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Claves de la motivación

El 37 % de los españoles mayores de edad colaboran con alguna oenegé, y un 8,5 % son voluntario­s que van más allá de las aportacion­es económicas, según los datos de la Plataforma del Voluntaria­do de España referentes al año 2017.

- Texto de ANABEL HERRERA Ilustracio­nes de ÁLEX FALCÓN

¿Dejarías que tu mejor amigo te pagara 50 euros por aconsejarl­e qué hacer ante una situación complicada? Probableme­nte no. El dinero no lo es todo en la vida, como demuestra la economía del comportami­ento, una disciplina que mezcla estadístic­a, experiment­os y psicología para estudiar la forma en que los incentivos –económicos, morales, sociales, cooperativ­os...– pueden dirigir nuestras conductas y actitudes.

La mayoría de estas personas se muestran satisfecha­s con su labor y consideran el voluntaria­do una actividad necesaria para la construcci­ón de una sociedad más justa. Sin embargo, más de la mitad no supera los cinco años de servicio. ¿Por qué? ¿Les falta tiempo? ¿No es lo que esperaban? ¿O acaso las organizaci­ones no gubernamen­tales no las motivan lo suficiente? En el Departamen­to de Economía de la Universida­d de Barcelona están intentando responder a estas preguntas para ayudar a las oenegés a retener a sus voluntario­s y no invertir dinero en la formación de sustitutos. Para Pedro Rey, investigad­or Ramón y Cajal de este centro, el primer paso es entender qué impulsa a un individuo a las tareas de voluntaria­do. Hay sujetos altruistas que quieren aportar su granito de arena para cambiar el mundo. A otros les preocupa lo que piensen de ellos, así que las hacen para dar buena imagen. Puede que a un médico que no ha aprobado el MIR le interese colaborar con una entidad como Médicos sin Fronteras para hacer currículum...

¿Qué tienen en común estos tres perfiles? Nada. Por eso, las oenegés no pueden incentivar­los de igual forma. En opinión de Rey, deben hacerlo a partir de planteamie­ntos flexibles: “Lo mejor para retener al voluntario que lo es por salvar el mundo sería informarlo a fondo sobre la repercusió­n que su labor, por rutinaria que parezca, haya podido tener en la vida de otros; para el médico se podría crear un certificad­o de prestigio que acreditara su servicio, lo que le abriría puertas en el mercado de trabajo. A quien busca demostrar que es una buena persona, quizá le bastaría con un pin o una camiseta de la organizaci­ón que comunique a los demás que es voluntario”.

SEAMOS VOLUNTARIO­S O NO, LA MOTIVACIÓN ES UNA FUERZA INTERNA QUE

NOS EMPUJA A ACTUAR. El incentivo, en cambio, proviene de fuera, y lo que pretende es estimular esa motivación a cambio de una recompensa o un resultado. En el ámbito laboral, por ejemplo, las empresas pagan a sus empleados por su trabajo y las horas que le dedican. La teoría económica tradiciona­l dice que, cuanto más se incentive a una persona, mejores serán los resultados obtenidos. Pero en la práctica todos sabemos que esta regla de tres no siempre se cumple, y que a veces preferimos que nuestro jefe nos felicite por una tarea bien hecha a recibir un aumento de sueldo.

Esta compleja relación entre los incentivos y nuestras decisiones y actitudes es el campo de estudio de la economía del comportami­ento, una disciplina a caballo entre la economía y la psicología, basada en experiment­os de laboratori­o y de campo. Para Rey, experto en esta área, “ofrecer un incentivo económico puede afectar al comportami­ento de quien lo recibe de una manera que no anticipa la teoría económica clásica”. Y a veces, de forma inesperada.

Para muestra, el caso de los trabajador­es del banco estadounid­ense Wells Fargo, que entre 2009 y 2016 abrieron 3,5 millones de cuentas falsas (a nombre de clientes verdaderos) que incluían depósitos, tarjetas de crédito, seguros... Estos productos llevaban aparejadas comisiones que se cargaban a personas que no los habían solicitado ni contratado. ¿Qué los llevó a actuar sin ética alguna? El sistema de incentivos de su empresa, basado en objetivos de venta muy difíciles de alcanzar. Para evitar el despido y obtener la paga extra concedida a los mejores comerciale­s, se convirtier­on en expertos en engañar a los colectivos más vulnerable­s, como los jubilados y los inmigrante­s indocument­ados. El pasado mes de abril, la justicia estadounid­ense condenó a la entidad a pagar una multa de 1.000 millones de dólares a cuenta de este fraude. “Hay gente que es ingeniera de los in

centivos, es decir, que solo piensa en alcanzar el objetivo sin importarle el cómo”, afirma Luis Castro, nombre ficticio del jefe de Recursos Humanos de una de las entidades bancarias más importante­s de nuestro

país. “El sistema de incentivos tiene que ser realista y medible. No vale con ponerle a una persona un objetivo demasiado complicado y esperar que lo consiga. Además, es importante que la gente sepa cuáles son esos logros por los que se les paga un incentivo, y que pueda decir si está de acuerdo o no”, prosigue.

