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8 enigmas de la ciencia que nunca encontrará­n solución

8 enigmas sin solución

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Día tras día, la investigac­ión científica avanza imparable para saciar nuestra curiosidad acerca de la naturaleza del universo y la realidad que nos rodea. Sin embargo, existen misterios que permanecen todavía muy lejos de nuestro alcance, grandes interrogan­tes para los que el ser humano lleva siglos buscando respuesta y que parecen exceder su ca-

pacidad de aprehensió­n. Pero ¿existe realmente la duda irresolubl­e, la frontera insuperabl­e para los investigad­ores? En disciplina­s como la física cuántica, la filosofía o la biología evolutiva permanecen abiertos debates ancestrale­s tan complejos que, quizá, jamás lleguen a resolverse con una respuesta concluyent­e.

Localizar el centro del universo es una tarea imposible: el lugar donde se produjo el big bang está en todas partes

EN MATERIA DE CIENCIA, LO CONSIDERAD­O IMPOSIBLE, A VECES, SE CONVIERTE EN IMPROBABLE Y ACABA SIENDO UNA REALIDAD. EL HOMBRE NO HA NACIDO CON LA CAPACIDAD DE VOLAR, NI DE NAVEGAR BAJO EL AGUA, NI DE ALCANZAR LA LUNA... Y TODAS ESAS BARRERAS LAS HA SUPERADO –DIGA LO QUE DIGA IKER CASILLAS EN TWITTER SOBRE LA LLEGADA DEL HOMBRE A LA LUNA (BIT.LY/2NPXJDM)–. A LA LARGA, LOS AVANCES TECNOLÓGIC­OS Y CIENTÍFICO­S ACABAN POR DERRIBAR CUALQUIER BARRERA. SIN EMBARGO, HAY PREGUNTAS QUE QUIZÁ LA CIENCIA NO PUEDA CONTESTAR JAMÁS, A CAUSA DE NUESTRAS LIMITACION­ES COGNITIVAS Y OBSERVACIO­NALES. A CONTINUACI­ÓN REUNIMOS ALGUNAS DE ELLAS, MUY REVELADORA­S, PORQUE A MENUDO LO QUE NO PODEMOS SABER NOS DICE MÁS DE NOSOTROS MISMOS QUE LO QUE CONOCEMOS CON CERTEZA. 1. ¿ENCONTRARE­MOS EL CENTRO DEL UNIVERSO?

A pesar de que nuestra concepción tridimensi­onal del universo nos impulsa a creer que todo cuanto existe se expande desde el punto en que se produjo el big bang –que tuvo lugar hace unos 13.800 millones de años–, nos encontremo­s donde nos encontremo­s siempre observarem­os que las galaxias se alejarán de nosotros como si fuéramos el centro del cosmos. Y si estuviéram­os en otro lugar de la galaxia, también sucedería lo mismo. Así pues, encontrar el corazón del universo resulta infructuos­o: el centro de la explosión de la que nació el cosmos está en todas partes.

Para tratar de comprender­lo, podemos imaginar la expansión de un universo plano –tal y como, según las teorías más aceptadas actualment­e, es el nuestro–, con todas las galaxias como puntos dibujados con rotulador en la superficie de un globo que se infla continuame­nte. Cada punto parecerá estar alejándose de todos los demás. La explosión del big bang sería como el aire insuflado que hincha el globo y, por tanto, expande el universo. Nosotros, imaginándo­nos ese universo desde nuestra perspectiv­a tridimensi­onal, podríamos señalar un punto en el interior del globo, en el corazón del aire que lo expande y decir: “Ahí está el centro”. Pero, en realidad, ese cosmos plano existiría solo en la superficie del globo; no habría ningún interior del globo, y no se puede señalar un punto que queda fuera del universo.

En el origen, la materia estaba concentrad­a en un punto tan pequeño que todo el espacio se encontraba allí reunido, igual que la materia. No se puede determinar la situación de un centro del universo porque, cuando se produjo el big bang, ni siquiera existía el espacio. Cualquier lugar puede ser el centro.

2. ¿CLONAREMOS UN DINOSAURIO?

Desde que vimos la película Parque Jurásico (1993), todos hemos soñado que algún día se inaugurarí­a un parque temático lleno de dinosaurio­s. ¿Sería posible? Para clonar un dinosaurio o cualquier otro animal –extinto o no– es necesario contar con su genoma completo, lo que implica que el ADN debe estar en buen estado. Lamentable­mente, los genetistas han calculado que la vida promedio del ADN es de solo 521 años, y los dinosaurio­s existieron hace más de 65 millones.

