La sangrienta guerra de los treinta años
En 2018 se han cumplido cuatro siglos del inicio de un conflicto bélico que enfrentó a las principales potencias europeas, acabó con la vida de cinco millones de personas y marcó el futuro del continente. Lo que empezó como un conflicto religioso entre católicos y protestantes terminó transformándose en una lucha política y de poderes que arrebató a España su hegemonía mundial.
Una tragedia europea. Así califican muchos historiadores a este conflicto que se desarrolló entre 1618 y 1648, enfrentó a un gran número de países –su epicentro fue el Sacro Imperio Romano Germánico, pero implicó a un gran número de reinos europeos, incluida España–, se cobró millones de vidas y dejó como resultado un nuevo statu quo tanto político como religioso, plasmado en la Paz de Westfalia. Pero ¿cuál fue la chispa que prendió este conflicto? La Defenestración de Praga hace referencia al lanzamiento por una ventana del castillo de esta ciudad de dos gobernadores del emperador Habsburgo y su secretario el 23 de mayo de 1618. Los autores de este acto violento fueron los protestantes del reino de Bohemia, que reaccionaban así ante las medidas represivas para la libertad religiosa que estaban sufriendo por parte de su recién proclamado monarca, el archiduque Fernando de Estiria, decidido a prohibir la práctica de religiones no católicas en su territorio. Curiosamente, y pese a caer desde una altura de cinco metros, no hubo muertes que lamentar, ya que las tres víctimas del ataque aterrizaron sobre un montón de estiércol. ESTE EPISODIO, QUE PODRÍA PARECER DE IMPORTANCIA RELATIVA Y AFECTABA COMO MUCHO A UNO SOLO DE LOS REINOS
que componían los vastos dominios de los Habsburgo en Alemania, Austria y Centroeuropa, enardeció aún más la histórica rivalidad entre protestantes y católicos, que no tardó en extenderse por todo el continente –en particular, por los territorios donde la reforma luterana y calvinista se había arraigado más– y obligó a posicionarse a las potencias del momento. En este sentido, recuerda al atentado de Sarajevo de 1914 que puso en marcha el sangriento efecto dominó de la I Guerra Mundial.
Entre la población de los territorios germánicos se había vivido una importante reducción del seguimiento de la fe católica; no ocurría así, sin embargo, en la cabeza del imperio, ya que la familia real era muy papista y aumentó aún más su política confesional después de que el devoto Fernando de Estiria se convirtiera en Fernando II, sucesor de su primo hermano Matías de Habsburgo al frente del Sacro Imperio Romano Germánico gracias al apoyo de la Liga Católica, coalición de estados alemanes católicos creada en 1606 en respuesta a la formación de la Unión Protestante un año antes.
La Contrarreforma en la corte de los Habsburgo vino a complicar la situación política de Alemania. El Sacro Imperio Romano Germánico era el principal título de esta familia y se consideraba a quien lo detentaba por encima del resto de monarcas europeos. Pero su gobernación en la práctica estaba muy descentralizada a través de multitud de pequeños estados soberanos; entre ellos, Maguncia, Tréveris, Colonia, Bohemia, Palatinado, Sajonia y Brandeburgo, cuyos líderes, los siete príncipes electores, designaban al emperador. Buena parte de ellos eran luteranos e incluso algunos se habían convertido al calvinismo, doctrina con la que la hostilidad era mucho mayor. Ese fue el caso del príncipe del Palatinado, Federico V, que pasó a profesar el rígido credo de Calvino y se convirtió en un personaje clave en el inicio del conflicto al buscar, en un movimiento de alianzas políticas, el apoyo de reyes protestantes, como Jacobo I de Inglaterra, que era su suegro, y Enrique IV de Francia, un calvinista que reinó hasta la fecha de su muerte, en 1610.
Además de ser el epicentro de la división religiosa, el Sacro Imperio Romano Germánico se gobernaba de una forma muy federal, con un emperador cada vez más nominal. En aquel momento de conflicto eso llevó a los príncipes
electores a pensar en su propia defensa y, por eso, los ejércitos a sueldo proliferaron y las fortificaciones se adueñaron del paisaje alemán. Existía poca voluntad de colaboración, y cada príncipe se aproximó más a un bando religioso según sus creencias e intereses.