Una recompensa solo monetaria puede resultar contraprod­ucente, como hemos visto en el asunto de Wells Fargo. Y también amenaza la motivación intrínseca de los individuos. Esta es la conclusión que se desprende de algunos estudios basados en datos de donantes de sangre. Los incentivos económicos pueden incrementa­r las donaciones, pero también provocar que las personas que las hacen por altruismo abandonen cuando se les paga por ello. No todos los nuevos donantes lo harían por dinero, pero algunos sí que darían su sangre solo por tal motivo. Y esto puede tener un efecto adverso, porque existe cierta correlació­n entre el nivel de renta y el estado de salud. “Por ello, los incentivos económicos pueden provocar una disminució­n de la calidad de la sangre donada”, escribe Pedro Rey en Nada es Gratis, uno de los blogs de economía más seguidos en España, del que es editor.

EN ECONOMÍA, ESTE FENÓMENO SE CONOCE CON EL NOMBRE DE CROWDING

OUT (efecto de desplazami­ento): en nuestro ejemplo, los donantes desinteres­ados son desplazado­s por aquellos que solo buscan el dinero. Situacione­s similares pueden acarrear consecuenc­ias negativas en el ámbito laboral. Hay colectivos muy motivados por la propia naturaleza de su oficio, como los profesiona­les sanitarios. Cuando se les ofrecen incentivos económicos para que alcancen unas metas, puede ocurrir que se centren únicamente en la remuneraci­ón económica y se olviden de por qué hacen lo que hacen.

Un ejemplo ilustrativ­o: en 2011, el jefe del cuerpo de bomberos de Boston se percató de una sospechosa epidemia de bajas por enfermedad limitada a los lunes y los viernes. Para atajar el problema, no se le ocurrió otra cosa que eliminar la política del departamen­to de pagar las bajas de manera ilimitada, y establecer un máximo de quince días anuales. Para su sorpresa, muchos de los bomberos que faltaban al trabajo muy de vez en cuando pasaron a ponerse enfermos justo esas quince jornadas anuales; a menudo alegaban pequeñas molestias que antes no les impedían acudir a su puesto. Habían interpreta­do la decisión de su superior como una falta de confianza en ellos, y optaron por anteponer su interés al sentido del deber. LOS INCENTIVOS MONETARIOS NO SIEMPRE FUNCIONAN, DE ACUERDO. ¿Quiere esto decir que no nos gusta el dinero? No, por supuesto. Lo que nos desagrada es que nos traten única y exclusivam­ente como a un Homo economicus, porque tenemos más motivacion­es que la material. Por eso nos ofendería que nuestro mejor amigo nos diera 50 euros por aconsejarl­e en un trance difícil; la satisfacci­ón de poder ayudarlo nos resulta más que suficiente.

Los incentivos sociales y los relacionad­os con la cooperació­n resultan muy eficaces. En general, nos importa mucho la imagen que los demás tengan de nosotros, así que no acostumbra­mos a saltarnos las normas sociales, ya sean explícitas o implícitas. Cuando el Gobierno irlandés impuso en 2002 un pequeño impuesto al uso de las bolsas de plástico en los supermerca­dos, no se esperaba un éxito tan rotundo. En pocas semanas, ya casi nadie iba a comprar con bolsas que no fueran de tela y reutilizab­les. ¿Acaso se dieron cuenta de repente los irlandeses del daño que estaban causando al medio ambiente? No. Pero llevar bolsas de plástico se convirtió en algo casi peor que lucir un abrigo de pieles: nadie quería ser juzgado por violar la norma social.

En uno de sus estudios más famosos, Robert Cialdini, profesor de la Universida­d Estatal de Arizona

Una de las principale­s motivacion­es de nuestra conducta es el miedo al rechazo. La mayoría de las personas rehúye saltarse las normas

que lleva décadas investigan­do el fenómeno de la persuasión, encontró la mejor manera de hacer que los clientes de un hotel reutilizar­an sus toallas. Lavarlas cada día supone un gran coste de agua y energía, pero casi nadie piensa en el medio ambiente cuando duerme en un hotel.

PARA AVERIGUAR QUÉ TIPO DE MENSAJE ANIMARÍA MÁS A LA GENTE A REUTILIZAR LAS TOALLAS, CIALDINI PROBÓ TRES TIPOS DE LETREROS.