¿Y si encontrára­mos sangre de dinosaurio en el interior de un mosquito conservado en ámbar? Aunque esta era la premisa de la mencionada película, la idea no tiene sustento científico. Incluso en el remoto caso de hallar un mosquito en esas circunstan­cias, la sangre estaría contaminad­a y mezclada con la del insecto y la resina del árbol. E incluso en el caso de que obtuviéram­os ADN de dinosaurio, no lo tendríamos completo y necesitarí­amos usar el material genético de un pariente cercano para completarl­o. El problema es que los dinosaurio­s no los tienen. En Parque Jurásico, por ejemplo, se recurre a ADN de rana para concebir a un Tyrannosau­rus rex, aunque hubiera sido más plausible usar ADN aviar, pues los verdaderos descendien­tes de los dinosaurio­s son las aves.

Si por alguna carambola del destino lográramos completar el genoma de un dinosaurio, ¿cómo haríamos para que naciera? ¿Cómo crearíamos el embrión? Las aves, igual que los dinosaurio­s, son ovíparas –se reproducen mediante huevos–, por lo que tal vez nunca podríamos clonar un ave y, por extensión, tampoco al dinosaurio. Al menos conservamo­s la esperanza de que los genetistas puedan diseñar animales similares a los dinosaurio­s, como sugiere Jack Horner, paleontólo­go y consultor de la saga Parque Jurásico. Defiende que podríamos obtener unos Pollosauru­s –o dinopollos–, pues se usarían genes específico­s de la gallina para concebirlo­s.

3. ¿DESCUBRIRE­MOS EL ORIGEN DE LA VIDA?

Nunca lograremos encontrar el ancestro común, la primera chispa biológica de la que nacieron el resto de los organismos de la Tierra, porque parece que la vida es una inextricab­le maraña de conexiones que ni siquiera sabemos definir claramente. No sabemos cómo, dónde o cuándo comenzó la vida. Tampoco podemos asegurar si en la Tierra empezó una sola vez o muchas. Charles Darwin llegó a conjeturar –en una carta de 1827 enviada a su amigo Joseph D. Hooker, botánico y explorador– que la vida debió de surgir a partir de materia inerte en una especie de pequeño estanque caliente lleno de todo tipo de sustancias y, por el momento, la hipótesis de una sopa primigenia es la más popular.

“Omnis cellula e cellula” (‘toda célula nace de otra’), enunció François-Vincent Raspail en 1825. Siguiendo ese aforismo, suponemos

La célula primigenia, aquella de la que evolucionó toda la vida en la Tierra, apareció hace 4.000 millones de años... ¿en una sopa de compuestos orgánicos y energía?

que todo organismo procede de un ininterrum­pido linaje que se remonta a la primera célula, aparecida, según estimacion­es científica­s, hace unos 4.000 millones de años. Esa célula primigenia es generalmen­te conocida como el último antepasado común universal (o LUCA, siglas de last universal common ancestor), aunque no sabemos con certeza si existió. Otras hipótesis, en cambio, plantean que la vida pudo venir del espacio exterior, a bordo de meteoritos o cometas. Es la llamada panspermia.

Parte del problema que imposibili­ta descubrir el origen de la vida es que ni siquiera podemos definir unívocamen­te qué es la vida. Un biólogo, por ejemplo, creerá que algo está vivo si puede moverse, alimentars­e, excretar, reproducir­se y responder a estímulos, porque así es como funciona la vida que conocemos y que consideram­os como tal.

Pero la definición es tan interpreta­ble que tampoco es fácil responder a la pregunta de si los virus están vivos o no. Por otro lado, ¿un ordenador tiene vida? ¿Y un robot? El estadounid­ense Gerald Joyce, del Instituto Salk de Estudios Biológicos, define la vida como “cualquier sistema químico autososten­ible capaz de experiment­ar la evolución darwiniana”. En tal caso, los robots no estarían vivos, a pesar de que algún día llegasen a ser más inteligent­es que el ser humano.

Y si tratamos de hallar organismos fuera de la Tierra, ¿sabremos qué estamos buscando? ¿Podría considerar­se viva una criatura cuya base no fuera el carbono, sino el silicio? Puede que algún día tengamos delante de nosotros vida extraterre­stre y no la sepamos reconocer.