Aunque no se suele asociar a España con la guerra de los Treinta Años, la principal potencia de la época jugó un papel fundamental en que se desencadenara. Tras la Defenestración, el rey español Felipe III decidió enviar tropas en auxilio de los Habsburgo –de Fernando II–, a los que les unían lazos familiares, y eso internacionalizó el conflicto. Siguiendo el consejo de Baltasar de Zúñiga, que era un convencido intervencionista, Felipe III mandó en mayo de 1619 a siete mil veteranos de la guerra de Flandes y lanzó en la primavera de 1620 un ataque contra el Palatinado –territorio gobernado por Federico V, que además había sido coronado en noviembre rey de Bohemia, en sustitución del católico Fernando II, despojado del trono por los rebeldes protestantes–.
Dicho ataque estuvo dirigido por el prestigioso comandante Ambrosio Spínola, aristócrata genovés al servicio de la monarquía es- pañola y de grandes dotes bélicas y diplomáticas. La intención era distraer recursos bélicos de los protestantes de Bohemia y Austria, donde estaban triunfando y habían llegado a cercar Viena.
Estos movimientos españoles azuzaron a otras potencias protestantes o cercanas a ellas, en un momento en que se reavivaban viejas rencillas. El inicio de esta contienda coincidió con la proximidad del final de la Tregua de los Doce Años (1609-1621) entre España y las zonas rebeldes del norte de los Países Bajos llamadas Provincias Unidas –futura Holanda– en las que ya gobernaban los rebeldes protestantes sin que los hispanos pudieran impedirlo pese a sus notables esfuerzos bélicos. LOS HOLANDESES SE HABÍAN SALTADO LA TREGUA EN ULTRAMAR Y, DECIDIDOS A CONVERTIRSE EN UNA POTENCIA COMERCIAL,
atacaron multitud de colonias españolas en busca del control del lucrativo comercio de las especias. Hacia 1621, cuando iba a expirar la tregua, la opinión predominante en España, defendida por el influyente Zúñiga, era que Holanda estaba creciendo como potencia hostil y era preciso frenarla. Como los neerlandeses estaban muy implicados a favor de los protestantes en Centroeuropa, a España no le faltaron oportunidades para apoyar a los enemigos de estos, los católicos Habsburgo. Y este soporte resultó decisivo para que, en noviembre de 1620, las tropas del emperador Fernando II derrotaran a los rebeldes bohemios –a quienes habían apoyado los alemanes calvinistas– en la decisiva batalla de la Montaña Blanca, acaecida cerca de Praga. Las consecuencias no fueron solo el control de Bohemia, sino también la invasión católica del Palatinado. Federico V tuvo que marcharse al exilio y perdió su condición de príncipe elector.
Desde el mismo momento de su destierro, Federico buscó organizar una alianza de las potencias protestantes: la propia Holanda, Suecia e Inglaterra. Sin embargo, el soberano inglés, Jacobo I, que poseía el más poderoso de los reinos antipapistas, no deseaba un enfrentamiento directo con España, por lo que intentó durante años un arreglo diplomático. Ninguno de estos reinos se acababa de decidir, tampoco Francia -que pese a contar con un católico en el trono (Luis XIII), tenía la obligación geopolítica de evitar la expansión española-, así que el apoyo a los protestantes del Palatinado llegó de un reino menos importante: Dinamarca. Su monarca, el luterano Cristián IV, tenía ambiciones territoriales en Alemania y no deseaba que la influencia de su rival tradicional, Suecia, se extendiera más de la cuenta. Así que en la primavera de 1625 invadió Alemania.
LA INTERVENCIÓN DANESA FUE UN FRACASO: SUFRIÓ UN GRAN REVÉS EN LA BATALLA DE LUTTER (1626) ANTE UNO DE LOS GRANDES GENERALES DE LA ÉPOCA,
el conde de Tilly –belga de nacimiento y maestre de campo español conocido como el Monje con Armadura, por ser un católico devoto y de hábitos austeros–, que comandaba las fuerzas de la Liga Católica. Cristián IV prolongó sus campañas durante tres años más, hasta reconocer su derrota frente al Sacro Imperio Romano Germánico con la Paz de Lübeck (1629), que marcó el declive de Dinamarca como potencia europea.
