Salud: La oxidación, en jaque
Una importante parte de los seres vivos necesita el oxígeno como algo indispensable para la supervivencia, pero a la vez, este elemento químico es el responsable de un proceso irreversible que se acelera con el envejecimiento: igual que una placa de hierro, el cuerpo se oxida con los años por culpa de los dañinos radicales libres. Por suerte, la naturaleza también nos ha dotado con algunas armas para frenar este deterioro: desde sustancias como las vitaminas A, C y E o los betacarotenos hasta prácticas saludables como el ejercicio.
No hace falta ser una lumbrera para saber lo que pasa si dejas una barra de hierro a la intemperie. Tarde o temprano, se oxida. En contacto con el oxígeno y la humedad del aire, su superficie experimenta reacciones químicas que la cubren de una especie de polvo de color naranja rojizo: la herrumbre. O, hablando con propiedad, el hidróxido férrico. Las inclemencias meteorológicas acelerarán la corrosión. Y como el óxido de hierro no tiene las mismas propiedades estructurales del hierro metálico, terminará por partirse.
Los humanos también nos oxidamos, con la enorme diferencia de que este es un proceso vital para nosotros. Gracias a la oxidación, nuestras células pueden obtener cantidades enormes de energía, el corazón late, los músculos se mueven y el sistema inmune es capaz de destruir los gérmenes que intentan invadirnos. En definitiva, sin oxidación no existiría la vida tal como la conocemos. Sin embargo, se da la paradoja de que cada vez que quemamos oxígeno producimos unas moléculas un poco canallas: los radicales libres, que no son sino átomos con electrones no apareados en alguno de sus orbitales, ansiosos por reaccionar con otros átomos.
QUIEN PRETENDA ENTENDER A LOS RADICALES LIBRES DEBE SABER QUE VIVIR CON ELECTRONES SUELTOS PULULANDO ALREDEDOR DEL NÚCLEO ES INQUIETANTE.
Resulta que estas partículas giran en regiones del espacio llamadas orbitales. Cada orbital tiene capacidad para albergar un máximo de dos electrones. La parejita es su nivel de ocupación ideal. Si hay electrones solos en sus orbitales, el átomo se turba y busca otras moléculas a las que, o bien encasquetarles un electrón, o bien robárselo. Hay que emparejarse a cualquier precio. Si el afectado elige como compañía a otro radical libre no hay problema: uno da, el otro recibe y todos contentos. Pero cuando se topa con una molécula estable, la cosa cambia, porque haga lo que haga, alterará su composición y la convertirá en otro radical libre, que a su vez desestabilizará a otra molécula, y esta a otra y así sucesivamente. Un efecto dominó fatal. “Hay componentes de la célula, como los lípidos de las membranas, que cuando se oxidan cambian sus propiedades y pierden eficacia para cumplir con sus funciones. Ocurre también con las proteínas y con los ácidos nucleicos como el ADN”, explica a MUY José Viña Ribes, catedrático de Fisiología de la Universidad de Valencia. Esto se traduce en que los radicales libres provocan mutaciones en la composición o la estructura de los elementos celulares que los hacen incompatibles con la vida.
Por suerte, la naturaleza nos ha equipado con un arsenal antioxidante para plantarles cara a estos reaccionarios elementos. Por un lado, contamos con enzimas que los desactivan y, por otro, con sustancias, como las vitaminas A, C y E y los betacarotenos, que
neutralizan a los radicales libres más tozudos a base de compartir electrones con ellos.
En condiciones normales, estas estrategias funcionan y frenan a los miles de radicales que generan a diario el metabolismo y el sistema inmune. Pero las enzimas y los antioxidantes se ven sobrepasados cuando los enemigos llegan en tropel, como sucede si nos damos un atracón de grasas y fritos, fumamos, abusamos de las drogas, sufrimos jet lag por desfases horarios o tomamos el sol sin protección. Los radicales libres se acumulan y no hay manera de neutralizarlos. Es lo que se conoce como estrés oxidativo. Además, los mecanismos antioxidantes pierden efectividad al envejecer. El daño se acentúa con el paso de los años y deja paso a enfermedades como la arteriosclerosis, el alzhéimer, el párkinson, la diabetes, las cardiopatías, el asma, las cataratas o el cáncer.
¿Significa eso que parándoles los pies a los radicales libres gozaríamos de una salud de hierro? En parte sí. Cumplidos los ochenta, se calcula que la mitad de nuestras proteínas corporales han sido menoscabadas por la oxidación y han perdido su estructura tridimensional. Aplanadas, dejan de funcionar. Científicos de Stony Brook (EE. UU.) identificaron una veintena de proteínas cuyas funciones se relacionan con el envejecimiento. En la lista figuraban las telomerasas, que, al ser reprimidas, impiden que los extremos de los cromosomas alarguen la vida de las células. O las histonas, unas proteínas que ayudan a empaquetar el ADN y cuyo mal funcionamiento puede conducir a pérdida de memoria y al cáncer. Si consiguiésemos ahorrarles el estrés oxidativo, nuestra calidad de vida mejoraría considerablemente.
RESIGNARSE ANTE LOS RADICALES LIBRES NO ES UNA OPCIÓN, PERO TAMPOCO LO ES ATIBORRARSE DE FRUTAS, VERDURAS Y SUPLEMENTOS ANTIOXIDANTES,
pese a que en los ensayos en el laboratorio algunas vitaminas consiguen neutralizarlos. Cada vez más estudios indican que tomar suplementos contra la oxidación no le hace ni cosquillas al cáncer. Ni la vitamina C ni la vitamina E suponen un beneficio en la prevención de tumores o de enfermedades cardiacas.
Entonces, ¿qué nos queda? Una opción válida es pasar un poco de hambre y optar por la restricción calórica. O sea, comer menos sin llegar a la malnutrición. Hay pruebas irrefutables de que esto prolonga la vida. Cientos de estudios muestran que ralentiza el envejecimiento en levaduras, moscas, gusanos, peces, roedores y simios, a la vez que