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La magia de los hielos antárticos

La Antártida es el lugar más austral del planeta, el que registra las temperatur­as más bajas y el menos alterado por la mano del hombre. Solo algunos científico­s y unos pocos turistas tienen acceso a admirar este continente cuyo paisaje está dominado por

- Texto de JOSÉ MIGUEL VIÑAS

El hielo en grandes cantidades y de todas las formas, texturas y colores posibles es el elemento más llamativo de la Antártida y lo que hace que ese vasto y remoto territorio ejerza sobre nosotros una atracción irresistib­le. Los helados paisajes vacíos son la principal seña de identidad del continente blanco, llamado así justamente por estar cubierto casi en su totalidad por un gigantesco manto de ese color. Los datos no dejan lugar a la duda: la Antártida alberga el 84 % del hielo de toda la Tierra y el 70 % del agua dulce. El 98 % de todas las zonas continenta­les situadas al sur del paralelo 60 ºS (los límites territoria­les de la Antártida) están cubiertas de hielo. Si se fundiera por completo, el nivel del mar subiría 60 metros, como promedio, en toda la Tierra.

Aunque hay otros lugares del mundo donde el panorama también está dominado por el color albino, en ninguno de ellos puede disfrutars­e de tanta cantidad y variedad de formas de témpanos y placas como en la Antártida; algo que percibe el visitante nada más llegar. Es difícil, por no decir imposible, no quedar cautivado por semejante espectácul­o de la naturaleza en este territorio que constituye el lugar más frío del planeta, con una temperatur­a media anual de -55 ºC en el interior, que se suaviza en las costas hasta los -10 ºC. Bien sea un glaciar, la gran meseta (un desierto helado en toda regla), las plataforma­s de hielo, los gigantesco­s icebergs tabulares, los bandejones de hielo flotante o la casi infinita variedad de pequeños témpanos que nadan en las frías aguas que bañan las costas del continente blanco, cualquiera de esas formas congeladas tiene una historia que contarnos.

En la Antártida hay hielo continenta­l y marino. El primero es el resultado de la acumulació­n de nieve a lo largo de periodos prolongado­s de tiempo. Aunque, contrariam­ente a lo que pueda parecer, nieva muy poco, dado que es un lugar extremadam­ente seco, las

La Antártida alberga el 84 % del hielo y el 70 % del agua dulce contenidos en todo el planeta

nevadas que caen en el interior del continente se van acumulando progresiva­mente, ya que las temperatur­as se mantienen muy bajas durante todo el año, por lo que no se producen pérdidas por fusión. El propio peso de las sucesivas capas va compactand­o la nieve, que se termina convirtien­do en hielo. A partir de unos 70 metros de profundida­d tiene tal densidad que adquiere la condición de hielo glaciar y comienza a fluir, resquebraj­ando el terreno donde se asienta. En algunas zonas de la meseta antártica, el manto helado alcanza un grosor de más de 4 kilómetros, como resultado de la acumulació­n de copos durante varios centenares de miles de años.

Por lo que respecta al hielo marino, se trata de una extensa capa flotante que se forma en las frías aguas del océano Glacial Antártico. Es un tipo de hielo estacional, que alcanza su máxima extensión al final del invierno austral y que en algunos años llega a ocupar el doble de superficie que la del propio continente. La congelació­n del agua del mar se inicia cuando su temperatur­a se acerca a -2 ºC. En ese momento empiezan a formarse pequeños cristales de hielo sobre la superficie marina, conocidos como nilas, que terminan formando una capa helada conocida como banquisa. Las condicione­s meteorológ­icas y marítimas, sobre todo el oleaje, determinan la forma que adopta ese hielo flotante. Cuando el mar está muy agitado, se forman unos bandejones – pancake ice, en inglés– que terminan fusionándo­se, y queda una superficie helada muy rugosa, con muchas irregulari­dades. Si las aguas están más tranquilas durante la congelació­n, la banquisa se presentará más lisa y uniforme.

La mayor variedad de formas de hielo la encontramo­s en las zonas costeras, donde se combinan el de procedenci­a continenta­l con el marino. El primero forma grandes estructura­s sobre tierra firme, como los casquetes, domos y plataforma­s. Estas últimas penetran mar adentro y de ellas se desgajan témpanos tabulares (en forma de tabla) de enormes dimensione­s, que quedan a la deriva y se desplazan a merced de los vientos y las corrientes marinas durante varios años. Al final terminan fragmentán­dose en trozos más pequeños, algunos de los cuales son de hielo transparen­te y gran dureza. Son los llamados gruñones, que contrastan con otros pequeños bloques flotantes de origen marino o continenta­l, de color blanco o azul, desprendid­os de los frentes de los glaciares que salpican las costas antárticas o de témpanos de mayor tamaño.

En algunas zonas de la meseta antártica, el manto helado alcanza un grosor de más de 4 kilómetros

Los trozos flotantes más pequeños forman unas sábanas que se desplazan empujadas por los vientos y las corrientes

Los hielos flotantes más pequeños reciben el nombre de brass y forman una especie de sábanas que van desplazánd­ose empujadas por los vientos y también arrastrada­s por las corrientes. Unas veces estos escombros gélidos vagan en mar abierto, cerca de las costas, y otras se acumulan en playas o tramos costeros, lo que dificulta los movimiento­s de las lanchas que se usan en los barqueos entre los buques de apoyo de las campañas antárticas y las bases científica­s.

En cuanto a los icebergs, presentan formas muy caprichosa­s debido a la erosión conjunta que sufren por parte del viento y el agua. Como es sabido, alrededor del 80 % del contenido de estos grandes bloques permanece sumergido bajo el mar. Las pérdidas de masa a las que se ven sometidos provocan que cada cierto tiempo, en su búsqueda permanente de equilibrio hidrostáti­co, giren total o parcialmen­te y hagan emerger a la superficie parte del hielo que hasta entonces esta- ba bajo el agua. La textura de este, más redondeada y erosionada, es muy distinta de la del hielo que se encuentra expuesto al aire, que presenta bordes afilados.

La antigüedad del hielo explica en gran parte los llamativos colores que lucen las diferentes formacione­s. El más común es el blanco. Se correspond­e con el de procedenci­a más joven –tanto marino como continenta­l–, que contiene mucho aire atrapado en el interior. Al atravesarl­o, la luz se dispersa en todas las direccione­s y da como resultado una extraordin­aria blancura. Si el hielo es antiguo, como el que está situado a cierta profundida­d en un glaciar o en una plataforma, resulta más denso y contiene menos aire. Entonces, cuando lo atraviesa la luz, las longitudes de onda más largas (tonos rojizos) son absorbidas, pero no así las más cortas (tonos azulados), que son las que capta nuestro ojo. Por eso vemos algunos hielos antárticos teñidos de fantástico­s colores azules.

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Fotos de JAVIER URBÓN
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