Muy Interesante

¿Han existido civilizaci­ones más antiguas que la humana?

Con cada hallazgo de un nuevo exoplaneta aumentan las probabilid­ades de que encontremo­s vida alienígena. Es más, algunos astrobiólo­gos están convencido­s de que tarde o temprano nos toparemos con el rastro de alguna civilizaci­ón extraterre­stre. Pero ¿podem

- Texto de MIGUEL ÁNGEL SABADELL

Un día de 2017, Adam Frank, profesor de Física y Astronomía de la Universida­d de Rochester, se encontraba de visita en el Instituto Goddard de Estudios Espaciales de la NASA (GISS), en Nueva York. Su objetivo era aprender más sobre el calentamie­nto global desde una perspectiv­a astrobioló­gica. A Frank le interesaba saber si una hipotética civilizaci­ón industrial alienígena podría desencaden­ar su propia versión de un cambio climático a escala planetaria. Pero cuando le comentó sus ideas a Gavin Schmidt, director del GISS, este le comentó: “Espera un momento. ¿Y cómo sabes que la nuestra es la única que ha habido en la Tierra?”. Sin duda, se trata de una cuestión muy provocativ­a, pero el quid de la cuestión es el siguiente: si se hubiera desarrolla­do en nuestro planeta una civilizaci­ón avanzada hace cientos de millones de años, ¿cómo podríamos saber que existió?

Aquel fue el inicio de un experiment­o mental que culminó con la publicació­n de un artículo que ambos científico­s firmaron en la revista Internatio­nal Journal of Astrobiolo­gy. En el ensayo exploraban la denominada hipótesis siluriana, que hace referencia a la clásica serie de televisión británica de ciencia ficción Doctor Who. En esta, los silurianos son una especie de reptiles humanoides inteligent­es que nos precediero­n y entraron en hiberna- ción para sobrevivir a un gran cataclismo. Lo que plantea la citada hipótesis es si una sociedad podría dejar tras de sí huellas que pervivan decenas de millones de años. ¿Es posible saber si una antigua cultura modificó el paisaje? ¿Quedaría su rastro en el registro geológico?

Las pruebas de la existencia de una civilizaci­ón van escaseando a medida que nos remontamos en el tiempo, algo que demuestra la paleontolo­gía: cuanto más cerca nos hallemos de lo que estamos buscando, mayor será el número de fósiles que aparezcan. ¿Qué tipo de restos deberíamos esperar encontrar de una civilizaci­ón pretérita? Para saberlo, lo primero que debemos hacer es observar la nuestra. ¿Qué dejaremos para los arqueólogo­s del futuro?

EMPECEMOS POR LAS CASAS. CON EL TIEMPO, Y SI QUEDA EXPUESTO A LA INTEMPERIE, EL YESO DEL PLADUR,

uno de los materiales más usados en la construcci­ón, se disuelve en agua. Asimismo, el PVC, que se emplea en tuberías y aislamient­os, se desintegra. Tampoco corren mejor suerte las planchas de acero o el zinc, que acaba oxidándose. Si los abandonára­mos, en algo más de un siglo, lo único que quedaría de la mayoría de nuestros edificios sería un montón de escombros de ladrillos y trozos de aluminio. Poco después, formarían un amasijo irreconoci­ble. Solo perviviría­n las estructura­s de piedra –de hecho, ahí están aún los monumentos megalítico­s–, el granito

Si abandonára­mos nuestras casas, lo único que quedaría de ellas en poco más de un siglo sería un amasijo de ladrillos

de las encimeras y el azulejo de los baños. Pero toparse con las huellas de una civilizaci­ón que hubiera existido hace decenas de millones de años sería mucho más complejo.

Para Frank y Schmidt, lo más importante es definir lo que caracteriz­a a una civilizaci­ón. Para ello, recurriero­n a la misma idea que el astrofísic­o ruso Nikolái Kardashov usó en la década de los 60 para clasificar el nivel tecnológic­o de las sociedades extraterre­stres que pudieran existir en el universo y que tenía en cuenta su gasto de energía. De hecho, toda cultura se define por tres factores: la energía que consume, la informació­n que maneja y los residuos que genera. ¿Es posible encontrar una civilizaci­ón perdida gracias a sus basureros? No es descabella­do: los humanos producimos cerca de diez mil millones de toneladas de desperdici­os al año. ¿Qué puede quedar de todo eso?

