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Brotes verdes en la agricultur­a espacial

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Para que los astronauta­s establezca­n colonias en la Luna y Marte, tal y como se planea, no tendrán más remedio que ser también agricultor­es, lo cual plantea serios desafíos a la ciencia. Sometidas a condicione­s ambientale­s extremas, tierras ultraestér­iles y micrograve­dad, las huertasesp­aciales exigen una labor ingente de investigac­ión que, como te contamos, empieza a cosechar sus frutos.

En febrero de 2017 se lanzó desde cabo Cañaveral la misión SpaceX CRS-10, camino a la Estación Espacial Internacio­nal (EEI). En su interior viajaba un proyecto peculiar, pergeñado por tres estudiante­s de Agricultur­a de Ravensburg (Alemania). Era la primera iniciativa de micromecen­azgo que entraba en el programa educativo de la NASA. Para diseñar el experiment­o, los jóvenes trabajaron durante tres años codo con codo con científico­s de la multinacio­nal BASF. Su objetivo era estudiar el desarrollo de esquejes en micrograve­dad; o, dicho de otra forma, qué posibilida­des tienen los cultivos fuera de la Tierra, una actividad imprescind­ible si al final prosperan los planes de mandar misiones tripuladas a la Luna y Marte.

La agricultur­a, el trabajo más antiguo, parece que se va a convertir en uno de los de mayor proyección... en el espacio. Todo comenzó en 1977, cuando un joven investigad­or de la Academia China de Ciencias Agrícolas, Jiang Xingcun, se preguntó cómo podían afectar los vuelos orbitales al crecimient­o de las plantas. Era obvio que, expuestas a la radiación cósmica y otros factores, se produciría­n mutaciones en su ADN, y eso fue lo que encontró: el 12 % de las semillas que viajaron en satélites recuperabl­es presentaba alguna mutación.

Desde 1987 hasta 2006, China envió las simientes de más de cuatrocien­tas especies al espacio, que fructifica­ron en berenjenas gigantes o pepinos de medio metro de largo y casi diez kilos de peso. Hace doce años, la agencia espacial china dio un salto cualitativ­o y llenó su satélite Shijian-8 con más de 2.000 tipos de semillas, que pesaban 215 kilos. El objetivo era localizar, entre las mutaciones producidas, aquellas que fueran útiles para la agricultur­a. Un empeño que sigue activo: la misión Chang’e 4, prevista para finales de 2018, pretende transporta­r huevos de gusano y semillas de patata a la cara oculta de la Luna.

XINGCUN NO FUE EL ÚNICO QUE PENSÓ EN EL POTEN

CIAL AGRÍCOLA DEL ESPACIO. En Estados Unidos, el profesor de Física de la Universida­d de Princeton Gerard K. O’Neill publicaba el mismo año de 1977 un libro referencia­l: Ciudades del

espacio. En él, O’Neill planteaba cómo construir, con la tecnología entonces accesible, colonias fuera de nuestro planeta. La más grande de todas, Isla-3, estaba diseñada para albergar a diez millones de personas. Su mantenimie­nto exigía crear zonas agrícolas alejadas del módulo habitable, pues, evidenteme­nte, las plantas no necesitan más lujos que una buena ración de luz solar, aire, agua y nutrientes. Según los cálculos de este físico, dar de comer a la población de Isla-3 exigiría una superficie cultivable de 650 kilómetros cuadrados, aproximada­mente una vez y media la superficie de Andorra.

En aquellos años 70, el físico estadounid­ense abogaba por una agricultur­a superinten­siva basada en la plantación múltiple –es decir, mezclar en el mismo suelo especies de desarrollo rápido, como el maíz, con lentas, como las patatas–, con hasta cuatro cosechas al año y en un ambiente climatológ­icamen-

te controlado. Así, 21 hectáreas podían mantener a 53 personas. Aún más: las plantas no necesitan tanto aire como nosotros para vivir, pues una atmósfera equivalent­e a la que se encuentra sobre la ciudad de Cuzco, a 3.400 metros de altitud, les basta. ¿Y las enfermedad­es que asolan los cultivos? La forma de acabar con las plagas sería relativame­nte sencilla: primero, drenamos todo el agua del lugar contaminad­o, que se pasa a un tanque de esteriliza­ción, y a continuaci­ón, abrimos la compuerta al exterior para erradicar los microbios.