Pero la implicación de los países nórdicos no había hecho más que empezar. El siguiente monarca en tomar el testigo del intervencionismo en Alemania fue el sueco Gustavo Adolfo, también luterano y conocido como el León del Norte. Sus intereses eran mucho más amplios, ya que deseaba controlar plenamente el comercio en el Báltico y los suculentos peajes que se imponían a los barcos –la principal fuente de ingresos de su reino–. Guiado por esta ambición, llevaba cinco años batallando en Polonia, donde le habían atacado los ejércitos imperiales del general Wallenstein, noble bohemio al servicio del emperador que era otra de las figuras militares de la época.
Ayudar a los estados protestantes alemanes era una forma de debilitar al emperador Habsburgo, así que los ejércitos suecos de Gustavo Adolfo entraron en las costas de Pomerania (Prusia) en 1630 y profundizaron hasta Sajonia, donde consiguieron el importante apoyo del príncipe elector, Juan Jorge I. Esto resultó decisivo a la hora de enfrentarse a las temibles huestes del conde de Tilly, a quienes suecos y sajones infligieron una dura derrota en la batalla de Breitenfeld (1631) amparados en su superioridad numérica y artillera. Era la primera victoria protestante desde que había empezado la guerra, hacía ya trece largos años, y marcó un cambio de tendencia. El ejército de Gustavo Adolfo, encabezado por él mismo, avanzó sin oposición hacia el sur de Alemania, lo que obligó a los príncipes protestantes a que se posicionaran a su favor –muchos no deseaban un enfrentamiento directo con el emperador–.
En la batalla de Rain (1632), ya en Baviera, principal estado católico alemán, sus fuerzas volvieron a exhibir su superioridad frente a las de Tilly, quien resultó herido de muerte. Fue entonces cuando el emperador decidió
concentrar el poder de sus ejércitos católicos en el bohemio Wallenstein, tan exitoso como personalista y brutal.
En la batalla de Lützen, ese mismo año, suecos e imperiales se emplearon a fondo, tanto que Gustavo Adolfo cayó en combate. Su muerte dejó la Corona sueca en manos de una niña de seis años, la reina Cristina –la misma que años después, en 1654, regaló a Felipe IV de España el famoso díptico de Durero Adán y Eva, hoy exhibido en el Museo del Prado–. Su principal consejero, el influyente Axel Oxenstierna, decidió mantener a los ejércitos suecos en Alemania: creó un campamento permanente para 17.000 hombres en Maguncia. Pero esta movilización le resultaba muy cara a su país, de forma que intentó que la pagaran los príncipes alemanes, lo que causó roces entre los protestantes.
EL BANDO CATÓLICO TAMBIÉN EXPERIMENTABA SUS PROPIOS PROBLEMAS.
El emperador Fernando II repudió a Wallenstein después de saber que había exigido a sus coroneles un juramento de lealtad máxima a su persona, por encima de cualquier otra. Además, este señor de la guerra mantenía negociaciones en secreto con los suecos y sus aliados protestantes.
Así que Wallenstein fue asesinado a principios de 1634 en circunstancias que nunca se han aclarado del todo: se cree que murió, por orden imperial, a manos de un capitán irlandés, aliado del emperador, que atravesó su pecho con una alabarda tras sorprenderlo en la habitación donde se alojaba en Cheb, ciudad de Bohemia. Incluso existe una leyenda acerca de que el fantasma de Wallenstein suele aparecerse en esta ciudad checa exhibiendo una camisa blanca en la que se aprecia una gran mancha de sangre en el pecho y subido sobre el Más Querido, su caballo favorito. Curiosamente, este animal se conserva aún en el Museo Regional de esta ciudad, ya que Wallenstein mandó disecarlo tras su muerte en la batalla de Lützen.
En 1634 se libró también una gran batalla en Nördlingen (Baviera). En ella, los suecos resultaron derrotados por sorpresa por las tropas imperiales, muy reforzadas por la inesperada llegada de un ejército español comandado por el cardenal-infante Fernando de Austria, hermano del rey Felipe IV. Este suceso allanó el camino a una paz deseada por todos, que se firmó en Praga en mayo de 1635.