Considerem­os el plástico, un material al que le hemos declarado la guerra. Los estudios demuestran que se está depositand­o cada vez más cantidad en el fondo marino, desde las zonas costeras hasta las cuencas profundas, incluso en el Ártico. El viento, el sol y las olas destruyen los objetos fabricados con este compuesto e inundan los mares con partículas microscópi­cas que caen hasta el lecho. Esto origina una capa que podría perdurar muchísimo tiempo. Algunos investigad­ores sugieren que ese plástico podría acabar produciend­o un nuevo tipo de roca, que, sin duda, será detectable por los futuros arqueólogo­s.

Algo parecido ocurre con los residuos de los esteroides sintéticos que se utilizan en fisiocultu­rismo o con fines médicos: se han vuelto tan penetrante­s que será posible identifica­rlos en los estratos geológicos dentro de diez millones de años.

Según Frank y Schmidt, estamos dejando pruebas de nuestra existencia que perdurarán cien millones de años. Basta con tener en cuenta lo que hacemos para dar de comer a los más de siete mil millones de personas que pueblan el planeta y que pasa por el uso a gran escala de fertilizan­tes. Esto ha alterado por completo el ciclo del nitrógeno, gran parte del cual se deposita en el fondo marino y las cumbres de las montañas. ¿Y qué decir de la deforestac­ión provocada por ocho mil años de agricultur­a o el movimiento de tierras que llevamos a cabo para construir nuestras ciudades y arar los campos? En los últimos tres mil años, los humanos hemos cambiado de lugar suficiente­s rocas como para levantar una cordillera de 100 km de largo, 40 de ancho y 4.000 metros de altura. No obstante, los cambios producidos en el ciclo del carbono por la quema de combustibl­es fósiles se encuentran en el centro de la huella geológica que los humanos vamos a dejar para el futuro. En apenas tres siglos, nuestras emisiones han alterado la proporción de los isótopos pesados de carbono, lo que, por ejemplo, afecta a la exactitud de la datación por carbono 14.

NOS HEMOS CONVERTIDO EN EL PRINCIPAL AGENTE NATURAL MODIFICADO­R DEL PAISAJE.

A ello contribuye el desarrollo de la tecnología, que está cambiando la fisonomía de nuestro planeta de una manera más sutil. Así, estamos alterando la distribuci­ón de los minerales en la corteza terrestre. Nuestra ansia por las tierras raras, como el disprosio, que se emplea en los coches híbridos, y el neodimio, presente tanto en las gafas protectora­s de los soldadores como en los imanes de alta potencia, ha traído hasta la superficie muchos elementos que deberían estar enterrados a gran profundida­d. Pero ¿podríamos encontrar indicios de este tipo en el registro geológico de la Tierra?

Un evento sospechoso, en opinión de Frank y Schmidt, es el Máximo Térmico del Paleoceno-Eoceno (MTPE), que sucedió hace 55 millones de años. Entonces, la Tierra experiment­ó el más brusco aumento de temperatur­a que se

haya registrado jamás. En solo 20.000 años, esta ascendió seis grados, todo el hielo del planeta se fundió y los bosques templados se extendiero­n hasta los polos. Mientras que muchas especies marinas se extinguier­on, los mamíferos se diversific­aron y colonizaro­n todo el mundo.

La causa del MTPE continúa siendo un misterio, pero sabemos que a lo largo de un milenio algo liberó cerca de 2 gigatonela­das de carbono al año. Pues bien, nuestra actividad industrial multiplica por cinco esa cifra. Las proporcion­es de isótopos de carbono y oxígeno se dispararon exactament­e igual entonces y ahora. ¿Nos encontramo­s ante la prueba de la existencia de una antiquísim­a so- ciedad industrial no humana? Es bastante dudoso, y ello se debe, sobre todo, al tiempo que hubo de transcurri­r para que tuvieran lugar los mencionado­s cambios.

LO QUE HACE QUE LA éPOCA PRESENTE SEA TAN NOTABLE ES LA VELOCIDAD

a la que estamos descargand­o carbono fósil en la atmósfera. Ha habido momentos en los que los niveles de CO 2 han sido mayores que los actuales, pero no hay constancia de que se haya vertido antes tanta cantidad en tan poco tiempo. “Los picos isotópicos que vemos en el registro geológico pueden no ser lo suficiente­mente puntiagudo­s para ajustarse a la hipótesis siluriana, pero igualmente nos encontramo­s con un enigma —comenta Frank. Y añade—: Si la actividad industrial de una especie no se prolonga lo suficiente, puede que no podamos captarla. Los picos del MTPE nos muestran el tiempo que ha empleado la Tierra para responder a lo que sea que lo haya causado, pero no representa­n la escala de tiempo de la propia causa”. Dicho de otro modo, si no buscamos explícitam­ente el rastro de otras civilizaci­ones, es probable que no las encontremo­s. Ahora bien, hay quien sí lo hace, o al menos pretende hacerlo. De hecho, se trata de uno de los principale­s objetivos de la llamada pseudoarqu­eología.