Obviamente, una cosa es hacer cálculos sobre el papel y otra muy distinta lidiar con la realidad. Prueba de ello es que, desde 1971, cuando los soviéticos pusieron en órbita la primera estación espacial, hasta 2015, la dieta de sus ocupantes se ha limitado a alimentos deshidrata­dos. Y teniendo en cuenta el coste de mandar cosas allí –casi 20.000 euros por kilo–, el paquete de espaguetis liofilizad­os sale muy caro. No es de extrañar que las agencias espaciales anden buscando la forma de cultivar vegetales fuera de la Tierra. Algo que ha dado (escasos) frutos: en agosto de 2015, los astronauta­s de la EEI probaron lechuga fresca cultivada por ellos.

Este logro fue la culminació­n de un programa que comenzó en 2010, cuando se realizaron cerca de Flagstaff (Arizona) las fases preliminar­es del proyecto Veggie, un prototipo de invernader­o espacial. Este sistema de la NASA no solo permite estudiar la influencia de la gravedad –o de su ausencia– en el crecimient­o de las plantas, sino que posee dos beneficios añadidos: los astronauta­s pueden disfrutar de alimentos frescos y proporcion­a un medio para que se relajen. A lo largo de estos años,Veggie ha ido aumentando su volumen –la primera instalació­n solo medía cincuenta centímetro­s–, lo que ha posibilita­do hacer crecer plantas cada vez más grandes.

LA INVESTIGAC­IÓN NO SE DETIENE: EL PASADO AÑO SE PUSO EN MARCHA TAMBIÉN

SEEDLING GROWTH-3, la tercera de una serie de misiones científica­s conjuntas de la NASA y la ESA. En esta ocasión, el investigad­or principal es el español Francisco José Medina, del Centro de Investigac­iones Biológicas del CSIC, en Madrid. La investigac­ión se realiza con la planta crucífera Arabidopsi­s thaliana en un módulo de la EEI destinado a la agricultur­a espacial: el European Modular Cultivatio­n System.

Y desde Alemania trabaja Daniel Schubert, un ingeniero del Centro Aeroespaci­al Alemán que cultiva verduras en un laboratori­o que emula las condicione­s de un invernader­o en la Luna o Marte y, lo más curioso, con orina reciclada como fertilizan­te. Schubert ha descubiert­o que alterando la mezcla de luz roja, azul y ultraviole­ta obtiene verduras con más sabor. “Cuanto más ultraviole­ta, mejor”, puntualiza.

Uno de los grandes retos es encontrar las variedades vegetales adecuadas. La planta ideal debe cumplir tres caracterís­ticas básicas: tallos cortos para ahorrar espacio, pocas partes no comestible­s y resistenci­a a la falta de luz y a las inevitable­s plagas. La investigac­ión se dirige hacia el trigo, el arroz, la lechuga, las patatas... Para ello, los científico­s tienen a mano una herramient­a que O’Neill ni siquiera llegó a soñar: la biotecnolo­gía. Identifica­r los genes que hacen que una planta soporte unas condicione­s de vida extremas es de capital importanci­a.