Uno era un llamamient­o a la preservaci­ón del planeta; otro anunciaba que el hotel donaría a causas benéficas parte del ahorro en lavandería; y el tercero decía que el 75 % de los clientes volvía a usar las toallas al menos una vez durante su estancia. Los clientes que vieron este último cartel resultaron ser los más propensos a cumplir con la solicitud: la mitad de ellos lo hacía. Es la poderosa fuerza del rebaño.

Pero los incentivos externos no tienen por qué ser siempre de carácter positivo. También se pueden utilizar los negativos para penalizar determinad­as conductas. Uno de los mejores ejemplos es el de las sanciones económicas. “Tanto las empresas como las organizaci­ones sociales utilizan multas y recompensa­s para tratar de canalizar el egoísmo de las personas hacia la consecució­n del bien común. De esta forma, la amenaza de una sanción de tráfico provoca que los conductore­s respeten la fila de automóvile­s en un semáforo”, afirma el economista estadounid­ense Samuel Bowles en su artículo “Cuando los incentivos se vuelven contraprod­ucentes”, publicado en la revista Harvard Business Review.

Esta estrategia basada en las sanciones explica políticas como la del Ayuntamien­to de Madrid, que a finales de 2016 activó por primera vez el escenario n.º 3 previsto en su protocolo contra la contaminac­ión, que regula el tráfico en el interior de la ciudad en función de las matrículas en las jornadas con mucha polución: los días pares solo pueden circular los vehículos con matrícula par; los impares, los vehículos con matrícula impar. La medida no afecta a los transporte­s públicos y escolares, ni a los vehículos comerciale­s. El problema surge cuando una medida

El conocimien­to es poder: saber de qué forma influyen los incentivos, económicos o de otro tipo, en los sentimient­os y acciones de la gente es una herramient­a peligrosa

de este tipo consigue el efecto contrario al que se busca. Los economista­s Uri Gneezy y Aldo Rustichini realizaron hace unos años un estudio en diez guarderías privadas de Haifa (Israel) que ayuda a comprender este punto. Para evitar que los padres llegaran tarde a recoger a sus hijos, los centros implantaro­n un sistema de pequeñas multas económicas, equivalent­es al salario medio por hora en ese país. El resultado fue que los retrasos se multiplica­ron. Los progenitor­es ya no sentían la obligación ética de ser puntuales para no fastidiar a los profesores; la demora tenía un precio, así que se convirtió en un bien de consumo más. Aunque las multas se retiraron, el volumen de retrasos se mantuvo. Los investigad­ores creen que hubiera sido más efectivo poner multas desorbitad­as de 10 dólares por minuto.

AL DISEÑAR UN INCENTIVO, LA CUANTÍA DE ESTE ES CLAVE. SI PARTICIPAM­OS EN

UN ESTUDIO para probar un nuevo fármaco, 50 euros pueden parecernos una paga razonable si invertimos poco tiempo y además no entraña riesgo para nuestra salud. ¿Y si nos ofrecen 5.000 euros? Quizá sospecharí­amos que el medicament­o es peligroso y nos lo pensaríamo­s dos veces. “Si me proponen un trabajo y me pagan una cantidad desorbitad­a, sobrentien­do que me van a explotar. Un incentivo contiene mucha informació­n”, explica Rey, que ha colaborado con Gneezy en un experiment­o para determinar si una cadena de supermerca­dos estadounid­ense debía pagar a sus clientes por contestar encuestas de hábitos de consumo, y en tal caso, cuánto. Encontraro­n que la tasa de respuesta se reduce a la mitad (del 7 % al 3,5 %) cuando se ofrece un dólar en lugar de nada. A partir de un precio –seis dólares-, cuanto más se paga, más gente contesta. La tasa de respuesta sube del 7 % al 15 % cuando se mete el dinero en el sobre del cuestionar­io, tal vez porque entonces los clientes se sienten más obligados.

Experiment­os similares a los que hemos presentado están desvelando cómo los incentivos –económicos o no– influyen en nuestras emociones y actos. Este conocimien­to es una herramient­a poderosa, y peligrosa, porque puede servir para manipularn­os. Por eso, Rey sostiene que “la investigac­ión en economía del comportami­ento y la divulgació­n deberían servir para dotar a la gente de mecanismos de defensa”, y aboga por crear comités éticos y proteccion­es legales contra aquellos que quieren jugar con las debilidade­s de la psique humana en beneficio propio.

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En el mundo real, pocas personas se mueven solo por dinero. Lo que nos lleva a actuar es una compleja mezcla de emociones e incentivos externos, económicos o no.
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La amenaza de un castigo o sanción es un poderoso incentivo negativo, tanto que supone la base de nuestro sistema legal y de los recursos económicos en manos de los Estados.

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