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FRENTE A LA IMPARABLE REDUCCIÓN DE TIEMPOS Y COSTES QUE ACARREA LA AUTOMATIZACIÓN, TODAVÍA HAY TRABAJOS EMINENTEMENTE CREATIVOS –A LOS QUE PODRÍAMOS LLAMAR SLOW JOBS– FUERA DEL ALCANCE DE MÁQUINAS Y ROBOTS.
Hay cosas que hacen mejor que nosotros. Por ejemplo, contar. Son más precisos y menos olvidadizos, no se cansan, no se ponen enfermos, no se quejan y no quedan a escondidas para beber carajillos y montar sindicatos. Son más fuertes y más rápidos. Si no han desmantelado por completo el mercado de trabajo es porque, en un panorama laboral embrutecido, los humanos salimos más baratos que los robots y no funcionamos a pilas. Esa ventaja competitiva no durará mucho. Si las oscuras promesas del cambio climático se cumplen, pronto resultará mucho más caro comerse un tomate que cargar un coche eléctrico. Y todavía existe la ley de Moore.
AUNQUE EN ALGO AÚN LES GANAMOS. Es verdad que ellos pueden ejecutar un quinteto de Mozart sin perder una nota, reescribir Ana Karenina sin olvidar una coma, pintar un autorretrato de Rembrandt que parezca un Rembrandt y ganar a un campeón de go. Pero no pueden inventar a Mozart, a Tolstói, a Rembrandt o el juego del go. Hacer todas estas cosas requiere la existencia de todas estas cosas; las máquinas son incapaces de crear.
PARA COMPONER SU QUINTETO DE CUERDA EN SOL MENOR, Mozart necesitaría el mismo tiempo hoy que necesitaba en 1787. Y esa pieza precisa el mismo tiempo para tocarla también. Tolstói tardaría lo mismo hoy en escribir Ana Karenina que en 1877. El método Montessori requiere las mismas condiciones para enseñar con éxito a un grupo de niños que cuando Maria Montessori lo diseñó en los años treinta. Y a un médico le hace falta idéntico esfuerzo para dife- renciar un colon irritable de un tumor estomacal, aunque la tecnología le ayude a verificarlo y a tratarlo con eficacia. Lo mismo se aplica a los desempeños del artesano espartero, el quiropráctico o los profesores de universidad: no permiten acelerar producción ni reducir costes sin cambiar fundamentalmente el resultado. Si llamamos comida lenta a lo opuesto de la comida rápida, llena de sal, azúcar y grasa y vacía de contenido nutricional, también podríamos empezar a conocer estos oficios como slow jobs.
HACE YA CINCUENTA AÑOS QUE LOS ECONOMISTAS William J. Baumol y William G. Bowen observaron que los sueldos de esos trabajos tan lentos subían tanto como los de las industrias que habían acelerado su productividad, creando un error de mercado, puesto que generaban gasto sin aumentar la recaudación. Lo bautizaron como enfermedad de los costes. En los últimos años, el propio Baumol destacó una paradoja: con la última revolución tecnológica, los trabajos de alta productividad tienden a valer cada vez menos, mientras a que los de baja productividad les ocurre lo contrario. Quizá su primer cálculo estaba equivocado.
EL INCREMENTO DE PRODUCTIVIDAD, LA ACELERACIÓN Y EL RECORTE de costes son la sal, el azúcar y la grasa de la economía: parece que la alimentan cuando en realidad la engordan y le destrozan la salud. La pregunta no es si las máquinas nos van a quitar el trabajo, sino cómo vamos a hacer para eliminar los trabajos deshumanizantes, para así emplear mejor nuestro tiempo, nuestro cerebro y nuestra capacidad de inspirar, cuidar e inventar.