¿ESTAMOS PREPARADOS PARA LA I GUERRA ALIENÍGENA?
En noviembre de 2017, los astronautas rusos a bordo de la Estación Espacial Internacional (EEI) anunciaron que habían encontrado unos enigmáticos microorganismos en la instalación orbital. Lo cierto es que en ella viven miles de especies bacterianas diferentes que forman un ecosistema muy parecido al que podemos encontrar en nuestras casas. No obstante, había algo extraño en aquel hallazgo: los microbios se encontraban en el exterior de uno de los módulos, ¡expuestos al vacío! Según el cosmonauta Anton Shkaplerov, no había rastro de ellos cuando se lanzó aquella parte de la nave, en 2000. ¿Cómo llegaron hasta allí? ¿Podrían ser de origen extraterrestre?
En las informaciones que fue desgranando la agencia de noticias rusa TASS se indicó que las bacterias probablemente llegaron a la EEI como polizones, junto con alguno de los equipos que llevó consigo la tripulación. No hay forma de saber con certeza cómo pudieron instalarse en el casco de la estación, a una altitud de 435 kilómetros, sometidas a temperaturas que fluctúan entre los 121 ºC, cuando la zona recibe directamente la luz del sol, y los -160 ºC, si se encuentra a la sombra.
No obstante, lo relevante de todo este asunto es que, una vez más, nos demuestra lo resiliente que puede ser la vida. Hoy sabemos que algunos organismos logran soportar durante años las durísimas condiciones del espacio. En 1898, H. G. Wells imaginó que los invasores marcianos que ponen en jaque a la humanidad en La
guerra de los mundos sucumben ante las bacterias terrestres. ¿Podríamos encontrarnos ante un escenario similar pero a la inversa? Si, como aseguran los astrobiólogos, es muy probable que la vida microscópica sea común en el universo, la amenaza alienígena más plausible podría provenir de unos pequeños microbios.
LA IDEA NO ES NUEVA. DE HECHO, DESDE HACE MÁS DE UN SIGLO
SE ESPECULA CON QUE LA PROPIA VIDA –o las moléculas necesarias para su aparición– alcanzaron la Tierra a bordo de meteoritos y cometas, ya fuera porque nuestro planeta se cruzó en su camino o porque fueron enviados por inteligencias extraterrestres. Esta hipótesis, denominada panspermia, ha tenido entre sus defensores a algunos de los primeros espadas de la ciencia del siglo XIX, como el químico Jöns Jacob von Berzelius y el físico lord Kelvin; y del XX, como el nobel de Química Svante Arrhenius.
En 1974, dos heterodoxos astrofísicos, Fred Hoyle y Chandra Wickramasinghe, le dieron una vuelta de tuerca a esta propuesta. ¿Y si la evolución de la vida en la Tierra hubiera estado condicionada por un flujo constante de microorganismos que viajasen en las citadas rocas espaciales? Según estos científicos, ciertos brotes epidémicos
globales, como la gripe española de 1918, que mató a 50 millones de personas, son propiciados por virus alienígenas. En su opinión, una enfermedad de origen terrestre no puede surgir simultáneamente en lugares muy distantes entre sí. Hoyle murió en 2001, pero Wickramasinghe siguió trabajando en esta línea, y en 2003 publicó una carta en la revista The Lancet en la que planteaba que el virus que causa el síndrome respiratorio agudo y grave (SARS) también podría ser ajeno a nuestro planeta.
LA MAYOR PARTE DE LA COMUNIDAD CIENTÍFICA RECHAZA ESA
CONEXIÓN ENTRE LAS PANDEMIAS que nos acechan y los hipotéticos patógenos extraterrestres que las causan, pero las misiones espaciales que lanzamos y que luego regresan a la Tierra sí pueden convertirse en una potencial amenaza, algo que conocen bien los responsables de la NASA. A principios de año, esta agencia estadounidense contrató a la veterana astrobióloga Lisa Pratt para evitar que nuestro mundo sufra una contaminación biológica foránea. Desde la Oficina de Protección Planetaria, Pratt organiza los procesos necesarios para que el equipo y los astronautas que vuelven a casa no traigan consigo nada inesperado –y vivo– del espacio.
La introducción de un microorganismo alienígena podría alterar de forma impredecible nuestro ecosistema. Sabemos que, en la Tierra, la llegada de una especie invasora a un ecosistema suele tener un perjudicial efecto sobre la flora y la fauna nativas. Con el tiempo, acaba colonizando el nuevo hábitat y desplaza a sus pobladores, que a menudo son incapaces de competir con ella. En España, es lo que ha ocurrido con el visón americano, que ha llevado al borde de la extinción al europeo.
