Claves de la motivación
El 37 % de los españoles mayores de edad colaboran con alguna oenegé, y un 8,5 % son voluntarios que van más allá de las aportaciones económicas, según los datos de la Plataforma del Voluntariado de España referentes al año 2017.
¿Dejarías que tu mejor amigo te pagara 50 euros por aconsejarle qué hacer ante una situación complicada? Probablemente no. El dinero no lo es todo en la vida, como demuestra la economía del comportamiento, una disciplina que mezcla estadística, experimentos y psicología para estudiar la forma en que los incentivos –económicos, morales, sociales, cooperativos...– pueden dirigir nuestras conductas y actitudes.
La mayoría de estas personas se muestran satisfechas con su labor y consideran el voluntariado una actividad necesaria para la construcción de una sociedad más justa. Sin embargo, más de la mitad no supera los cinco años de servicio. ¿Por qué? ¿Les falta tiempo? ¿No es lo que esperaban? ¿O acaso las organizaciones no gubernamentales no las motivan lo suficiente? En el Departamento de Economía de la Universidad de Barcelona están intentando responder a estas preguntas para ayudar a las oenegés a retener a sus voluntarios y no invertir dinero en la formación de sustitutos. Para Pedro Rey, investigador Ramón y Cajal de este centro, el primer paso es entender qué impulsa a un individuo a las tareas de voluntariado. Hay sujetos altruistas que quieren aportar su granito de arena para cambiar el mundo. A otros les preocupa lo que piensen de ellos, así que las hacen para dar buena imagen. Puede que a un médico que no ha aprobado el MIR le interese colaborar con una entidad como Médicos sin Fronteras para hacer currículum...
¿Qué tienen en común estos tres perfiles? Nada. Por eso, las oenegés no pueden incentivarlos de igual forma. En opinión de Rey, deben hacerlo a partir de planteamientos flexibles: “Lo mejor para retener al voluntario que lo es por salvar el mundo sería informarlo a fondo sobre la repercusión que su labor, por rutinaria que parezca, haya podido tener en la vida de otros; para el médico se podría crear un certificado de prestigio que acreditara su servicio, lo que le abriría puertas en el mercado de trabajo. A quien busca demostrar que es una buena persona, quizá le bastaría con un pin o una camiseta de la organización que comunique a los demás que es voluntario”.
SEAMOS VOLUNTARIOS O NO, LA MOTIVACIÓN ES UNA FUERZA INTERNA QUE
NOS EMPUJA A ACTUAR. El incentivo, en cambio, proviene de fuera, y lo que pretende es estimular esa motivación a cambio de una recompensa o un resultado. En el ámbito laboral, por ejemplo, las empresas pagan a sus empleados por su trabajo y las horas que le dedican. La teoría económica tradicional dice que, cuanto más se incentive a una persona, mejores serán los resultados obtenidos. Pero en la práctica todos sabemos que esta regla de tres no siempre se cumple, y que a veces preferimos que nuestro jefe nos felicite por una tarea bien hecha a recibir un aumento de sueldo.
Esta compleja relación entre los incentivos y nuestras decisiones y actitudes es el campo de estudio de la economía del comportamiento, una disciplina a caballo entre la economía y la psicología, basada en experimentos de laboratorio y de campo. Para Rey, experto en esta área, “ofrecer un incentivo económico puede afectar al comportamiento de quien lo recibe de una manera que no anticipa la teoría económica clásica”. Y a veces, de forma inesperada.
Para muestra, el caso de los trabajadores del banco estadounidense Wells Fargo, que entre 2009 y 2016 abrieron 3,5 millones de cuentas falsas (a nombre de clientes verdaderos) que incluían depósitos, tarjetas de crédito, seguros... Estos productos llevaban aparejadas comisiones que se cargaban a personas que no los habían solicitado ni contratado. ¿Qué los llevó a actuar sin ética alguna? El sistema de incentivos de su empresa, basado en objetivos de venta muy difíciles de alcanzar. Para evitar el despido y obtener la paga extra concedida a los mejores comerciales, se convirtieron en expertos en engañar a los colectivos más vulnerables, como los jubilados y los inmigrantes indocumentados. El pasado mes de abril, la justicia estadounidense condenó a la entidad a pagar una multa de 1.000 millones de dólares a cuenta de este fraude. “Hay gente que es ingeniera de los in
centivos, es decir, que solo piensa en alcanzar el objetivo sin importarle el cómo”, afirma Luis Castro, nombre ficticio del jefe de Recursos Humanos de una de las entidades bancarias más importantes de nuestro
país. “El sistema de incentivos tiene que ser realista y medible. No vale con ponerle a una persona un objetivo demasiado complicado y esperar que lo consiga. Además, es importante que la gente sepa cuáles son esos logros por los que se les paga un incentivo, y que pueda decir si está de acuerdo o no”, prosigue.
