¿Han existido civilizaciones más antiguas que la humana?
Con cada hallazgo de un nuevo exoplaneta aumentan las probabilidades de que encontremos vida alienígena. Es más, algunos astrobiólogos están convencidos de que tarde o temprano nos toparemos con el rastro de alguna civilización extraterrestre. Pero ¿podem
Un día de 2017, Adam Frank, profesor de Física y Astronomía de la Universidad de Rochester, se encontraba de visita en el Instituto Goddard de Estudios Espaciales de la NASA (GISS), en Nueva York. Su objetivo era aprender más sobre el calentamiento global desde una perspectiva astrobiológica. A Frank le interesaba saber si una hipotética civilización industrial alienígena podría desencadenar su propia versión de un cambio climático a escala planetaria. Pero cuando le comentó sus ideas a Gavin Schmidt, director del GISS, este le comentó: “Espera un momento. ¿Y cómo sabes que la nuestra es la única que ha habido en la Tierra?”. Sin duda, se trata de una cuestión muy provocativa, pero el quid de la cuestión es el siguiente: si se hubiera desarrollado en nuestro planeta una civilización avanzada hace cientos de millones de años, ¿cómo podríamos saber que existió?
Aquel fue el inicio de un experimento mental que culminó con la publicación de un artículo que ambos científicos firmaron en la revista International Journal of Astrobiology. En el ensayo exploraban la denominada hipótesis siluriana, que hace referencia a la clásica serie de televisión británica de ciencia ficción Doctor Who. En esta, los silurianos son una especie de reptiles humanoides inteligentes que nos precedieron y entraron en hiberna- ción para sobrevivir a un gran cataclismo. Lo que plantea la citada hipótesis es si una sociedad podría dejar tras de sí huellas que pervivan decenas de millones de años. ¿Es posible saber si una antigua cultura modificó el paisaje? ¿Quedaría su rastro en el registro geológico?
Las pruebas de la existencia de una civilización van escaseando a medida que nos remontamos en el tiempo, algo que demuestra la paleontología: cuanto más cerca nos hallemos de lo que estamos buscando, mayor será el número de fósiles que aparezcan. ¿Qué tipo de restos deberíamos esperar encontrar de una civilización pretérita? Para saberlo, lo primero que debemos hacer es observar la nuestra. ¿Qué dejaremos para los arqueólogos del futuro?
EMPECEMOS POR LAS CASAS. CON EL TIEMPO, Y SI QUEDA EXPUESTO A LA INTEMPERIE, EL YESO DEL PLADUR,
uno de los materiales más usados en la construcción, se disuelve en agua. Asimismo, el PVC, que se emplea en tuberías y aislamientos, se desintegra. Tampoco corren mejor suerte las planchas de acero o el zinc, que acaba oxidándose. Si los abandonáramos, en algo más de un siglo, lo único que quedaría de la mayoría de nuestros edificios sería un montón de escombros de ladrillos y trozos de aluminio. Poco después, formarían un amasijo irreconocible. Solo pervivirían las estructuras de piedra –de hecho, ahí están aún los monumentos megalíticos–, el granito
Si abandonáramos nuestras casas, lo único que quedaría de ellas en poco más de un siglo sería un amasijo de ladrillos
de las encimeras y el azulejo de los baños. Pero toparse con las huellas de una civilización que hubiera existido hace decenas de millones de años sería mucho más complejo.
Para Frank y Schmidt, lo más importante es definir lo que caracteriza a una civilización. Para ello, recurrieron a la misma idea que el astrofísico ruso Nikolái Kardashov usó en la década de los 60 para clasificar el nivel tecnológico de las sociedades extraterrestres que pudieran existir en el universo y que tenía en cuenta su gasto de energía. De hecho, toda cultura se define por tres factores: la energía que consume, la información que maneja y los residuos que genera. ¿Es posible encontrar una civilización perdida gracias a sus basureros? No es descabellado: los humanos producimos cerca de diez mil millones de toneladas de desperdicios al año. ¿Qué puede quedar de todo eso?
