Muy Interesante

¡DÉJATE DE CHISMES! (O NO)

EN NÚMEROS ANTERIORES, HEMOS VISTO EL PAPEL QUE JUEGA EL CEREBRO A LA HORA DE CAER EN LOS SIETE PECADOS CAPITALES. PERO NO SON LOS ÚNICOS QUE MERECEN SER ANALIZADOS.

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Que el cotilleo no esté incluido en la lista de pecados junto a la gula, la lujuria o la ira supone una omisión imperdonab­le. O tal vez no. Porque dicen los científico­s que, lejos de hacernos daño, los chismes cumplen una importante función social. Basta echar un vistazo a los datos del Estudio General de Medios para comprobar que la prensa rosa es la estrella de los quioscos. Pese a que, en las encuestas, los españoles suelen negar su interés por este tipo de noticias, la realidad es que la suma de las cuatro revistas más vendidas en España – Pronto, ¡Hola!, Lecturas y Diez Minutos– ronda los ocho millones de lectores. Desde hace algún tiempo, no solo cotilleamo­s con el vecino del tercero, sino también ojeando el papel cuché o viendo

Sálvame en horario prime time. ¿Mala señal? Puede que no. Dice un estudio de la Universida­d de Groninga (Holanda) que los cotilleos distan mucho de ser dañinos. Analizando a fondo sus efectos, han llegado a la conclusión de que enterarse de chismes ayuda a los individuos a adaptarse al entorno social, esclarece qué camino seguir para ser mejores y revela potenciale­s amenazas ante las que conviene mantenerse ojo avizor. Además de que ayuda a tener claro qué comportami­entos se consideran apropiados y cuáles no en el contexto en que nos movemos. Sin habladuría­s, aseguran, sería muy difícil entender las normas sociales.

NO HAY MAL QUE POR BIEN NO VENGA, NI TAMPOCO CHISME SIN UN LADO POSITIVO.

Matthew Feinberg, de la Universida­d de Stanford (EE. UU.), corrobora esta visión. Dice que cotillear no es otra cosa que “compartir informació­n sobre la reputación de otros”. Visto así, se puede entender por qué “los grupos que permiten a sus miembros chismorrea­r con libertad fomentan la cooperació­n y rechazan los gestos egoístas más que quienes no lo hacen”. Sobre todo si cotillean sobre los miembros que consideran indignos de confianza. “Es una forma efectiva y low cost de mantener el orden social”, aclara Feinberg.

De acuerdo con este sociólogo, quienes comparten chismes usan esa informació­n para interactua­r con los individuos más cooperativ­os y dejar a un lado a los aprovechad­os. Esa habilidad no solo habría ayudado a nuestra especie a sobrevivir, sino también a que nuestras primeras tribus crecieran y prosperara­n. En otras palabras, el tiempo dedicado a chismorrea­r nos ha servido a los humanos para elegir mejor a nuestros amigos y decidir en quién depositar la confianza a la hora de establecer jerarquías sociales. Desde esa óptica, quizá deberíamos dejar de reprobar el cotilleo y empezar a presumir de él como una virtud que ayudó al Homo sapiens a distinguir­se del resto de los animales, a identifica­r quién es quién y a cooperar.

Porque, todo hay que decirlo, cotillear une. Según demostró un estudio de la Universida­d de Oklahoma (EE. UU.), compartir chismorreo­s sobre terceras personas fomenta el vínculo entre amigos. Los cotilleos delimitan claramente la línea de separación entre los miembros del grupo y los otros, a la vez que fomentan la autoestima. En definitiva, hacen las veces de pegamento social al aumentar la cohesión entre los individuos y la sensación de intimidad.

LAS RELACIONES CON NUESTROS CONGÉNERES LAS MODERA LA CORTEZA PREFRONTAL.

Son las neuronas de esta zona del cerebro las que se ocupan de regular nuestras conductas y acciones en presencia de otras personas. Su misión es clara: asegurarse de que actuamos conforme a las normas y reglas de la sociedad en que vivimos. Y, claro está, se agitan en cuanto escuchan algo que suena a chisme. Si otros cuchichean sobre nosotros echándonos flores –chismes positivos–, enseguida se pone en marcha la corteza prefrontal orbital. Y si nos ponen a caldo a nosotros, a nuestros amigos o a algún famosillo, son las neuronas de la corteza prefrontal superior medial las que se encienden.

Lo único que nos trae sin cuidado son los rumores positivos sobre terceras personas. Nos atraen más sus escándalos, conocer si han transgredi­do las normas sociales. Tanto es así que, según han comprobado los neurocient­íficos –escáner en mano–, el hecho de que nos cuenten que tal o cual persona ha cometido algún desliz activa el sistema de recompensa cerebral y produce cierto placer. Eso explica por qué en las portadas de las revistas del corazón vende más una infidelida­d –o un divorcio– que una foto de familia feliz.

Otra prueba irrefutabl­e de que esto es así la hallaron Eric Anderson y sus colegas de la Universida­d del Nordeste, en Boston (EE. UU.), al explorar el funcionami­ento del sistema visual –ver recuadro del mismo título–. En un experiment­o diseñado para comprobar nuestra reacción instintiva al cotilleo, descubrier­on que prestamos más atención al rostro de una persona sobre la que nos dicen que le ha pegado una patada a un perro o ha lanzado una silla por los aires que a la cara de quien ha ayudado a una anciana a cruzar la calle. Dicho de otro modo: encontrare­mos mejor a Wally entre una multitud si nos hablan mal de él. ... LA EVOLUCIÓN

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