Una recompensa solo monetaria puede resultar contraproducente, como hemos visto en el asunto de Wells Fargo. Y también amenaza la motivación intrínseca de los individuos. Esta es la conclusión que se desprende de algunos estudios basados en datos de donantes de sangre. Los incentivos económicos pueden incrementar las donaciones, pero también provocar que las personas que las hacen por altruismo abandonen cuando se les paga por ello. No todos los nuevos donantes lo harían por dinero, pero algunos sí que darían su sangre solo por tal motivo. Y esto puede tener un efecto adverso, porque existe cierta correlación entre el nivel de renta y el estado de salud. “Por ello, los incentivos económicos pueden provocar una disminución de la calidad de la sangre donada”, escribe Pedro Rey en Nada es Gratis, uno de los blogs de economía más seguidos en España, del que es editor.
EN ECONOMÍA, ESTE FENÓMENO SE CONOCE CON EL NOMBRE DE CROWDING
OUT (efecto de desplazamiento): en nuestro ejemplo, los donantes desinteresados son desplazados por aquellos que solo buscan el dinero. Situaciones similares pueden acarrear consecuencias negativas en el ámbito laboral. Hay colectivos muy motivados por la propia naturaleza de su oficio, como los profesionales sanitarios. Cuando se les ofrecen incentivos económicos para que alcancen unas metas, puede ocurrir que se centren únicamente en la remuneración económica y se olviden de por qué hacen lo que hacen.
Un ejemplo ilustrativo: en 2011, el jefe del cuerpo de bomberos de Boston se percató de una sospechosa epidemia de bajas por enfermedad limitada a los lunes y los viernes. Para atajar el problema, no se le ocurrió otra cosa que eliminar la política del departamento de pagar las bajas de manera ilimitada, y establecer un máximo de quince días anuales. Para su sorpresa, muchos de los bomberos que faltaban al trabajo muy de vez en cuando pasaron a ponerse enfermos justo esas quince jornadas anuales; a menudo alegaban pequeñas molestias que antes no les impedían acudir a su puesto. Habían interpretado la decisión de su superior como una falta de confianza en ellos, y optaron por anteponer su interés al sentido del deber. LOS INCENTIVOS MONETARIOS NO SIEMPRE FUNCIONAN, DE ACUERDO. ¿Quiere esto decir que no nos gusta el dinero? No, por supuesto. Lo que nos desagrada es que nos traten única y exclusivamente como a un Homo economicus, porque tenemos más motivaciones que la material. Por eso nos ofendería que nuestro mejor amigo nos diera 50 euros por aconsejarle en un trance difícil; la satisfacción de poder ayudarlo nos resulta más que suficiente.
Los incentivos sociales y los relacionados con la cooperación resultan muy eficaces. En general, nos importa mucho la imagen que los demás tengan de nosotros, así que no acostumbramos a saltarnos las normas sociales, ya sean explícitas o implícitas. Cuando el Gobierno irlandés impuso en 2002 un pequeño impuesto al uso de las bolsas de plástico en los supermercados, no se esperaba un éxito tan rotundo. En pocas semanas, ya casi nadie iba a comprar con bolsas que no fueran de tela y reutilizables. ¿Acaso se dieron cuenta de repente los irlandeses del daño que estaban causando al medio ambiente? No. Pero llevar bolsas de plástico se convirtió en algo casi peor que lucir un abrigo de pieles: nadie quería ser juzgado por violar la norma social.
En uno de sus estudios más famosos, Robert Cialdini, profesor de la Universidad Estatal de Arizona
Una de las principales motivaciones de nuestra conducta es el miedo al rechazo. La mayoría de las personas rehúye saltarse las normas
que lleva décadas investigando el fenómeno de la persuasión, encontró la mejor manera de hacer que los clientes de un hotel reutilizaran sus toallas. Lavarlas cada día supone un gran coste de agua y energía, pero casi nadie piensa en el medio ambiente cuando duerme en un hotel.