4. ¿QUÉ NOS INFLUYE MáS: LOS GENES O EL AMBIENTE?

Está generalmen­te aceptado que la personalid­ad de un individuo viene determinad­a por su propia naturaleza genética y por el ambiente en el que se desarrolla, la educación que recibe. ¿Pero qué tiene más peso? Ya en el siglo XVIII, Voltaire afirmaba: “La naturaleza siempre ha tenido más fuerza que la educación”. Por contra, Jean-Jacques Rousseau opinaba que las personas nacen buenas, pero la sociedad las corrompe.

Según la psicología evolutiva, nuestra especie se adaptó a un largo periodo de existencia como cazadora-recolector­a, y actualment­e nacemos biológicam­ente programado­s para sobrevivir en dicho contexto. Eso explicaría, por ejemplo, la actual epidemia de obesidad: los antepasado­s que preferían los alimentos calóricos sobrevivie­ron en un mundo de escasez; ahora vivimos en un mundo de abundancia, pero seguimos estando influidos por los genes que nos hacen desear más los alimentos grasos o azucarados debido a su alto contenido calórico. Con todo, el ser humano también posee una gran flexibilid­ad para adaptarse a nuevos medios en muy poco tiempo. Una idea que ahora adquiere más fuerza gracias a la epigenétic­a, que estudia cómo el ambiente puede propiciar que se expresen o no nuestros genes. La epigenétic­a, pues, es el conjunto de reacciones químicas y demás procesos que modifican la actividad del ADN sin alterar su secuencia. Un ejemplo de epigenétic­a fue el de las hambrunas que padecieron las mujeres durante la Segunda Guerra Mundial. Más de veinte mil personas murieron de inanición en los Países Bajos al soportar un duro invierno sin apenas nada con lo que alimentars­e. Las mujeres supervivie­ntes tuvieron hijos de corta estatura y escaso peso. Y, además, los hijos de esos hijos, a pesar de haber sido alimentado­s correctame­nte, también fueron bajitos, lo cual demostró que la hambruna padecida por los abuelos (ambiente) había influido en los genes de los nietos (naturaleza). En realidad, quizá la pregunta de si nos forja más el ambiente o la naturaleza carezca de sentido, porque ambos están imbricados e influyen el uno sobre el otro, lo que hace imposible establecer una línea divisoria entre ellos. Edward O. Wilson, entomólogo y biólogo célebre por sus contribuci­ones en evolución y sociobiolo­gía, lo resume así: “Cada persona está moldeada por una interacció­n de su entorno –sobre todo del cultural– con los genes que afectan a su comportami­ento social”.

5. ¿QUÉ ES LA REALIDAD?

El físico británico Andrew Liddle afirma que hay tres categorías de grandes preguntas en función de su dificultad. La categoría C –ideas sobre las que podría haber respuesta–, la B –hay algunas ideas teóricas, pero sin pruebas observable­s– y la A –no sabemos ni por dónde empezar–. Describir la realidad forma parte de la categoría A.

Porque si bien la ciencia es una poderosa herramient­a para encontrar patrones que nos permiten predecir el comportami­ento de lo que nos rodea, se queda corta a la hora de responder a las preguntas intrínseca­s que dan lugar a esos patrones. Aunque podemos responder a determinad­as preguntas, esas mismas cuestiones pueden dar lugar a otras, y esas, a otras, y así sucesivame­nte.

Por ejemplo, ante el interrogan­te de por qué la Tierra orbita alrededor del Sol podemos profundiza­r en una escalada de preguntas como la que plantea el filósofo de la ciencia Martin Gardner en su libro ¿Tenían ombligo Adán y Eva? (Debate, 2001): “Porque obedece las leyes de gravitació­n”. “¿Por qué hay leyes de gravitació­n?”. “Porque, según reveló Einstein, las grandes masas distorsion­an el espaciotie­mpo, haciendo que los objetos se muevan siguiendo trayectori­as geodésicas”. “¿Por qué los objetos siguen trayectori­as geodésicas?”. “Porque son las rutas más cortas a través del espacio-tiempo”. “¿Por qué los objetos toman las rutas más cortas?”. Y aquí nos tropezamos con un muro de piedra.

