Muy Interesante

De palabras

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Es obvio que las palabras, por el ritmo, la sonoridad, la capacidad de sugerencia u otros de sus atributos, son imprescind­ibles como reclamo para vender un producto, y de ahí la larga nómina de escritores y poetas que han trabajado o colaborado en agencias publicitar­ias. Eulalio Ferrer, en su libro Publicidad y

comunicaci­ón, desvelaba alguno de estos nombres ilustres: Azorín, José Ortega y Gasset, Rafael Alberti o Juan Ramón Jiménez, entre los escritores españoles. De los hispanoame­ricanos destacaba a Álvaro Mutis, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Estos dos últimos crearon, en una de sus primeras colaboraci­ones, la publicidad de La Martona, una marca de yogur propiedad de la familia Bioy.

También fue un gran creativo el poeta cubano Nicolás Guillén, autor de rimas y coplillas como esta dedicada al aceite lubricante Essolube: “Dadme, ¡oh musas!, / el cándido deleite / de cantar al aceite / que llaman Essolube / en el techo subido de una nube”.

Asimismo habla Ferrer en su libro de Gabriel García Márquez y de un claim suyo que se hizo muy popular en Colombia, “Yo, sin Kleenex, no puedo vivir”; o del mexicano Fernando del Paso, premio Cervantes en 2015, que durante años trabajó en agencias de publicidad, y que es autor de lemas como “De Sonora a Yucatán se usan sombreros Tardán”.

Pero es Fernando Pessoa quien ostenta el dudoso honor de ser el autor del peor eslogan del mundo. O uno de los más controvert­idos, como mínimo. Cuando la todopodero­sa Coca-Cola quiso implantars­e en Portugal, en los primeros años veinte, contrataro­n al autor del Libro del desasosieg­o, que entonces trabajaba como traductor comercial de inglés, para que se encargara de la publicidad de la marca. Pessoa ideó una chocante y pegadiza frase: “El primer día se extraña y el quinto se entraña”. Se refería a que el sabor del refresco, nuevo para sus compatriot­as, podía resultar raro, pero que al final era adictivo. El caso es que las autoridade­s portuguesa­s recelaron de la necesidad que la bebida podía provocar, y prohibiero­n su

consumo ¡hasta los años setenta!

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