Deseando amar, de Wong Kar-wai (2000)
El cineasta chino, en otro ejercicio magistral de conocimiento de la condición humana sexuada, nos plantea un nuevo dilema: ¿el hecho sexual humano y sus manifestaciones eróticas de relación son siempre dependientes del locus genitalis? O dicho de forma más sencilla, ¿siempre que hablamos de sexo y de interactuar sexualmente con el otro tienen que aparecer referencias a los genitales?
El hecho sexual humano y los procesos dinámicos que individualmente componen en cada uno de nosotros lo que definimos como nuestra sexualidad se sustentan en una condición absolutamente irrenunciable: somos seres eróticos.
Con esto, queremos decir que tenemos la irrenunciable necesidad de vincularnos, de asociarnos, de entablar contacto con los otros. Sin esa condición erótica, nunca alcanzaríamos nada semejante a la humanidad, porque nosotros no nacemos humanos, sino que nos conformamos en relación a los otros. Vincularnos a nuestra madre al nacer y al grupo social que nos acoge es lo que nos permite desarrollar las potencialidades de lenguaje y comprensión humana que nos caracterizan.
El sexo es, por tanto, muchísimo más que los genitales y lo que hagamos con ellos, pues incluye en él mismo deseos, fantasías, preferencias, fórmulas y soluciones de aproximación que componen el verdadero ars amandi (el arte de amar; las maneras de sentir, comprender y expresar nuestras múltiples y diversas formas de amarnos en cuanto seres sexuados que se atraen, se seducen y se afectan) que construimos durante nuestras vidas.
Todo eso parece saberlo muy bien Wong Kar-wai cuando nos presenta una propuesta como Deseando amar. Se trata de una película erótica por excelencia en la que los genitales solo tienen presencia porque precisamente nunca hacen amago ni de aparecer. Todo el poema cinematográfico del filme se sustenta en las maniobras de aproximación (eróticas, por tanto) entre dos personas: Chow, el redactor jefe de un periódico local de Hong Kong, y Lizhen, una secretaria de dirección casada con un viajante. Entre ellos se establece un cortejo nupcial de hipocampos; sinuoso y nunca directo, afectivo pero distante, improvisado pero planificado. Una escenificación trovadoresca de L’amour de loin, pero a la corta distancia que alcanza el aliento, en la que los elementos de erotización son una mirada que desciende sus ojos para no importunar, una penumbra que ilumina, unas fosas nasales que siguen el rastro de un perfume, unos zapatos bajo la cama que hay que encontrar o un aliento que humea desde los pulmones.
Un ejercicio auténticamente exquisito, este del director hongkonés, de comprensión del erotismo y del hoy en día trastabillado arte sexual de erotizarse por el solo hecho de ser agente activo o pasivo de un proceso de seducción sin finales ni rendimientos ni objetivos.