PARA AVERIGUAR QUÉ TIPO DE MENSAJE ANIMARÍA MÁS A LA GENTE A REUTILIZAR LAS TOALLAS, CIALDINI PROBÓ TRES TIPOS DE LETREROS.
Uno era un llamamiento a la preservación del planeta; otro anunciaba que el hotel donaría a causas benéficas parte del ahorro en lavandería; y el tercero decía que el 75 % de los clientes volvía a usar las toallas al menos una vez durante su estancia. Los clientes que vieron este último cartel resultaron ser los más propensos a cumplir con la solicitud: la mitad de ellos lo hacía. Es la poderosa fuerza del rebaño.
Pero los incentivos externos no tienen por qué ser siempre de carácter positivo. También se pueden utilizar los negativos para penalizar determinadas conductas. Uno de los mejores ejemplos es el de las sanciones económicas. “Tanto las empresas como las organizaciones sociales utilizan multas y recompensas para tratar de canalizar el egoísmo de las personas hacia la consecución del bien común. De esta forma, la amenaza de una sanción de tráfico provoca que los conductores respeten la fila de automóviles en un semáforo”, afirma el economista estadounidense Samuel Bowles en su artículo “Cuando los incentivos se vuelven contraproducentes”, publicado en la revista Harvard Business Review.
Esta estrategia basada en las sanciones explica políticas como la del Ayuntamiento de Madrid, que a finales de 2016 activó por primera vez el escenario n.º 3 previsto en su protocolo contra la contaminación, que regula el tráfico en el interior de la ciudad en función de las matrículas en las jornadas con mucha polución: los días pares solo pueden circular los vehículos con matrícula par; los impares, los vehículos con matrícula impar. La medida no afecta a los transportes públicos y escolares, ni a los vehículos comerciales. El problema surge cuando una medida
El conocimiento es poder: saber de qué forma influyen los incentivos, económicos o de otro tipo, en los sentimientos y acciones de la gente es una herramienta peligrosa
de este tipo consigue el efecto contrario al que se busca. Los economistas Uri Gneezy y Aldo Rustichini realizaron hace unos años un estudio en diez guarderías privadas de Haifa (Israel) que ayuda a comprender este punto. Para evitar que los padres llegaran tarde a recoger a sus hijos, los centros implantaron un sistema de pequeñas multas económicas, equivalentes al salario medio por hora en ese país. El resultado fue que los retrasos se multiplicaron. Los progenitores ya no sentían la obligación ética de ser puntuales para no fastidiar a los profesores; la demora tenía un precio, así que se convirtió en un bien de consumo más. Aunque las multas se retiraron, el volumen de retrasos se mantuvo. Los investigadores creen que hubiera sido más efectivo poner multas desorbitadas de 10 dólares por minuto.
AL DISEÑAR UN INCENTIVO, LA CUANTÍA DE ESTE ES CLAVE. SI PARTICIPAMOS EN
UN ESTUDIO para probar un nuevo fármaco, 50 euros pueden parecernos una paga razonable si invertimos poco tiempo y además no entraña riesgo para nuestra salud. ¿Y si nos ofrecen 5.000 euros? Quizá sospecharíamos que el medicamento es peligroso y nos lo pensaríamos dos veces. “Si me proponen un trabajo y me pagan una cantidad desorbitada, sobrentiendo que me van a explotar. Un incentivo contiene mucha información”, explica Rey, que ha colaborado con Gneezy en un experimento para determinar si una cadena de supermercados estadounidense debía pagar a sus clientes por contestar encuestas de hábitos de consumo, y en tal caso, cuánto. Encontraron que la tasa de respuesta se reduce a la mitad (del 7 % al 3,5 %) cuando se ofrece un dólar en lugar de nada. A partir de un precio –seis dólares-, cuanto más se paga, más gente contesta. La tasa de respuesta sube del 7 % al 15 % cuando se mete el dinero en el sobre del cuestionario, tal vez porque entonces los clientes se sienten más obligados.
Experimentos similares a los que hemos presentado están desvelando cómo los incentivos –económicos o no– influyen en nuestras emociones y actos. Este conocimiento es una herramienta poderosa, y peligrosa, porque puede servir para manipularnos. Por eso, Rey sostiene que “la investigación en economía del comportamiento y la divulgación deberían servir para dotar a la gente de mecanismos de defensa”, y aboga por crear comités éticos y protecciones legales contra aquellos que quieren jugar con las debilidades de la psique humana en beneficio propio.