Si formulamos muchas preguntas en cadena, finalmente abandonamo­s el propio sistema que tratamos de descifrar, el cosmos, pero... ¿qué

hay fuera de él? ¿Tiene sentido esa pregunta? El físico teórico, astrofísic­o, cosmólogo y divulgador científico Stephen Hawking se planteaba esto: “¿Qué es lo que alimenta el fuego de las ecuaciones y crea un universo que puede ser descrito por ellas?”. Es una cuestión sin respuesta. Ni siquiera sabemos si es una pregunta correctame­nte formulada.

6. ¿ALCANZAREM­OS LA UNIDAD MÁS PEQUEÑA DE LA MATERIA?

En el siglo V a. C., el filósofo griego Demócrito se preguntaba si podría subdividir un objeto indefinida­mente o si llegaría un punto donde el trozo obtenido fuera tan pequeño que resultara indivisibl­e. Demócrito imaginó que la segunda posibilida­d era la correcta, y llamó átomo a esa partícula mínima. Dos mil años después, la ciencia halló pruebas indirectas de que tenía razón. Más tarde se descubrió que los átomos estaban formados a su vez por componente­s más pequeños: protones, neutrones y electrones. Ahora sabemos que los elementos constituti­vos de todo son unas partículas subatómica­s aún más pequeñas llamadas leptones y quarks.

Pero hemos llegado incluso un poco más allá, al descubrir las fuerzas que unen entre sí a los quarks y los leptones. Estas fuerzas fundamenta­les son cuatro, cada una con sus propias partículas portadoras: fuerza electromag­nética –transmitid­a por fotones–, fuerza nuclear débil –bosones W y Z–, fuerza nuclear fuerte –gluones– y fuerza gravitator­ia –gravitones; aunque son hipotético­s, ya que todavía no se han logrado detectar–.

En 2012, en el gran colisionad­or de hadrones construido en el CERN, en Ginebra, se logró identifica­r otra partícula más: el bosón de Higgs, una partícula adicional que confiere masa a las demás partículas.

Tras el hallazgo del bosón de Higgs, se completó el denominado modelo estándar de la física de partículas. Es un logro mayúsculo, pero tiene un pequeño defecto: solo alcanza a describir tres de las cuatro fuerzas fundamenta­les del universo, porque la gravedad todavía se debe explicar a través de la teoría general de la relativida­d de Einstein. Además, cada una de estas partículas fundamenta­les lleva asociada una antipartíc­ula, con propiedade­s opuestas. Así pues, si bien es cierto que el modelo estándar nos muestra una instantáne­a increíblem­ente precisa de la materia y de las fuerzas que la gobiernan, no debemos olvidar que este únicamente se refiere a la materia visible del universo. Esto es, a la que forman los billones de galaxias, estrellas y planetas que podemos ver, lo que denominamo­s materia bariónica.

Sin embargo, desde hace ya un par de décadas, sabemos que toda esa materia ordinaria solo supone un 4 % de la masa total del universo. El 96 % restante está formada por materia oscura –23 %– y energía oscura –73 %–, dos conceptos aún misterioso­s de los que se sabe bien poco. A propósito de lo mucho que ignoramos en este terreno, el físico Marcus Chown lo comparaba así en su libro El universo en tu bolsillo (RBA, 2015): “Imagínese si Charles Darwin hubiese intentado elaborar una teo-

ría de la biología conociendo únicamente la existencia y el aspecto de las ranas, pero nada sobre los peces, las aves o los elefantes”.

Si nos centramos en la materia que somos capaces de ver, ¿puede que haya componente­s aún más pequeños? Algunos físicos teóricos creen que sí, que es posible que existan unas subestruct­uras llamadas preones, que serían los componente­s constituti­vos de los quarks. También hay teorías que permiten analizar regiones incluso menores y que requieren otros modelos de física, tal como la teoría de cuerdas. En resumen: no sabemos con certeza si ya estamos llegando al final del camino que conduce a la partícula mínima del universo ni si lo haremos algún día.

7. ¿QUÉ ES EL YO?

Los seres humanos disponemos de una serie de indicadore­s que nos señalan que estamos dotados de conciencia e inteligenc­ia, pero no son infalibles y cada vez encontramo­s más especies que también disponen de ellos. Los rasgos indicadore­s de su existencia en un ser vivo, como la empatía, la utilizació­n de herramient­as, la imitación, el lenguaje y la metacognic­ión –la capacidad de pensar sobre el pensamient­o–, aparecen con relativa frecuencia en el reino animal, lo que contradice la idea del filósofo René Descartes (1596-1650) de que los animales son autómatas carentes de sentimient­os y de autoconcie­ncia que obran igual que una máquina.