Consideremos el plástico, un material al que le hemos declarado la guerra. Los estudios demuestran que se está depositando cada vez más cantidad en el fondo marino, desde las zonas costeras hasta las cuencas profundas, incluso en el Ártico. El viento, el sol y las olas destruyen los objetos fabricados con este compuesto e inundan los mares con partículas microscópicas que caen hasta el lecho. Esto origina una capa que podría perdurar muchísimo tiempo. Algunos investigadores sugieren que ese plástico podría acabar produciendo un nuevo tipo de roca, que, sin duda, será detectable por los futuros arqueólogos.
Algo parecido ocurre con los residuos de los esteroides sintéticos que se utilizan en fisioculturismo o con fines médicos: se han vuelto tan penetrantes que será posible identificarlos en los estratos geológicos dentro de diez millones de años.
Según Frank y Schmidt, estamos dejando pruebas de nuestra existencia que perdurarán cien millones de años. Basta con tener en cuenta lo que hacemos para dar de comer a los más de siete mil millones de personas que pueblan el planeta y que pasa por el uso a gran escala de fertilizantes. Esto ha alterado por completo el ciclo del nitrógeno, gran parte del cual se deposita en el fondo marino y las cumbres de las montañas. ¿Y qué decir de la deforestación provocada por ocho mil años de agricultura o el movimiento de tierras que llevamos a cabo para construir nuestras ciudades y arar los campos? En los últimos tres mil años, los humanos hemos cambiado de lugar suficientes rocas como para levantar una cordillera de 100 km de largo, 40 de ancho y 4.000 metros de altura. No obstante, los cambios producidos en el ciclo del carbono por la quema de combustibles fósiles se encuentran en el centro de la huella geológica que los humanos vamos a dejar para el futuro. En apenas tres siglos, nuestras emisiones han alterado la proporción de los isótopos pesados de carbono, lo que, por ejemplo, afecta a la exactitud de la datación por carbono 14.
NOS HEMOS CONVERTIDO EN EL PRINCIPAL AGENTE NATURAL MODIFICADOR DEL PAISAJE.
A ello contribuye el desarrollo de la tecnología, que está cambiando la fisonomía de nuestro planeta de una manera más sutil. Así, estamos alterando la distribución de los minerales en la corteza terrestre. Nuestra ansia por las tierras raras, como el disprosio, que se emplea en los coches híbridos, y el neodimio, presente tanto en las gafas protectoras de los soldadores como en los imanes de alta potencia, ha traído hasta la superficie muchos elementos que deberían estar enterrados a gran profundidad. Pero ¿podríamos encontrar indicios de este tipo en el registro geológico de la Tierra?
Un evento sospechoso, en opinión de Frank y Schmidt, es el Máximo Térmico del Paleoceno-Eoceno (MTPE), que sucedió hace 55 millones de años. Entonces, la Tierra experimentó el más brusco aumento de temperatura que se
haya registrado jamás. En solo 20.000 años, esta ascendió seis grados, todo el hielo del planeta se fundió y los bosques templados se extendieron hasta los polos. Mientras que muchas especies marinas se extinguieron, los mamíferos se diversificaron y colonizaron todo el mundo.
La causa del MTPE continúa siendo un misterio, pero sabemos que a lo largo de un milenio algo liberó cerca de 2 gigatoneladas de carbono al año. Pues bien, nuestra actividad industrial multiplica por cinco esa cifra. Las proporciones de isótopos de carbono y oxígeno se dispararon exactamente igual entonces y ahora. ¿Nos encontramos ante la prueba de la existencia de una antiquísima so- ciedad industrial no humana? Es bastante dudoso, y ello se debe, sobre todo, al tiempo que hubo de transcurrir para que tuvieran lugar los mencionados cambios.