La introducción de un microorganismo extraterrestre en nuestro ecosistema podría tener consecuencias impredecibles
Cuando los conquistadores españoles y muchos otros colonos del Viejo Continente llegaron al Nuevo Mundo, llevaron consigo la viruela, la gripe o el sarampión, unas enfermedades que diezmaron la población americana. Su sistema inmunológico era incapaz de lidiar con ellas, y hasta un simple catarro podía ser mortal. Imaginar lo que podría causar un invasor extraterrestre microscópico, algo que ya exploraba Michael Crichton en La
amenaza de Andrómeda (1969), resulta aterrador. Ahora bien, ¿Y si una especie alienígena inteligente decidiera, tal como escribió Hitler en Mi lucha, arrogarse el derecho moral de adquirir territorios ajenos para atender al crecimiento de la población? A los científicos que participan en el SETI, el programa de búsqueda de civilizaciones extraterrestres, no les gusta pensar en este tipo de contacto.
EL CONOCIDO DIVULGADOR CARL SAGAN O LOS ASTRÓNOMOS FRANK DRAKE Y JILL
TARTER, PIONEROS DE ESTA INICIATIVA, creen que una cultura avanzada, capaz de viajar entre sistemas planetarios y de evitar su autodestrucción –mediante guerras o en algún desastre medioambiental propiciado por ella misma–, será pacífica. Pero eso no es más que una suposición. De hecho, el contraejemplo somos nosotros: salvamos el punto de no retorno de la destrucción atómica durante la Guerra Fría, pero seguimos envueltos en conflictos armados. Es más, como afirman los antropólogos Mark W. Allen y Elizabeth N. Arkush en su libro The Archaeology of Warfare (2006), “las investigaciones arqueológicas han demostrado el perturbador hecho de que nuestra historia y prehistoria han estado ligadas al curso de la guerra. –Y añaden–: En las sociedades complejas, es el líder o un pequeño grupo de la élite política los que toman la decisión de embarcarse en ella; es en las sociedades pequeñas en las que se discute, se consensúa y se comparten los riesgos y recompensas de un conflicto”. Dicho de otro modo, para declarar una guerra entre civilizaciones solo hacen falta dos personas.
Quienes defienden que los E.T. son esencialmente bondadosos dan por supuesto que todas las especies extraterrestres, durante toda su historia de colonización espacial, e independientemente de su estructura biológica, psicológica o social, se comportan como hermanitas de la caridad. Esto es, justo al revés de como hacemos nosotros. ¿Realmente es creíble?
En todo caso, si una civilización mucho más avanzada que la nuestra quisiera acabar con nosotros, probablemente podría hacerlo sin ningún impedimento. ¿O no? El pasado mes de junio, el presidente de EE. UU. ordenó al Departamento de Defensa de su país la creación de una nueva rama militar que garantice el predominio estadounidense lejos de la Tierra. De hecho, en las Montañas Rocosas ya hay dos unidades de las Fuerzas Aéreas –la 26th Space Aggressor Squadron y la 527th Space Aggressor Squadron– dispuestas a defender sus intereses en ese nuevo entorno.
Su trabajo consiste en preparar a las tropas para cualquier posible contingencia que implique combatir con un enemigo que llegue del espacio. Eso no implica que se trate de una fuerza alienígena. Podría consistir, por ejemplo, en un ataque desde satélites en órbita. Los uniformados también aprenden a pelear en situación de desventaja, con pocos recursos o sin apoyo técnico, como comunicaciones inalámbricas o GPS. Esto es especialmente importante, pues prácticamente toda la estrategia militar moderna de EE. UU. y otros países depende casi por completo de los sistemas de posicionamiento global. Para tener éxito en un ataque a este país es fundamental acabar con la constelación de 31 sondas que proporciona ese servicio, y no es casualidad que China y Rusia posean sus propios programas de desarrollo de armas antisatélite. Por ello, proteger esa infraestructura es uno de los principales objetivos de las citadas unidades.
No somos muy conscientes de ello, pero la economía mundial depende de las máquinas que tenemos colocadas en una banda situada entre los 200 km y los 36.000 km de altura. Estas nos proporcionan acceso a distintos servicios y nos facilitan todo tipo de datos. Es un pilar estratégico, y por eso en 1982 las autoridades estadounidenses crearon el Mando Espacial de la Fuerza Aérea, que en la actualidad emplea a 38.000 personas. La 50.ª Ala Espacial, situada en Colorado Springs, monitoriza continuamente los cielos en busca de amenazas.
PARA PONER A LA TIERRA EN JAQUE, LOS ALIENS SOLO TIENEN QUE ACA
BAR CON NUESTROS SATÉLITES Y ATACARNOS DESDE CIERTA DISTANCIA. Sin desembarcos y sin bajas, sería el primer paso de una hipotética invasión. Podrían, por ejemplo, utilizar un pulso electromagnético (PEM) para dejar fuera de servicio buena parte de nuestros componentes electrónicos. Entre 1961 y 1962, la Unión Soviética puso en marcha su proyecto K, entre cuyos objetivos estaba el estudio de los efectos de un PEM creado por explosiones atómicas en la alta atmósfera. Durante una prueba, uno de estos pulsos fundió 570 km de línea telefónica, quemó las protecciones que se habían colocado, causó un incendio que destruyó una central eléctrica e inutilizó 1.000 km de cables eléctricos subterráneos.
