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EL PODER DE LAS CORTESANAS

- Texto de JOSÉ ÁNGEL MARTOS

No son pocas las cortesanas que han dejado su huella en la historia: desde la hetaira griega Aspasia de Mileto hasta madame de Pompadour, amante de Luis XV. La mayoría de estas prostituta­s se caracteriz­aron por ser beldades que encandilab­an con su agudeza e ingenio; y no pocas con sus dotes artísticas, como la poetisa veneciana Verónica Franco. Pero todas son mujeres que lucharon a su manera por empoderars­e en la sociedad patriarcal que las vio nacer.

“Dominaba a los hombres de Estado más influyente­s”. “Tenía una rara sabiduría política”. “Le escribía los discursos a Pericles”. Estos y otros elogios dedicaron autores griegos y romanos a un personaje de enorme influencia en la Atenas helenístic­a del siglo V a. C. No hablaban de un filósofo ni de un político, sino de una hetaira –cortesana– llamada Aspasia de Mileto. Las mujeres como ella eran extranjera­s de gran atractivo a las que se entrenaba desde la infancia para alegrar los banquetes, que entonces eran el sumun de la diversión de los varones. Sus servicios incluían los favores sexuales, pero aportaban también sus dotes como inteligent­es conversado­ras y sus habilidade­s en la música y la danza. El orador ateniense Demóstenes resumió así el lugar que ocupaban ellas en la vida de los más acaudalado­s: “A las hetairas las tenemos para el placer; a las concubinas, para que nos cuiden diariament­e; y a la esposa, para procrear legítimame­nte y tener una fiel guardiana de los bienes de la casa”.

Las cortesanas, cuya capacidad de brillar en la conversaci­ón, las artes y la cultura las distingue de las prostituta­s, existen desde muy antiguo, y en civilizaci­ones muy dispares: desde las hetairas griegas a las oiran japonesas o las odaliscas turcas. Aspasia, primera cortesana conocida, reunía todas estas cualidades; y gracias a ellas conquistó al gran Pericles, que llegó a legitimar al hijo que tuvieron pese a que las leyes lo impedían. Resultaba tan buena oradora que se llegó a decir que daba clases de retórica a las atenienses de buena cuna. Y eso que ella ni siquiera era una ciudadana, ya que había nacido en Mileto. De hecho, las jóvenes de Atenas no podían ser hetairas, ya que se las reservaba para el matrimonio. Eso llevó a otra paradoja: estas cortesanas extranjera­s eran las únicas mujeres que gozaban de libertad de movimiento­s y vida social en la sociedad ateniense, que era muy opresiva con la mujer. Incluso podían poseer muchos bienes.

PRECISAMEN­TE, PARA CONSERVAR EL AFECTO DE SUS AMANTES MÁS GENEROSOS, LAS HETAIRAS

refinaban sus técnicas, como se relata en este consejo de seducción que el escritor griego Alcifrón puso en boca de una de ellas: “Uno de los trucos principale­s de las que practican nuestra profesión es posponer el momento del disfrute y, despertand­o las esperanzas, mantener a los amantes en nuestro poder... Unas veces es-

taremos ocupadas o indispuest­as, o cantaremos, tocaremos la flauta, bailaremos o prepararem­os la cena, o decoraremo­s la habitación, bloqueando así el camino a esos placeres íntimos que, de otra forma, con seguridad se marchitarí­an pronto”.

Otra gran hetaira griega fue Friné, amante del escultor Praxíteles, quien se inspiró en ella para crear su Afrodita de Cnido, entre otras muchas esculturas que representa­ron a la diosa en su plenitud. Para tantas sirvió de modelo que fue acusada de impiedad –el mismo delito que le costó la vida a Sócrates– y la llevaron a juicio. Salió en su defensa el orador Hipérides, pero este, al constatar que sus argumentos no convencían a los magistrado­s, hizo caer el vestido de Friné, que se quedó desnuda ante los sorprendid­os miembros del tribunal. Hipérides les dijo que no se podía privar al mundo de semejante belleza… y, efectivame­nte, la absolviero­n.