LO QUE HACE QUE LA éPOCA PRESENTE SEA TAN NOTABLE ES LA VELOCIDAD
a la que estamos descargando carbono fósil en la atmósfera. Ha habido momentos en los que los niveles de CO 2 han sido mayores que los actuales, pero no hay constancia de que se haya vertido antes tanta cantidad en tan poco tiempo. “Los picos isotópicos que vemos en el registro geológico pueden no ser lo suficientemente puntiagudos para ajustarse a la hipótesis siluriana, pero igualmente nos encontramos con un enigma —comenta Frank. Y añade—: Si la actividad industrial de una especie no se prolonga lo suficiente, puede que no podamos captarla. Los picos del MTPE nos muestran el tiempo que ha empleado la Tierra para responder a lo que sea que lo haya causado, pero no representan la escala de tiempo de la propia causa”. Dicho de otro modo, si no buscamos explícitamente el rastro de otras civilizaciones, es probable que no las encontremos. Ahora bien, hay quien sí lo hace, o al menos pretende hacerlo. De hecho, se trata de uno de los principales objetivos de la llamada pseudoarqueología.
Algunas tradiciones sugieren, según los pseudoarqueólogos, que los alienígenas contactaron con nuestros ancestros
A diferencia de lo que plantea la hipótesis siluriana, los defensores de esta pseudociencia buscan pruebas de la existencia de civilizaciones industriales pretéritas en tiempos históricos. Eso sí, mientras que algunos creen que serían autóctonas de la Tierra, otros están convencidos de que sus integrantes eran alienígenas.
COMO TODAS LAS HISTORIAS RELACIONADAS CON EL FENÓMENO OVNI, LAS PRIMERAS REFERENCIAS
a los antiguos astronautas, como han venido denominándose estos hipotéticos visitantes, las encontramos en la ciencia ficción de finales del siglo XIX y principios del XX. Hubo que esperar hasta 1968 para que aquellas ideas cristalizaran en un libro que se convertiría en el best seller
Recuerdos del futuro, escrito por el hotelero suizo Erich von Däniken. Tres años antes, los astrofísicos Iósif Shklovski y Carl Sagan ya habían especulado en su obra Vida
inteligente en el universo (1966) con la posibilidad de que nuestros antepasados hubieran contactado con extraterrestres, pero concluían que no había pruebas de ello.
Ahora bien, ¿cómo podríamos saber con certeza que tal encuentro se hubiera producido? Cuando trataron de responder a esta pregunta, Sagan y Shklovski proporcionaron a los pseudoarqueólogos un argumento que han usado hasta la extenuación: de haberse dado el contacto, habría quedado constancia en las leyendas de esos pueblos. Ocurrió, por ejemplo, cuando los expedicionarios franceses dirigidos por Jean-François Galaup, conde de La Pérouse, se toparon en 1786 con los tlingits, una tribu del noroeste de Canadá. El suceso quedó preservado en su tradición oral y más de un siglo después fue recogido por el etnógrafo George T. Emmons. En ese tiempo, los tlingits habían acomodado el relato a su cultura, pero seguía siendo una narración bastante precisa de lo acaecido. Para Sagan, aquello probaba que, en ciertas circunstancias, podría conservarse “un registro histórico de un breve contacto con una civilización extraterrestre”, siempre que se hiciera al poco tiempo de producirse y que fuese un suceso significativo para la sociedad contactada.
Al final, aquella especulación fue tomada por una verdad incuestionable. Para Von Däniken, la visita de los E.T. habría dejado huellas palpables en las culturas antiguas. Así, si interpretamos en clave actual sus textos y leyendas, nos encontramos con muchas posibles referencias a tales sucesos. Por ejemplo, los vimanas, los carros voladores de los dioses de la tradición hindú, serían naves espaciales; algunas pinturas rupestres, como las de Tassili, en Argelia, mostrarían astronautas con escafandras; la losa sepulcral maya de Palenque, en México, representaría a un individuo manejando un vehículo con los motores en ignición... Del mismo modo, las ruinas precolombinas de Puma Punku, en Bolivia, la fortaleza inca de Sacsayhuamán, en Perú, o las pirámides de Egipto serían la prueba de la presencia de alienígenas en nuestro pasado. ¿Por qué? Según los pseudoarqueólogos, porque su construcción estaría más allá de las posibilidades tecnológicas de esas culturas.