TENIENDO EN CUENTA QUE PARA 2030 LA NASA PRE

TENDE PONER UN PIE HUMANO EN MARTE, todas las miradas de los astroagric­ultores están ahora puestas en ese viaje. Si visitar nuestro querido planeta rojo implica, en el mejor de los casos, un año de vuelo, unos seis meses en el planeta y otro año de vuelta, resulta impensable llevar toda la comida necesaria para alimentar a la tripulació­n. La cuenta es simple: los astronauta­s de la EEI ingieren entre 2.500 y 3.000 calorías, repartidas en tres o cuatro comidas. Los menús, que se diseñan para compensar la pérdida de calcio y otras deficienci­as surgidas en condicione­s de micrograve­dad, incluyen un 15 % de proteínas, 30 % de grasas y 50 % de carbohidra­tos. El resto es líquido: agua, café, zumos....

Debemos esperar que los visitantes del planeta rojo se alimenten de forma similar, así

que ya podemos darnos cuenta de cuál es el principal problema: el almacenami­ento. Si en la Estación Espacial la dieta de un astronauta no debe superar los dos kilos de comida por día, una expedición marciana con cuatro tripulante­s sumaría más de siete toneladas.

Hay que estudiar, pues, qué se necesita para que los astronauta­s hagan allí lo que nuestros abuelos llamaban vivir de la tierra. Por eso, los científico­s se están planteando enviar pequeños invernader­os a la Luna, en los que estudiar los efectos de la baja gravedad –la de nuestro satélite equivale a un sexto de la terrestre– y obtener variedades resistente­s a sequías, heladas y una baja presión atmosféric­a. Porque no nos equivoquem­os: los primeros ocupantes de la base marciana serán, más que astronauta­s, agricultor­es.

“Si quieren ser eficientes, los colonos necesitará­n encontrar una manera de producir comida”, comenta Bruce Bugbee, un botá- nico de la Universida­d Estatal de Utah que ha colaborado durante treinta años con la NASA para hacer crecer plantas en los transborda­dores espaciales y la EEI.

En 2017, la agencia norteameri­cana presentó el Centro para el Uso de Ingeniería Biológica en el Espacio (CUBES, por su siglas en inglés), un proyecto de quince millones de dólares a cinco años dirigido por Adam Arkin, profesor de Bioingenie­ría de la Universida­d de California en Berkeley (EE. UU.). Entre sus objetivos está la fabricació­n de biocombust­ible, materiales, productos farmacéuti­cos y alimentos en condicione­s parecidas a las de Marte. Algo nada fácil.

EL SUELO DE LA TIERRA ES UNA MEZCLA COMPLEJA DE MINERALES, materia orgánica, gases, líquidos e infinidad de organismos de todos los tamaños. Por contra, la superficie marciana apenas consiste en roca volcánica desmenuzad­a. Pero el principal problema no es la falta de nutrientes, sino su riqueza en perclorato­s, letales para el ser humano

La principal candidata para ser plantada en el planeta rojo, por su gran resistenci­a, es la patata

y que allí “permiten que el agua siga líquida a temperatur­as de entre -50 ºC y -70 ºC”, explica María Paz Zorzano, del Centro de Astrobiolo­gía de Madrid. La única forma viable de eliminarlo­s es desarrolla­r plantas capaces de limpiar el suelo o, como sugiere Bugbee, “obtener variedades que no absorban dichos perclorato­s”.

Y llegamos a la protagonis­ta de la película Marte (2015): la patata. Domesticad­a hace unos 3.800 años a orillas del lago Titicaca, llegó a Europa hace cinco siglos y en la actualidad es el cuarto cultivo más importante del mundo. Ya solo hace falta llevar este tubérculo al planeta rojo, una idea que, curiosamen­te, no se le ocurrió a un astrobiólo­go, ni siquiera a un científico: nació en la mente de Will Rust, director creativo de la agencia publicitar­ia Memac Ogilvy, en Dubái. Su propósito era llamar la atención sobre la necesidad de combatir con especies resistente­s el hambre en el mundo.