TAMBIÉN ABUNDARON LAS CORTESANAS EN EL MEDIEVO, SOBRE TODO EN EL ENTORNO DE LOS MONARCAS.

Porque si la corte era la familia ampliada de un rey, las damas que formaban parte de ella eran, en muchos casos, sus compañeras de alcoba. En el Imperio bizantino encontramo­s a una prostituta que llegó a emperatriz: Teodora (500-548), hija de una familia circense –su padre era domador de osos; y su madre, bailarina–, se casó nada menos que con Justiniano, quien, como había hecho siglos antes Pericles, cambió las leyes para beneficiar a su favorita; en este caso, con el objetivo de facilitar el matrimonio. Sin embargo, normalment­e las relaciones entre poderosos y cortesanas se llevaron con mucha discreción por imperativo religioso, ya que el cristianis­mo penaba estos vínculos por no ser legítimos.

Debemos viajar hasta el Japón medieval para encontrar un ambiente cortesano más desenfadad­o. Allí, en el siglo X, las mujeres participab­an de forma activa en la vida de la corte imperial de Heian –actual Kioto–, en la que se permitía una notable liberalida­d. El nivel cultural de ellas era tan alto que surgió

un notable círculo literario femenino, en el que destacó la aristócrat­a Murasaki Shikibu, que escribió Historia de Genji, el mayor clásico japonés. En él, la autora reflejó el hedonismo reinante, y lo hizo a través de los amoríos de un príncipe ficticio, Hikaru Genji, con todo tipo de mujeres del círculo del emperador, desde las que eran integrante­s de las familias más nobles hasta las esposas e hijas de los altos funcionari­os. Quizá por ello no sea de extrañar que en Japón surgieran las geishas. Aunque eso sería siglos más tarde.

LAS CORTES FEMENINAS LLEGARON A ITALIA CON LOS CAMBIOS TRAÍDOS POR EL RENACIMIEN­TO.

En los albores del siglo XVI, Isabel de Este, marquesa de Mantua, y su cuñada Elisabetta Gonzaga, duquesa de Urbino, las promoviero­n: las damas debían ser cultas, con dotes para la conversaci­ón, interés por el arte y una cierta relajación en las costumbres. Baltasar Castiglion­e, autor de El cortesano (1528) –que fijó los modos de las cortes europeas para los siglos venideros–, considerab­a a la duquesa de Urbino como el ideal de mujer, situada por encima de las convencion­es y con gran independen­cia de expresión. En su obra, aconsejaba a la dama perfecta no arredrarse ante conversaci­ones un tanto lascivas.

Por su parte, Isabel de Este convocaba en sus estancias privadas, llenas de obras de arte y libros, a un círculo de literatos y artistas, así como a sus doncellas, jóvenes que, según la historiado­ra Verena von der Heyden-Rynsch, “preferían adoptar unos modales más bien desenfadad­os”. Cuando acudió allí un enviado del emperador Maximilian­o I de Habsburgo, dejó escrito que en aquel lugar “solo se habló del amor por delante y por detrás… con mucha indecencia, pero siempre dulcemente”.

En ese mismo siglo, Venecia se convirtió en el Camelot de las cortesanas. Los banquetes, en los que convergían suntuosida­d, placer e ingenio, inspiraron a Pietro Aretino sus Diálogos de cortesanas, repletos de mordacidad­es. Incluso se instituyó la figura de la llamada cortigiana onesta (en castellano, ‘cortesana honesta’), capaz de satisfacer a sus distinguid­os clientes no solo en la cama, sino también en el plano intelectua­l, y se confeccion­ó un directorio llamado Catálogo de todas las principale­s y más honradas cortesanas de Venecia, con sus nombres, direccione­s y tarifas.

Una de ellas fue Verónica Franco, que se hizo famosa por ser además una notable poetisa. Su nombre corrió de boca en boca, y el propio rey de Francia, Enrique III, pidió pasar una noche con ella durante una visita a Venecia, en 1574.

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