Para quienes apoyan esta postura, existen, además, ciertas representaciones que se parecen a algunos objetos modernos. Entre ellas se encuentra el llamado pájaro de Saqqara, en Egipto, cuyas formas recuerdan las de un avión. Algo similar pasa con ciertos relieves encontrados en Dendera, también en ese país, que parecen asemejarse a las bombillas de incandescencia. Gracias a estos dispositivos, los antiguos egipcios podrían haber iluminado los corredores de sus templos sin antorchas, pues no se han encontrado restos de hollín en los techos, plantean algunos autores.
ESTOS PSEUDOARQUEÓLOGOS, NO OBSTANTE, TIENDEN A VER ESAS APARENTES SIMILITUDES
con las tecnologías existentes en el momento en que escribieron sus obras. De ahí que observen bombillas de incandescencia y no lámparas led, por ejemplo. Podría comentarse lo mismo de las líneas de Nazca, tomadas por pistas de aterrizaje para naves espaciales alienígenas. Al parecer, estas, capaces de viajar años luz por el espacio, necesitaban un aeropuerto, como si fueran un Jumbo.
A principios del siglo XXI, los extraterrestres empezaron a desaparecer de la historia para ser sustituidos por antiquísimas civilizaciones avanzadas, perdidas entre los pliegues de nuestra memoria colectiva. Sin embargo, los que creen en su existencia siguen usando los mismos argumentos, monumentos y tradiciones que en su momento emplearon los defensores de los visitantes alienígenas.
Hoy, el pseudoarqueólogo que tiene más predicamento es el periodista escocés Graham Hancock, que mientras trabajaba como corresponsal en el este de África propuso que el Arca de la Alianza podía estar escondida en algún lugar de Etiopía. En 1995, escribió su gran éxito, Las huellas de los dioses, que en 2015 continuó con Los magos de los dio
ses. Hancock propone que las grandes civilizaciones del pasado emergieron con tanta fuerza porque bebieron de una o varias culturas muy desarrolladas que se extinguieron tras el impacto de un cometa con la Tierra hace doce mil años. En 2007, distintos grupos de científicos plantearon que, de haber ocurrido, tal choque podría explicar la extinción de la megafauna de América del Norte, que se corresponde con ese momento. La ausencia de un cráter y de los restos que deja un evento de estas características dieron al traste con esa hipótesis hace años.
AUN ASÍ, HANCOCK NO ESTÁ DISPUESTO A DEJARLA MORIR Y SE APOYA EN LA EXISTENCIA DE GÖBEKLI TEPE,
una especie de santuario prehistórico descubierto en Turquía en 1994. Este fue erigido hace 11.500 años, cuando los humanos aún nos agrupábamos en comunidades nómadas de cazadores y recolectores. Este complejo megalítico cuenta con numerosos pilares de piedra de hasta diez toneladas, que tuvieron que ser cortados con precisión y transportados desde canteras. Para Hancock, tal cosa sería imposible sin la existencia de algún tipo de conocimiento previo.
Esa parece ser la premisa más importante que manejan los arqueólogos alternativos: los seres humanos de la antigüedad, además de primitivos debían ser tontos. Los pseudoarqueólogos basan toda su postura en dos argumentos falaces: el de la ignorancia –como los científicos no pueden explicar X, entonces Y es una teoría legítima– y el de la incredulidad personal –como no puedo explicar X, entonces mi teoría Y es válida–. Es aquí donde toda esta historia engarza con el artículo de Frank y Schmidt: si ha existido una civilización avanzada en el pasado, es imposible que haya una absoluta ausencia de restos o marcadores inequívocos de su actividad. Y es que, como dicen estos astrofísicos, “no se puede impulsar una civilización global sin que ello tenga un efecto en el planeta”.