica y que comprende al CNRS francés, la Sociedad Max Planck para la Promoción de la Ciencia alemana y el Instituto Geográfico Nacional español. En esencia, el EHT utiliza una conocida técnica de radioastronomía denominada interferometría de muy larga base o VLBI, por sus siglas en inglés. Esta consiste en combinar los datos que obtienen distintos observatorios repartidos por el globo mientras estudian el mismo punto del espacio al mismo tiempo. El VLBI exige una gran finura en la ejecución –las mediciones se sincronizan mediante relojes atómicos–; así se consigue una imagen equiparable a la obtenida por un radiotelescopio que tuviera un plato del tamaño de la Tierra.
En abril de 2017, los nueve radiotelescopios dirigieron durante cinco noches seguidas sus antenas hacia SAGITARIO A*, en el corazón de la Vía Láctea. Las cosas, sin embargo, comenzaron a retrasarse casi desde el principio. El Observatorio Haystack del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), sede del EHT, no pudo recibir hasta mediados de diciembre la información aportada por el Telescopio Polo Sur, pues el invierno antártico impedía la salida de aviones de carga de la estación Amundsen-Scott, donde se encuentra. Una vez solventado este asunto, el equipo liderado por Doeleman comenzó a trabajar con extremo cuidado en la integración de los datos. Tanto es así que no se ha aventurado a concretar la fecha en que mostrarán la anhelada imagen que revelarán sus cálculos, si bien esperan que esté lista este mismo año. NO ES LA PRIMERA VEZ QUE LOS AGUJEROS NEGROS TRAEN DE CABEZA A LOS ASTROFÍSICOS. De hecho, llevan haciéndolo desde 1915, cuando el alemán Karl Schwarzschild dedujo su existencia a partir de las ecuaciones de la relatividad de Albert Einstein. Mientras luchaba en el frente ruso, Schwarzschild encontró una solución analítica al problema de una masa puntual situada en el espacio vacío. Pero no lograría disfrutar de su logro. En las trincheras, desarrolló una enfermedad autoinmune de la piel, el pénfigo, que acabó llevándolo a la tumba en 1916.
La solución aportada por este investigador viene a mostrar que si una masa está lo suficientemente concentrada, la curvatura del espacio en las regiones próximas alcanza tal magnitud que la dejará aislada del resto del universo, de modo que cualquier masa que se precipite en su interior se perderá irremisiblemente. Nos encontraríamos ante una especie de embudo cósmico, un agujero negro.
¿Y por qué no podemos huir de allí? Todo tiene que ver con la velocidad que necesita un cuerpo para escapar de un campo gravitatorio. Cuanto más nos acercamos al agujero negro, mayor es esa velocidad, hasta que llega el momento en que es exactamente la de la luz. El lugar donde esto sucede, ese punto de no retorno, se conoce con el nombre de radio de Schwarzschild u horizonte de sucesos. Una vez superado, no hay vuelta atrás: nuestro futuro es un viaje sin retorno a la singu- laridad central, el punto donde se encuentra concentrada toda la masa del agujero. La luz y todo lo que se halle en esa región del espacio quedan atrapados, y nada de lo que pudiera acontecer en su interior será visto, oído o conocido por ningún observador externo.
La idea de que pudiese existir un cuerpo tan extraño repugnaba a muchos físicos, Einstein incluido. Pero en 1939, los físicos Robert Oppenheimer y Hartland Snyder demostraron que tales objetos no eran meros fuegos de artificio matemáticos. Podían existir en el mundo real; solo bastaba que una estrella muy masiva colapsara por efecto de la gravedad.
Estos agujeros negros estelares se forman cuando una estrella con al menos cinco veces la masa del Sol y hasta varias decenas más masiva que él se apaga y muere. Para entenderlo debemos tener en cuenta que la vida de una estrella es una lucha contra la gravedad, que tiende a concentrar toda su masa en el centro. Contra ella pelea la presión de radiación, esto es, la luz que se genera en el horno nuclear interior de la estrella, responsable de mantener su estructura. Por eso, cuando el núcleo se apaga, la estrella se derrumba bajo su propio peso y tiene lugar una explosión de supernova. En ella, la envoltura sale despedida a cientos de miles de kilómetros por segundo, mientras que el núcleo sigue desplomándose.
Luego, entra en acción otra fuerza, la presión de degeneración, que impide que dos partículas de materia ocupen el mismo sitio al mismo tiempo. Pero esta solo consigue detener la implosión si la masa de la estrella es menos de tres veces la del astro rey. En otro caso, la gravedad revienta las partículas subatómicas, que entonces son esencialmente neutrones. El desplome de la estrella resulta imparable y acabará convirtiéndose en un agujero negro. Solo en nuestra galaxia podrían existir millones de estos cadáveres estelares.
Los agujeros negros funcionan como embudos cósmicos. Todo lo que queda atrapado en ellos permanece desconectado del resto del universo
Ahora bien, a lo largo del siglo XX hemos ido aprendiendo que existen otros tipos de agujeros negros. Tenemos, por ejemplo, los supermasivos, con una masa de millones e incluso miles de millones de veces la de nuestra estrella. No son precisamente pequeños, como los estelares. Los hay que tienen un radio similar a la distancia que nos separa de la estrella más cercana, Alfa Centauri, a 4,37 años luz. Tampoco están desperdigados por las galaxias; se hallan en su centro.
Lo que los astrofísicos siguen sin saber a ciencia cierta es su origen. Hay diferentes hipótesis. Una sostiene que son el resultado de la fusión en tiempos remotos de cientos o miles de pequeños agujeros negros; otra, que se forman tras el colapso de grandes nubes de gas que absorben rápidamente la masa circundante; una más, que nacen del colapso de un cúmulo de estrellas. No obstante, ninguna de ellas resuelve el principal enigma relacionado con estos cuerpos: para que existan es necesario que una ingente cantidad de materia se encuentre en un volumen suficientemente pequeño. Hoy, esta situación es bastante inusual, pero cuando el cosmos era joven las circunstancias eran más favorables. Muchos investigadores sospechan que los agujeros supermasivos engordan porque se produce una acreción acelerada de gas y polvo, justo lo que se observa en unos objetos que abundaban entonces y que, sin duda, son una de las fuentes de energía más potentes que conocemos: los cuásares. Su motor podría ser, precisamente, uno de estos agujeros negros supermasivos. Para ello, tendrían que haberse formado muy pronto, porque del estudio de los cuásares más distantes se deduce que los citados agujeros negros ya habían aparecido en el universo cuando tenía menos de mil millones de años. Desde ese momento, estos objetos no han hecho más que crecer. Como si fueran basureros galácticos, recogen las masas de gas y polvo próximas –un material muy presente en los núcleos galácticos–, lo que les permite alcanzar un tamaño notable. La masa de Sagitario A*, por ejemplo, es 4,5 millones de veces la de nuestra estrella y el oscuro objeto cósmico se alimenta de sus primos menores, pues orbitando a su alrededor hay toda una pléyade de agujeros negros estelares –hasta veinte mil, según algunas estimaciones– que contribuyen, poco a poco, a engordarlo.
Algunos astrofísicos han planteado que los agujeros negros supermasivos que se encuentran en los núcleos galácticos se formaron a partir de la fusión de miles de otros más pequeños