¿Hasta dónde llegará Netflix?
Netflix ha revolucionado la televisión y transformado los hábitos de centenares de millones de personas de todo el mundo que ven las series y películas que produce y luego distribuye online. Es un negocio multimillonario que amenaza la posición de Hollywood como centro de la industria del entretenimiento. ¿Cómo se explica el increíble triunfo de una empresa que nació hace dos décadas como videoclub en California? ¿Puede durar o morirá de éxito?
Imaginemos que todo el tráfico que circula por internet a lo largo de un día –todas las búsquedas, los juegos, las descargas, las páginas web visitadas, los datos que se envían de forma automática entre sí los diferentes servidores y dispositivos conectados...– pudiera condensarse en el mundo físico en un espacio equivalente al de un piso de cien metros cuadrados. El correo electrónico apenas ocuparía un pequeño rincón de la cocina. ¿Los juegos online? Unos tres metros cuadrados de este hipotético hogar, más o menos el mismo espacio que Amazon y el resto de webs de comercio electrónico, el tráfico de BitTorrent o la red social más visitada del mundo, Facebook. Sumando todos estos servicios y contenidos podríamos llenar tal vez un pequeño dormitorio. ¿La Web? Aproximadamente lo mismo: sería como un segundo dormitorio.
Pero la estancia más grande (aproximadamente una tercera parte de la superficie) luciría el logotipo de una sola compañía. Una que ni siquiera se puede decir que existiera –al menos tal y como la conocemos ahora– hace poco más de una década, y que ha sacudido los cimientos de la industria del entretenimiento al mismo tiempo que ha cambiado nuestros hábitos de consumo.
Hablamos de Netflix, el servicio de vídeo bajo demanda que usan más de 130 millones de personas en todo el mundo para entretenerse a diario, según datos de la propia compañía, que nació en 1997 en California como un servicio de videoclub a domicilio ideado por Reed Hastings y Marc Randolph. Al principio enviaban por correo postal cintas VHS, y a partir de 1999, DVD. La propuesta fue innovadora en su día, porque acababa con los fastidiosos plazos de devolución. Los clientes pagaban una cantidad fija al mes y podían tener solo una, dos o tres películas en casa, pero todo el tiempo que quisieran. Si deseaban cambiar de cintas o discos, debían enviar los que tenían antes de poder recibir otros. Es un negocio que, sorprendentemente, continúa en activo en Estados Unidos. Cada vez cuenta con menos clientes, pero todavía genera beneficios.
Todo cambió en 2007, cuando Netflix comenzó a ofrecer también algunas películas en streaming a sus socios como parte de un experimento que buscaba reducir la rotación de los DVD y, por tanto, los gastos postales en los que incurría la empresa. Primero las películas se ofrecieron en la misma calidad que los DVD, y pocos años después llegó la alta definición, que impulsó la distribución de contenidos por internet.
LA NUEVA ESTRATEGIA FUE UN ENORME ÉXITO. Tanto que muchos de los clientes dejaron de pedir discos a domicilio; solo querían consumir cine por streaming, un método que aún era complicado o caro de conseguir a través de otros servicios. Por ejemplo, la tienda ITUNES de Apple, por entonces el mayor competidor de Netflix, alquilaba películas por periodos de 48 horas o vendía copias digitales, pero no ofrecía una tarifa plana como su rival. En un mundo cada vez más conectado y azotado por la crisis económica, la promesa de horas de entretenimiento a un precio fijo que no llegaba a los 10 dólares al mes se volvió irresistible.
Pero el camino del éxito rara vez resulta llano. Netflix se topó con un problema creado por su propio crecimiento. Si quería seguir atrayendo usuarios con este nuevo modelo, tendría que aumentar su catálogo de vídeo bajo demanda y pagar los correspondientes derechos a las productoras y distribuidoras. En muchos casos, estas ni siquiera estaban interesadas en ofrecer su contenido bajo este modelo de negocio. La idea que terminó de definir el Netflix actual fue tan audaz como inesperada. La compañía decidió producir sus propias series y películas.
Un plan inaudito para una empresa con raíces en el mercado de la logística y que aún tenía una audiencia pequeña en comparación con las grandes cadenas de televisión, pero basado en una realidad económica sólida. Si las series eran de producción propia, Netflix retenía sus derechos. Podía servirlas a sus usuarios todas las veces que quisiera, sin aumentar sus costes operativos.