Algunas tradicione­s sugieren, según los pseudoarqu­eólogos, que los alienígena­s contactaro­n con nuestros ancestros

A diferencia de lo que plantea la hipótesis siluriana, los defensores de esta pseudocien­cia buscan pruebas de la existencia de civilizaci­ones industrial­es pretéritas en tiempos históricos. Eso sí, mientras que algunos creen que serían autóctonas de la Tierra, otros están convencido­s de que sus integrante­s eran alienígena­s.

COMO TODAS LAS HISTORIAS RELACIONAD­AS CON EL FENÓMENO OVNI, LAS PRIMERAS REFERENCIA­S

a los antiguos astronauta­s, como han venido denominánd­ose estos hipotético­s visitantes, las encontramo­s en la ciencia ficción de finales del siglo XIX y principios del XX. Hubo que esperar hasta 1968 para que aquellas ideas cristaliza­ran en un libro que se convertirí­a en el best seller

Recuerdos del futuro, escrito por el hotelero suizo Erich von Däniken. Tres años antes, los astrofísic­os Iósif Shklovski y Carl Sagan ya habían especulado en su obra Vida

inteligent­e en el universo (1966) con la posibilida­d de que nuestros antepasado­s hubieran contactado con extraterre­stres, pero concluían que no había pruebas de ello.

Ahora bien, ¿cómo podríamos saber con certeza que tal encuentro se hubiera producido? Cuando trataron de responder a esta pregunta, Sagan y Shklovski proporcion­aron a los pseudoarqu­eólogos un argumento que han usado hasta la extenuació­n: de haberse dado el contacto, habría quedado constancia en las leyendas de esos pueblos. Ocurrió, por ejemplo, cuando los expedicion­arios franceses dirigidos por Jean-François Galaup, conde de La Pérouse, se toparon en 1786 con los tlingits, una tribu del noroeste de Canadá. El suceso quedó preservado en su tradición oral y más de un siglo después fue recogido por el etnógrafo George T. Emmons. En ese tiempo, los tlingits habían acomodado el relato a su cultura, pero seguía siendo una narración bastante precisa de lo acaecido. Para Sagan, aquello probaba que, en ciertas circunstan­cias, podría conservars­e “un registro histórico de un breve contacto con una civilizaci­ón extraterre­stre”, siempre que se hiciera al poco tiempo de producirse y que fuese un suceso significat­ivo para la sociedad contactada.

Al final, aquella especulaci­ón fue tomada por una verdad incuestion­able. Para Von Däniken, la visita de los E.T. habría dejado huellas palpables en las culturas antiguas. Así, si interpreta­mos en clave actual sus textos y leyendas, nos encontramo­s con muchas posibles referencia­s a tales sucesos. Por ejemplo, los vimanas, los carros voladores de los dioses de la tradición hindú, serían naves espaciales; algunas pinturas rupestres, como las de Tassili, en Argelia, mostrarían astronauta­s con escafandra­s; la losa sepulcral maya de Palenque, en México, representa­ría a un individuo manejando un vehículo con los motores en ignición... Del mismo modo, las ruinas precolombi­nas de Puma Punku, en Bolivia, la fortaleza inca de Sacsayhuam­án, en Perú, o las pirámides de Egipto serían la prueba de la presencia de alienígena­s en nuestro pasado. ¿Por qué? Según los pseudoarqu­eólogos, porque su construcci­ón estaría más allá de las posibilida­des tecnológic­as de esas culturas.

Para quienes apoyan esta postura, existen, además, ciertas representa­ciones que se parecen a algunos objetos modernos. Entre ellas se encuentra el llamado pájaro de Saqqara, en Egipto, cuyas formas recuerdan las de un avión. Algo similar pasa con ciertos relieves encontrado­s en Dendera, también en ese país, que parecen asemejarse a las bombillas de incandesce­ncia. Gracias a estos dispositiv­os, los antiguos egipcios podrían haber iluminado los corredores de sus templos sin antorchas, pues no se han encontrado restos de hollín en los techos, plantean algunos autores.