El testigo lo recogieron en Perú, pues no en balde allí tienen el mayor número de variedades. Así nació el proyecto Patatas en Marte. En 2016, científico­s del Centro Internacio­nal de la Papa (CIP), con sede en Lima, selecciona­ron 65 especies: 41 por su resistenci­a a los virus y 24 por ser nativas de los Andes. Lo que interesaba a los investigad­ores era saber si germinaría­n en un suelo similar al marciano. Por suerte, tenían muestras a la vuelta de la esquina: las pampas de La Joya, en el sur de Perú. “Es lo más parecido al planeta rojo que hemos encontrado en la Tierra”, dice el astrobiólo­go de la NASA Chris McKay.

“NOS TRAJIMOS CERCA DE TRESCIENTO­S KILOS DE ESA TIERRA PARA VER SI CRECÍA

alguna de las variedades escogidas”, añade Julio Valdivia Silva, director de Bioingenie­ría e Ingeniería Química de la Universida­d de Ingeniería y Tecnología de Lima (UTEC). Como comenta David Ramírez, el responsabl­e del proyecto en el CIP, los expertos probaron tres maneras diferentes de cultivarla­s, y una de ellas funcionó: “Pusimos las plantas in vitro, en cápsulas de materia orgánica, dentro de pastillas de turba, y luego las sembramos en macetas con el suelo traído de La Joya”. Para sorpresa de todos, tres especies demostraro­n ser lo suficiente­mente fuertes como para prosperar.

El siguiente paso fue hacerlas germinar en condicione­s ambientale­s lo más cercanas a las extraterre­stres. Para ello, estudiante­s de la UTEC crearon bajo la dirección de Valdivia el CubeSat, un sistema hermético que recrea el suelo y la atmósfera marcianos. “Cuando presentamo­s los resultados en congresos internacio­nales nadie se creía que pudiéramos haber construido este simulador con solo 3.000 dólares. En otro lugar se habrían gastado al menos medio millón”, comenta con orgullo el investigad­or peruano. Evidenteme­nte, estas superpatat­as capaces de resistir condicione­s límite no saldrán de la Tierra, pero marcan el camino a seguir. Ahora es el turno de la biotecnolo­gía: desarrolla­r la variedad capaz de crecer en Marte... y que sea comestible.

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Un reportaje de MIGUEL ÁNGEL SABADELL
 ??  ?? 2 ACELGA 5 TIRABEQUE 1 LECHUGA DE HOJA ROJA 3 RÁBANO 4 REPOLLO Tras crecer durante veintiún días, las especies plantadas en el primer ensayo terrestre de Veggie –iniciativa de la NASA para crear un huerto en la Estación Espacial Internacio­nal– ofrecían este hermoso aspecto.
2 ACELGA 5 TIRABEQUE 1 LECHUGA DE HOJA ROJA 3 RÁBANO 4 REPOLLO Tras crecer durante veintiún días, las especies plantadas en el primer ensayo terrestre de Veggie –iniciativa de la NASA para crear un huerto en la Estación Espacial Internacio­nal– ofrecían este hermoso aspecto.
 ??  ?? 01 y 02 Así podrían ser los invernader­os en Marte, imprescind­ibles para que subsista una colonia humana durante largas temporadas. Las instalacio­nes incorporar­ían sofisticad­as técnicas hidropónic­as –sin suelo agrícola– e iluminació­n mediante ledes.
01 y 02 Así podrían ser los invernader­os en Marte, imprescind­ibles para que subsista una colonia humana durante largas temporadas. Las instalacio­nes incorporar­ían sofisticad­as técnicas hidropónic­as –sin suelo agrícola– e iluminació­n mediante ledes.
 ??  ?? 03 8 de agosto de 2015: los astronauta­s Kjell Lindgren y Scott Kelly prueban en la Estación Espacial Internacio­nal las primeras hojas de lechuga cultivada fuera de la Tierra.
03 8 de agosto de 2015: los astronauta­s Kjell Lindgren y Scott Kelly prueban en la Estación Espacial Internacio­nal las primeras hojas de lechuga cultivada fuera de la Tierra.
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