EN 2011, LA COMPAÑÍA CREADA POR HASTINGS Y RANDOLPH pujó junto con varias televisiones por cable estadounidenses por los derechos de producción de la teleserie británica House of Cards. Las poderosas HBO y AMC también estaban interesadas, pero Netflix puso más dinero sobre la mesa: unos 100 millones de dólares. Y cuando logró lo que ansiaba, no reparó en gastos. Puso al frente de la nueva producción al director David Fincher, que había triunfado años antes a lo grande con las películas Seven y El club de la lucha, y contrató a dos famosos y prestigiosos actores, Kevin Spacey y Robin Wright. “Que un show de este calibre pueda llegar a Netflix da una idea de la velocidad del cambio al que estamos asistiendo en la industria y de lo rápido que nos hemos convertido en un jugador relevante”, aseguró entonces Ted Sarandos, director de contenidos de la firma.
Desde ese punto de inflexión, el ascenso no ha parado. Hoy, el tráfico generado por Netflix supone casi el 34 % de los datos que se descargan a diario de la Red, y esta es solo una entre varias cifras mareantes (ver gráfico de la derecha). El único servicio o compañía que puede compararse con él es YouTube, el portal de vídeos de Google, que no llega al 15 % de los datos transmitidos a través de internet. Vistos los números, parece un milagro que este servicio de entretenimiento funcione de forma tan predecible y consistente. Sí, de vez en cuando hay caídas en la transmisión, pero en general cualquier usuario puede darle al botón de play y comenzar a ver casi al instante un vídeo de alta definición, o incluso 4K.
El modelo de negocio es claro: si produces el contenido y lo distribuyes, eliminas intermediarios y todo el pastel es para ti
Para lograrlo, Netflix ha tenido que crear una línea de servidores propia, especializada en servir sus vídeos –lo que se conoce como CDN, siglas en inglés de red de distribución de contenido– y formada por cientos de máquinas repartidas por todo el globo. La compañía llega a acuerdos puntuales con operadoras locales de telefonía para instalar estos servidores muy cerca (en términos de red) de los usuarios. Cuando estos pulsan el botón de reproducir del mando a distancia o de la pantalla táctil del dispositivo que utilicen, el cliente de Netflix busca los diez servidores más próximos y decide cuál será el encargado de servir el vídeo seleccionado en función del ancho de banda disponible y la calidad de imagen que puede llegar a ofrecer. Si en algún momento la señal se degrada, es capaz de cambiar de servidor a mitad de una película o serie.
Estos servidores, creados por ingenieros de la propia compañía, no utilizan componentes ni software convencional. Han sido diseñados desde cero para ejecutar una sola tarea y a la mayor velocidad posible. Tampoco guardan una copia completa del catálogo de la compañía, pero sí de los shows y películas que se piden con más frecuencia. Cuando no tienen un programa específico disponible, lo solicitan a grandes centros de datos que Netflix tiene repartidos también por todo el mundo o subcontratados a AWS, la división de infraestructura de Amazon. GRACIAS A ESTE SISTEMA, LA EMPRESA PUEDE SERVIR CUALQUIER VÍDEO EN CUESTIÓN DE SEGUNDOS. Y, lo que resulta igual de importante o más, así ahorra trabajo a los servidores de los operadores de acceso a internet, que de otra forma se verían sobrepasados por las decenas de miles de peticiones que se producen cada minuto. Aun así, la escala a la que opera Netflix es tan grande que los roces con los operadores son frecuentes. Ha tenido que llegar a acuerdos puntuales con muchos de ellos para evitar que reduzcan el ancho de banda (un recurso limitado) dedicado a la transferencia de los vídeos. No ayuda tampoco que muchas de estas compañías tengan a menudo divisiones de contenidos y cadenas de televisión que son competencia directa del servicio.
El corazón de Netflix está repartido en cientos de servidores por la Red, pero su cerebro, no cabe duda, se encuentra en Los Gatos, una pequeña población a pocos kilómetros de la ciudad de
San José, en California. Un moderno campus, construido al mismo ritmo desenfrenado al que ha crecido la compañía, alberga hoy a más de cinco mil empleados. Resultaría muy fácil confundirlo con los campus de Google, Facebook o cualquiera de las otras grandes compañías tecnológicas también ubicadas en Silicon Valley: grandes áreas comunes y espacios de trabajo abiertos y diáfanos con cafeterías donde la comida es gratis, máquinas de vending que proporcionan a los empleados cualquier accesorio informático que necesiten (una batería externa para el móvil, un cable de red o un ratón si se ha estropeado el suyo), actividades culturales y de ocio organizadas a lo largo de todo el día, lavandería, gimnasio, servicios de guardería...