Ahora solo hay que imaginar algo así a escala global. Si quieren hundir nuestra civilización, los E.T. deben procurar que desaparezca la red eléctrica. No obstante, si su idea es apoderarse del planeta, en algún momento tendrán que enfrentarse a nosotros. Por ello, es importante que sepamos defendernos de un enemigo tecnológicamente superior.
Una prueba de lo que supondría un choque de estas características –lo que se conoce como guerra asimétrica– la tenemos en el ejercicio Millennium Challenge 2002, concebido por el Ejército de EE. UU. La idea era testar una nueva estrategia que no se basaba en el empleo masivo de tropas, sino en la agilidad de las unidades implicadas y en el uso de armas de alta precisión, todo perfectamente coordinado desde un puesto de mando absolutamente informatizado. La acción tendría lugar en un país ficticio situado en el golfo Pérsico, curiosamente parecido a Irak. El enemigo –el Equipo Rojo– estaba a la órdenes del general retirado Paul Van Riper, un veterano de Vietnam. El Pentágono tenía previsto un triunfo total y arrollador del Equipo Azul, los buenos, gracias a su superior tecnología. El problema es que, a veces, esta de nada sirve ante una mente ingeniosa.
El juego comenzó el 24 de julio. El Equipo Rojo recibió un ultimátum de los azules, que exigían su rendición en veinticuatro horas. Van Riper lo tenía claro: la flota enemiga iba a lanzar un ataque preventivo, así que decidió golpear primero. Como sabía que tenía perdida la guerra electrónica, usó mensajeros para repartir las órdenes. Para sortear las contramedidas, armó barcos de recreo con misiles de primera generación –como los que se usaban a principios de los 60–, dispuso en tierra un armamento similar y preparó una oleada masiva de ataques suicidas, al más puro estilo kamikaze. ¿El resultado? En 10 minutos de hostilidades simuladas hundió diecinueve buques del Equipo Azul –las dos terceras partes de su fuerza naval–, entre ellos un portaaviones, varios cruceros y cinco anfibios. Era la prueba de que un ejército netamente inferior podía derrotar a otro tecnológicamente muy superior. INCLUSO SI PERDEMOS LA BATALLA POR LA TIERRA Y LOS EXTRATERRESTRES NOS ARROLLAN, como hacen en Independence Day, La guerra de los mundos, Invasión a la Tierra, Skyline o tantas otras películas que tratan este asunto, aún sería posible plantarles cara. Toda guerra tiene dos fases: la invasión propiamente dicha y la ocupación. Así que, si los alienígenas no vienen como simples destructores de mundos y quieren adueñarse del nuestro, tal como pretenden hacer los lagartos de la serie V, podríamos hacérselo pasar muy mal. Tanto como se lo hicieron pasar los guerrilleros españoles a los soldados de Napoleón.
Como Van Riper, deberíamos ser creativos. En Irak, la insurgencia le hizo un daño considerable al Ejército estadounidense. En las emboscadas a los transportes, sus miembros detonaban explosivos al paso de los vehículos con un simple móvil. Cuando los norteamericanos empezaron a usar inhibidores para evitarlo, simplemente dieron un paso atrás y comenzaron a activarlos con cables, como se hacía en la Segunda Guerra Mundial.
Se dice que la necesidad impulsa la creatividad, lo cual también es cierto en la guerra. Las dos armas más efectivas en los choques armados de las últimas décadas son bien sencillas: en el combate cuerpo a cuerpo, el fusil de asalto AK-47, con su característico cargador curvo; y en la distancia, el RPG, un lanzagranadas de mano. En octubre de 1993, los milicianos somalíes en Mogadiscio, armados con los citados fusiles y ametralladoras montadas en camionetas, consiguieron hacérselo pasar verdaderamente mal a las tropas de élite estadounidenses.
En el transcurso de una batalla, descrita en parte en la película Black Hawk derribado, dos de estos helicópteros fueron abatidos con unos de esos RPG, unas armas concebidas en un primer momento para la lucha antitanque. Se trata de un ejemplo de lo ingeniosos que, en lo que se refiere al combate, podemos ser los seres humanos en caso de necesidad. Así, seguramente encontraríamos formas de detener a un hipotético ejército de ocupación extraterrestre, incluso con cosas que no han sido específicamente diseñadas para la lucha.
Un ejército tecnológicamente muy superior no tiene garantizada la victoria. En la guerra, la creatividad es un factor fundamental