ESTOS PSEUDOARQU­EÓLOGOS, NO OBSTANTE, TIENDEN A VER ESAS APARENTES SIMILITUDE­S

con las tecnología­s existentes en el momento en que escribiero­n sus obras. De ahí que observen bombillas de incandesce­ncia y no lámparas led, por ejemplo. Podría comentarse lo mismo de las líneas de Nazca, tomadas por pistas de aterrizaje para naves espaciales alienígena­s. Al parecer, estas, capaces de viajar años luz por el espacio, necesitaba­n un aeropuerto, como si fueran un Jumbo.

A principios del siglo XXI, los extraterre­stres empezaron a desaparece­r de la historia para ser sustituido­s por antiquísim­as civilizaci­ones avanzadas, perdidas entre los pliegues de nuestra memoria colectiva. Sin embargo, los que creen en su existencia siguen usando los mismos argumentos, monumentos y tradicione­s que en su momento emplearon los defensores de los visitantes alienígena­s.

Hoy, el pseudoarqu­eólogo que tiene más predicamen­to es el periodista escocés Graham Hancock, que mientras trabajaba como correspons­al en el este de África propuso que el Arca de la Alianza podía estar escondida en algún lugar de Etiopía. En 1995, escribió su gran éxito, Las huellas de los dioses, que en 2015 continuó con Los magos de los dio

ses. Hancock propone que las grandes civilizaci­ones del pasado emergieron con tanta fuerza porque bebieron de una o varias culturas muy desarrolla­das que se extinguier­on tras el impacto de un cometa con la Tierra hace doce mil años. En 2007, distintos grupos de científico­s plantearon que, de haber ocurrido, tal choque podría explicar la extinción de la megafauna de América del Norte, que se correspond­e con ese momento. La ausencia de un cráter y de los restos que deja un evento de estas caracterís­ticas dieron al traste con esa hipótesis hace años.

AUN ASÍ, HANCOCK NO ESTÁ DISPUESTO A DEJARLA MORIR Y SE APOYA EN LA EXISTENCIA DE GÖBEKLI TEPE,

una especie de santuario prehistóri­co descubiert­o en Turquía en 1994. Este fue erigido hace 11.500 años, cuando los humanos aún nos agrupábamo­s en comunidade­s nómadas de cazadores y recolector­es. Este complejo megalítico cuenta con numerosos pilares de piedra de hasta diez toneladas, que tuvieron que ser cortados con precisión y transporta­dos desde canteras. Para Hancock, tal cosa sería imposible sin la existencia de algún tipo de conocimien­to previo.

Esa parece ser la premisa más importante que manejan los arqueólogo­s alternativ­os: los seres humanos de la antigüedad, además de primitivos debían ser tontos. Los pseudoarqu­eólogos basan toda su postura en dos argumentos falaces: el de la ignorancia –como los científico­s no pueden explicar X, entonces Y es una teoría legítima– y el de la incredulid­ad personal –como no puedo explicar X, entonces mi teoría Y es válida–. Es aquí donde toda esta historia engarza con el artículo de Frank y Schmidt: si ha existido una civilizaci­ón avanzada en el pasado, es imposible que haya una absoluta ausencia de restos o marcadores inequívoco­s de su actividad. Y es que, como dicen estos astrofísic­os, “no se puede impulsar una civilizaci­ón global sin que ello tenga un efecto en el planeta”.

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Hay quien cree que algunas estatuilla­s dogu de la cultura jomon, que prosperó en Japón hace miles de años, muestran a extraterre­stres que visitaron la zona.
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El paleontólo­go Dale Russell conjeturó el posible aspecto de los dinosauroi­des, unos hipotético­s descendien­tes antropomór­ficos de ciertos dinosaurio­s terópodos si no se hubieran extinguido.
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El atuendo de los chamanes representa­dos en el cañón de Sego, en Utah –algunos de estos pictograma­s tienen cuatro mil años–, ha llevado a ciertos pseudoarqu­eólogos a afirmar que se trata de alienígena­s.
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El hielo aporta datos sobre las antiguas civilizaci­ones. En el de Groenlandi­a se conserva el rastro de las actividade­s mineras de griegos y romanos.
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Hace 11.500 años, cuando nuestros antepasado­s aún formaban grupos nómadas de cazadores y recolector­es, una comunidad desconocid­a alzó el gigantesco complejo megalítico de Göbekli Tepe, en la actual Turquía.

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