Netflix posee también sus propios ritos de iniciación y una cultura corporativa muy desenfadada. Todos los nuevos empleados tienen que participar en una obra de teatro que se interpreta en la amplia sala de cine con escenario que la compañía ha construido a medida en su sede, un espacio donde también se proyectan los episodios de las últimas series o películas que lanza al mercado. Se supone que la representación ayuda a los novatos a romper el hielo y a conocer a los que van a ser sus colegas en el día a día.
En esta sede es donde Netflix lleva a cabo la parte más delicada de su actividad, que no es, como se podría sospechar, negociar acuerdos con productoras de cine o contratar al actor o actriz adecuado para su próxima producción. Esa parte del negocio es, hasta cierto punto, prosaica. De hecho, su catálogo es más limitado de lo que parece: apenas diez mil títulos en constante rotación. Pero en Los Gatos trabajan también los especialistas que gestionan la enorme cantidad de datos del servicio. El secreto del éxito de Netflix reside en cómo utiliza estos datos tanto para asegurarse de que crea el contenido adecuado para su diversa audiencia como para distribuir el ya creado de la forma más inteligente.
A MUCHOS LES SORPRENDERÁ ESTA REVELACIÓN: no todos vemos el mismo Netflix. Al acceder a la aplicación en el televisor, el móvil o la tableta, el nivel de personalización de su pantalla de inicio es tremendo. No solo muestra los contenidos que cree que nos pueden interesar dado nuestro historial de consumo. Incluso las carátulas de las producciones se cambian en función de las preferencias del usuario. Tomemos el caso de una famosa película, El indomable Will Hunting. Si el usuario tiende a ver más co--
Netflix conoce tanto los gustos de sus clientes que sabe de antemano qué tipo de series y películas producir para triunfar
medias que dramas, la carátula del filme en la pantalla exhibe a gran tamaño el rostro de un sonriente Robin Williams (uno de sus intérpretes). Si prefiere las historias románticas, los más probable es que muestre una escena en la que se vea a la pareja protagonista, Matt Damon y Minnie Driver. “Creamos varias versiones de cada carátula para adecuarlas al gusto de cada usuario y las probamos en diferentes entornos y con diferentes parámetros”, dice Reed Hastings. Gracias a estos trucos, Netflix es capaz de dirigir al cliente hacia ciertos títulos de forma casi subliminal, y de ayudarlo a superar el dilema que conlleva la libertad de elección, esos minutos que pasa navegando por la pantalla intentando decidir qué ver en un catálogo con miles de opciones.
Nuestros hábitos de consumo audiovisual también aportan pistas a la compañía sobre qué series y películas producir o qué nichos de mercado no están cubiertos. “Una de nuestras ventajas es que podemos servir a un grupo muy concreto de personas cuyos gustos a menudo pasan desapercibidos para los grandes estudios”, afirma Hastings. Si Netflix detecta que existe un sector de la población con intereses que no cubre su catálogo, puede crear una nueva película o serie sobre la marcha, sabiendo que tendrá un público potencial.
Además, si hay nuevos actores y actrices que no han despuntado en Hollywood, pero que tienen química con parte de la audiencia, Netflix lo sabe antes que nadie y puede aprovechar esa información para producir contenido de forma más eficiente. Todo se basa en conocer la actividad de sus millones de suscriptores en todo el mundo y analizarla al detalle. Puro big data en acción.
Pero no todo es precisión y eficiencia matemáticas, atributos que cuesta atribuir al catálogo de la compañía, dada la gran cantidad de series y películas en las que está trabajando: espera disponer de una oferta de 700 series propias antes de que acabe 2018, y este año estrenará más de 80 películas rodadas en sus estudios o en colaboración con productoras ya existentes. A VECES, LA EMPRESA DESARROLLA UN PRODUCTO DESDE CERO, guiada por el instinto de sus ejecutivos y los datos recopilados, pero en ocasiones también puede llegar a un acuerdo con productoras y cadenas de televisión para comprar los derechos de producción de una serie abandonada o que no ha alcanzado todavía todo su potencial, pero que Netflix sospecha que funcionará por las búsquedas que realizan sus usuarios o el tipo de contenido que consumen.
