Neuropecados: procrastinar
NO DEJES PARA MAÑANA LO QUE PUEDAS HACER HOY. Y, SI LO HACES, DEBES SER CONSCIENTE DE QUE PECAS DE PROCRASTINACIÓN. TU CEREBRO Y TUS GENES TIENEN MUCHO QUE VER.
Teresa desliza los dedos a un ritmo frenético sobre el teclado para pasar a ordenador el borrador de su nuevo proyecto. Le ha presentado un esbozo al jefe y está entusiasmado. Luz verde. En la mesa de al lado, Rafael hace una broma sobre el rítmico tecleo de su compañera. Es un lumbreras, todos lo dicen, pero en este preciso momento anda distraído contándole a su grupo de amigos por WhatsApp que acaba de cambiar de operador telefónico. Y se dispone a buscarle un regalo en Amazon a su sobrina, que cumple años la semana próxima. Aunque al final lo dejará aparcado al toparse con ese brillante artículo que ha publicado hoy su columnista preferido. Podría hacer un proyecto igual o más brillante que el de su compañera de oficina. Solo que mañana, claro. Siempre mañana.
“Ya sé que posponer no es bueno”, pensarás si te identificas con este perfil. Y apostillarás: “Una cosa es procrastinar y otra muy distinta, ser perezoso. No confundamos los términos”. Tienes razón. El procrastinador suele tener buenas intenciones. Es perfeccionista. A veces incluso pasa mucho tiempo haciendo listas de tareas. Pero luego las incumple, por la sencilla razón de que cuando se dispone a hacerlas, ¡ay!, se le cruza en el camino una distracción. Y luego otra. Y el tiempo vuela sin que sus objetivos se cumplan.
LO PARADÓJICO ES QUE LAS TAREAS QUE APLAZAMOS SON, PRECISAMENTE, LAS MÁS IMPORTANTES.
Es matemático. Piers Steel, investigador de la Universidad de Calgary (Canadá), lo explicaba hace unos años con una sencilla fórmula: U=EV/ID. Donde U es la utilidad de la tarea una vez realizada, y es proporcional a las expectativas de éxito (E) y al valor que le concedemos a terminar el trabajo (V), e inversamente proporcional a la inmediatez (I) y a la sensibilidad de cada persona a los retrasos (D). Aplicando esta fórmula se observa que las tareas que queremos que salgan mejor son las que más frecuentemente dejamos para más adelante. Con resultados habitualmente desastrosos.
Lo que distingue a las personas eficaces de las que tienden a procrastinar es su cerebro; en concreto, la amígdala. Esta es más grande en sujetos con poca capacidad de control de sus actos, según un estudio reciente de investigadores alemanes de la Universidad Ruhr de Bochum. Y no solo eso. Empleando resonancia magnética, vieron que la corteza cingulada anterior (ACC, por sus siglas en inglés) es menos pronunciada en quienes tienden a postergar.
Tiene sentido. La principal función de la amígdala es valorar las situaciones y avisarnos de las consecuencias negativas de ciertas acciones. Y la ACC aplica esa información para seleccionar cuál es la próxima acción que debemos llevar a cabo. Establecer prioridades, en definitiva. Si hay fallos en la conexión entre am- bas, controlar lo que hacemos se hace cuesta arriba. Y podría explicar que algunos se dejen vencer con más facilidad por ese ladrón de tiempo que es la procrastinación.
Que algunos practiquen el “mañana lo hago” más que otros también tiene una base genética. Trabajando con 181 parejas de gemelos y 166 de mellizos, investigadores de la Universidad de Colorado (EE. UU.) demostraron que la procrastinación se hereda y que está relacionada con la impulsividad. A nivel genético, ambas se solapan. Los autores del estudio sostienen que la impulsividad les venía bien a nuestros ancestros, ya que significaba que iban a la caza de recompensas inmediatas. Porque esa actitud, lidiando con altas dosis de incertidumbre, ayudaba a sobrevivir. Sin embargo, la procrastinación, propia del mundo moderno, es un mal hijo de esa impulsividad.
LA RESPONSABILIDAD DE QUE POSTERGUEMOS CON FACILIDAD LA TIENE EN PARTE LA PROPIA NATURALEZA DE LA ATENCIÓN,
que, lejos de ser constante, es más bien un “ahora sí, ahora no”, como la luz de un faro. Ahora mismo, mientras crees estar concentrado en este artículo, la realidad es que tu atención va y viene del orden de cuatro veces por segundo. A esa conclusión llegaron hace poco investigadores de las universidades estadounidenses de Princeton y California en Berkeley. Como explicaban en la revista Neuron, nuestro cerebro oscila entre momentos de atención y momentos en que para y escanea el entorno por si hay algo fuera del foco primario de atención que sea importante. Si no existe algo mejor a lo que atender, regresa a lo que estamos haciendo. Entonces, ¿cómo es que no nos damos cuenta? Porque el cerebro nos engaña para que percibamos la realidad como una película continua. Por suerte hay una forma objetiva de medir esos cambios: un electroencefalograma. En él, los neurocientíficos han visto ritmos que coinciden con la alternancia entre estados de concentración y de distracción. Brevísimos. Pero están ahí. “Era muy útil cuando convivíamos con tigres con dientes de sable que nos podían atacar”, admiten los investigadores.