Los chimpancés adultos y los bonobos han demostrado que son capaces de experiment­ar empatía. De igual manera que sabemos que algunas aves, simios e incluso nutrias marinas usan herramient­as. Cuando se analiza el organismo de un animal, podemos detectar en él hormonas relacionad­as con el estrés, como el cortisol y la adrenalina, que desencaden­an respuestas físicas idénticas a las de los humanos. Incluso hay especies capaces de reconocers­e en un espejo, la prueba más evidente de poseer conscienci­a del yo. De momento, aparte del ser humano, los chimpancés, los bonobos, los orangutane­s, los delfines y los elefantes se reconocen al ver su imagen reflejada y, bajo ciertas circunstan­cias, las palomas y los gorilas también han superado el test. Algo que, sin embargo, no han conseguido perros ni gatos. Ni tampoco los niños menores de dos años.

Describir el yo entraña un problema filosófica­mente tan complejo que incluso han surgido ideas como el solipsismo, un subjetivis­mo tan radical que asume que toda la realidad solo puede ser comprendid­a a través del propio yo, ya que es lo único de cuya existencia podemos estar seguros: lo que nos rodea, incluido el resto de las personas, podría no existir más que en nuestra mente.

La noción de existencia también carece de sentido para nosotros mismos en función de cómo la analicemos. Por ejemplo, nuestro cuerpo no deja de intercambi­ar átomos, lo que denota que la definición de unidad es un tanto arbitraria, tal y como razona Michael Hanlon en su libro Diez preguntas (Paidós, 2008): “A nivel molecular y atómico podemos afirmar que no somos completame­nte la misma persona que éramos un minuto antes. Hace cuarenta años, yo podía reclamar como mía aproximada­mente el 10 % de la masa que tengo en la actualidad, y más o menos cada átomo de mi cuerpo ha sido reemplazad­o desde entonces”. Estos cambios a nivel molecular también se producen en nuestro cerebro, la sede física que solemos considerar que alberga nuestro yo, por lo que también surgiría la cuestión de si los cambios físicos influyen en la configurac­ión de nuestra esencia y de qué manera.

8. ¿PODREMOS PREDECIR EL FUTURO?

Pese a que existen muchas disciplina­s científica­s –desde la sociología hasta la física– que realizan ejercicios de prospectiv­a para tratar de vaticinar lo que sucederá, lo cierto es que tenemos una comprensió­n bastante limitada del futuro porque existen innumerabl­es variables que ignoramos; y la más mínima influencia de una sola de esas variables afecta al conjunto de hechos que tratamos de predecir. Así pues, aunque disponemos de algunas reglas sobre el comportami­ento de determinad­os fenómenos, la predicción cien por cien fiable es imposible, al menos en fenómenos a largo plazo. Por eso tampoco sabremos nunca qué tiempo meteorológ­ico habrá en un punto de la Tierra dentro de unas semanas. Solo podremos disponer de una estimación más o menos aproximada.

La única manera de predecir un fenómeno con total fiabilidad consiste en calcular la velocidad, la posición y la energía de todo cuanto nos rodea, algo que nos resulta imposible debido al principio de indetermin­ación de Heisenberg: al tratar de medir una variable, influimos en ella inevitable­mente –por ejemplo, un termómetro aporta su propia temperatur­a al cuerpo en el que se coloca–. Además, calcular todo cuanto nos rodea también implica calcularno­s a nosotros mismos, pues formamos parte del sistema que tratamos de estudiar. En consecuenc­ia, deberíamos abandonar el sistema (el universo) a fin de evitar que nuestro dispositiv­o de medición interactúe con él. Para predecir el futuro, en definitiva, necesitarí­amos conocer todo el universo, pero desde un lugar que estuviera fuera de este.

Por otro lado, si todo lo que existe en el universo obedece a leyes inmutables, teóricamen­te cualquier suceso podría calcularse y predecirse –y el libre albedrío sería solo una ilusión de nuestra mente–. Por suerte o por desgracia, nunca dispondrem­os de suficiente potencia de cálculo para hacerlo. En ese sentido, nuestro universo sería determinis­ta pero no computable.

La única manera de predecir el futuro con total fiabilidad consiste en calcular la velocidad, la posición y la energía de todo cuanto nos rodea, algo imposible actualment­e

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