Casi parece que la estrategia de la compañía es arbitraria: producir mucho, de todo y para todos, y probar qué funciona y qué no. Pero por detrás hay un método y una disciplina que no existían hasta ahora en el mundo audiovisual, y que solo los rivales que siguen su mismo plan de ataque –HBO, Ama-
Netflix tiene ya 700 series de producción propia y 80 películas rodadas en sus estudios o en colaboración con otras firmas
zon y, pronto, Apple– pueden desplegar. Y funciona. La prueba es que este mismo año Netflix ha roto todos los récords al recibir sus contenidos 112 nominaciones a los Premios Emmy. Además, ha alcanzado el prestigio suficiente para atraer a los mayores talentos. El pasado mes de agosto, sin ir más lejos, la compañía anunció (Des)encanto, una nueva serie de animación del dibujante Matt Groening –creador de Los Simpson (uno de los mayores y más longevos éxitos de la historia de la televisión) y Futurama–, con una ambientación medieval y con el humor ácido que suele acompañar a las invenciones del famoso creador estadounidense.
Se trata de un proyecto que en condiciones normales habría ido a parar a alguna de las grandes cadenas de televisión de Estados Unidos y que se habría distribuido internacionalmente por los circuitos habituales de la industria. En su lugar, Netflix no solo ha producido la serie, sino que la ha doblado a varios idiomas y estrenado de forma simultánea en todo el mundo.
Esta forma de hacer las cosas irrita a la vieja guardia de Hollywood y a otros grandes centros de la industria cinematográfica. Netflix ha sido excluida de varios concursos de cine internacionales que consideraban que no sigue las reglas del juego que se imponen al resto de productoras. Sus películas, por ejemplo, no llegan a veces a las salas o lo hacen de manera limitada, por decisión propia. Esa fue la razón por la que la compañía tuvo que retirar una de sus últimas producciones, Okja, de la lista de candidatas a la Palma de Oro del Festival de Cannes que se celebró el pasado marzo. Los dirigentes del certamen exigen que las cintas a concurso se estrenen en Francia, y no era el caso. Sin embargo, Roma, dirigida por el mexicano Alfonso Cuarón y producida por Netflix, recibió el pasado 9 de septiembre el León de Oro a la mejor película en la Mostra de Venecia.
LO CIERTO ES QUE NINGÚN ESTUDIO O PRODUCTORA QUIERE ENFRENTARSE ABIERTAMENTE CON NETFLIX, que bien podría ser su socio en próximos proyectos. La empresa ha demostrado también interés por abrir estudios de rodaje y producción en Los Ángeles e incluso en comprar Landmark, una red de salas de cine con amplia presencia en Canadá y Estados Unidos, con el objetivo de mostrar sus creaciones en ellos y así poder optar a los Óscar, que solo admiten películas estrenadas.
Una industria que se resiste al cambio no constituye el único problema al que se enfrenta Netflix, y tal vez ni siquiera sea el principal. Su formidable expansión enmascara unas cuentas en las que las pérdidas continúan creciendo y en las que ya queda poco margen de maniobra: salvo en algunos Estados donde se prohíbe el acceso (por ejemplo, China y Corea del Norte), el servicio está ya presente en casi todos los países del mundo y el número de usuarios ya no se expande con el brío de años anteriores. Según algunos analistas, esto explica ciertas caídas y vaivenes significativos en el precio de las acciones de la compañía en los últimos meses, después de un largo periodo de cotizaciones sólidas y al alza. Netflix ha anunciado movimientos para mantenerse en la cima: va a invertir más en promoción y ha comenzado a ser más prudente en su división de producción. Se enfrenta además a rivales con las arcas bien llenas, como Apple y Amazon, que están haciendo subir los precios de guionistas, directores y actores, y también los de los derechos; y a operadoras de telecomunicaciones a las que les gustaría recibir una parte del pastel que la empresa disfruta en solitario.
Las perspectivas son inciertas, y resulta plausible pensar que la estrategia futura de Netflix va a cambiar. El invento de Reed Hastings y Marc Randolph es el castillo de naipes más sólido que se haya visto en la industria del entretenimiento, pero un descuido o falta de previsión puede tener consecuencias desastrosas. De momento, no hay miedo. Vivimos en un mundo dominado por Netflix. Y Netflix lo sabe.