PERO, PARA ASOMBRO GENERAL, ESE MISMO MES FRANCIA DECLARÓ LA GUERRA A ESPAÑA. EL CARIZ RELIGIOSO DEL ENFRENTAMIENTO SE REDUJO MUCHO
y la contienda se reconvirtió en una especie de pelea de gallos por la supremacía en Europa. Sus respectivos reyes, Luis XIII y Felipe IV –ambos católicos–, estaban asesorados por dos políticos con grandes ambiciones para sus países: el cardenal Richelieu y el conde-duque de Olivares, respectivamente. Esta nueva guerra dentro de la guerra favoreció en un principio a España. El propio Richelieu se sorprendió de los fracasos de su ejército pese a la cuantiosa inversión llevada a cabo. Sin embargo, la situación dio un vuelco a partir de 1640 debido a que estallaron en la península ibérica dos rebeliones al mismo tiempo: la de Cataluña y la de Portugal, que entonces formaba parte de la Corona española. En ambos casos, por supuesto, Francia apoyó los alzamientos, y el conde-duque de Olivares se vio incapaz de mantener la frenética actividad española en Europa cuando su propio patio trasero se le había alborotado: los tercios sufrieron una importante derrota frente al ejército galo del duque de Enghien en Rocroi, cerca de la frontera belga, en mayo de 1643. Este episodio marcó el inicio del declive hispano como máxima potencia europea. Por supuesto, fue reemplazada por Francia. Esta también se mostró muy beligerante con la católica Baviera, a quien se enfrentó por los territorios fronterizos de Alsacia y Lorena.
Los suecos, que tras la Paz de Praga se habían replegado a Pomerania, volvieron a una actitud más belicosa a partir de ese año. En un decidido avance, llegaron hasta Bohemia y en 1645 sometieron Praga en la batalla de Jankov. El ejército del emperador Fernando III –había subido al trono en 1637, tras la muerte de su padre, Fernando II– quedó aniquilado y el comandante sueco, Lennart Torstenson, al ver que no tenía ene- migos que se le equipararan, decidió continuar hacia Viena. La familia imperial Habsburgo tuvo que huir a Graz (Austria).
El agotamiento de todos los contendientes hacía inexorable negociar la paz. El emperador estaba dispuesto a realizar múltiples concesiones; y los ganadores no se sentían mucho más fuertes, ya que en Francia se habían producido revueltas populares contra la recaudación de impuestos para la guerra, y a Suecia se le hacía cuesta arriba permanecer tan lejos de sus tierras. Así llegó en 1648 la Paz de Westfalia. En realidad se firmaron en dicha región alemana dos tratados y una paz, y los escenarios fueron las ciudades de Münster y Osnabrück. En la primera, de confesión católica, negociaron franceses y holandeses, de un lado, con el Sacro Imperio y España, de otro. Los suecos, en cambio, prefirieron Osnabrück, controlada por los protestantes. Lo primero que se acordó fue la paz entre Holanda y España, por la que esta reconocía oficialmente el nuevo estado, escindido de los Países Bajos españoles. Concluía así una guerra que, desde inicios del XVII, España no había logrado inclinar a su favor.
Por el tratado de Münster Francia obtuvo grandes concesiones territoriales de los Habsburgo, como el control de las principales ciudades de Lorena y buena parte de Alsacia. Este cambio en las fronteras tendría eco durante mucho tiempo –fue casus belli en la Gran Guerra– y supuso un duro golpe para España, que vio imposibilitadas las comunicaciones, hasta entonces habituales, de sus ejércitos en
los Países Bajos con los de Italia a través del camino de los Tercios, una ruta terrestre creada en el siglo XVI bajo el reinado de Felipe II.
Suecia resultó muy beneficiada por el de Osnabrück: obtuvo la Pomerania y posesiones en Alemania, además de una importante indemnización económica para pagar la soldada de su ejército. Y el conflicto entre los estados alemanes se resolvió restaurando la condición de elector en el Bajo Palatinado a Carlos I Luis, hijo del célebre Federico V, y, sobre todo, imponiendo el principio de libertad religiosa.
Con unos reinos tolerantes con las creencias de sus súbditos, se dejaron atrás las obligaciones de solidaridad universal por causa de religión que habían determinado todas las alianzas bélicas y la primacía del papa y del emperador germánico respecto al resto de gobernantes. Se aparcó el poder de la religión para sustituirlo por el de los nuevos Estados nación. Y, de esa forma, el final de la guerra de los Treinta Años dio inicio a una nueva era política no solo europea, sino mundial.