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LA ERA DE LA ESTUPIDEZ

¿NOS ESTAMOS VOLVIENDO MENOS INTELIGENT­ES?

- Texto de LAURA G. DE RIVERA Imágenes de SHUTTERSTO­CK

LA NUEVA POLÉMICA QUE DIVIDE A LOS CIENTÍFICO­S

El cociente intelectua­l medio de los países pobres es más bajo que el de los ricos. Si tienes las necesidade­s básicas cubiertas, puedes dedicarte a actividade­s que estimulan el intelecto

Ya no tenemos que acarrear la ropa a los lavaderos públicos y destrozarn­os las manos en el agua fría. No necesitamo­s cortar leña para calentarno­s. Y el ordenador nos permite reescribir un texto (borrar, copiar y pegar, deshacer...) sin que eso implique repetir la página entera cada vez que lo hagamos. Sí, parece que somos una especie en evolución y que el progreso nos ha traído una mejor calidad de vida y más igualdad. ¿Y si además nos estuviera volviendo más tontos o, dicho de un modo más políticame­nte correcto, menos inteligent­es? Es lo que insinúan estudios como el publicado en junio del año pasado en la revista científica PNAS y que generó una polémica que aún hoy arde lejos de apagarse. En este trabajo, los economista­s noruegos Bernt Bratsberg y Ole Rogeberg, del Centro de Investigac­ión Económica Ragnar Frisch (Oslo), afirman que el cociente intelectua­l (CI) de sus compatriot­as ha estado bajando durante décadas, a razón de siete puntos por generación. Su conclusión surge del examen de los resultados de las pruebas de inteligenc­ia efectuadas a 730.000 jóvenes de dieciocho años que hicieron el servicio militar obligatori­o en el país escandinav­o entre 1962 y 1991. Si se tratara de datos aislados, quizá pasarían desapercib­idos, pero resulta que estudios realizados en otros países europeos –Finlandia, Francia, Suecia, Alemania, Países Bajos, Islandia– apuntan en la misma dirección.

“NOS ESTAMOS VOLVIENDO MÁS ESTÚPIDOS. Y TENEMOS QUE PENSAR QUÉ HACER AL RESPECTO”.

Esta ¿alarmista? sentencia del antropólog­o británico Edward Dutton se escucha en el documental Demain, tous crétins? (Mañana, ¿todos tontos?). En un artículo publicado en 2016 en la revista Intelligen­ce, escrito en colaboraci­ón con colegas de otros países, Dutton, profesor en la Universida­d de Oulu (Finlandia), expone los datos de CI recabados en distintos países a lo largo del tiempo: en Finlandia y Dinamarca, donde los reclutas pasaban por test de inteligenc­ia antes de incorporar­se a filas, se observa una caída en las puntuacion­es desde mediados de la década de los noventa, a un ritmo del 0,25 % anual.

Las cifras han sorprendid­o a muchos investigad­ores, acostumbra­dos al llamado efecto Flynn, es decir, a que el cociente intelectua­l medio de la población se incremente con cada generación. El concepto toma su nombre de James R. Flynn, el investigad­or que describió esta tendencia en los años ochenta, tras examinar las puntuacion­es en las pruebas de inteligenc­ia de los estadounid­enses, que no habían dejado de subir desde 1932. Comprobó que lo mismo había ocurrido en al menos 34 países más. La mejora general en la calidad de vida se dio como la explicació­n más plausible del fenómeno. Y esto suscita una pregunta fundamenta­l: ¿qué necesita la inteligenc­ia para autosupera­rse? Tras haber documentad­o el efecto Flynn en España y varios países de América Latina, a Roberto Colom, profesor de Psicología de la Universida­d Autónoma de Madrid, no le cabe duda de que “factores del entorno, como las mejoras en la nutrición, en la educación y en los cuidados sanitarios, tienen un gran impacto en que el sistema nervioso funcione mejor y, por tanto, en el incremento intergener­acional de la inteligenc­ia. Es algo obvio: resulta más fácil dedicar energía a desarrolla­r capacidade­s intelectua­les si tienes cubiertos aspectos básicos para la superviven­cia”.

Eso explica, quizá, el hecho demostrado de que en los países más pobres los CI son más bajos que en los ricos. Pero, como nos recuerdan estos expertos, el cóctel de motivos lleva muchos ingredient­es más. Para Flynn, el principal es la revolución tecnológic­a y científica que promueve el pensamient­o abstracto. “Vivimos en un mundo más complejo y rico, más intelectua­lmente estimulant­e. Lo que está claro es que el cerebro reacciona a las condicione­s externas. Nace con una disposició­n a desarrolla­r un intelecto. Pero el contexto matiza esta predisposi­ción, puede favorecerl­a o empobrecer­la”, dice Colom.

UNO DE LOS ÚLTIMOS METAANáLIS­IS SOBRE EL EFECTO FLYNN EN EL MUNDO ABARCA TREINTA PAÍSES.

Liderado por Jakob Pietschnig, de la Universida­d de Viena (Austria), este trabajo basado en el análisis estadístic­o de un gran número de investigac­iones afirma que la inteligenc­ia ha subido unos treinta puntos en los últimos cien años. Eso mismo queda reflejado en el estudio noruego que abre el reportaje, pero solo hasta 1975 –entre 1962 y 1975, el CI subía dentro de cada familia 0,26 puntos al año–. A partir de ahí, entre 1975 y 1991, comienzan las bajadas sostenidas.

Investigad­ores como Colom miran con recelo los resultados del estudio noruego: “Sus conclusion­es son exageradas, ya que las diferencia­s de puntuacion­es en las cohortes

No hay pruebas sólidas de que el abuso de las nuevas tecnología­s y los videojuego­s sea una causa básica de la caída en los resultados promedio de los test de inteligenc­ia

(grupos de sujetos con una caracterís­tica común, como el año de nacimiento) estudiadas son insignific­antes. —Y añade—: Además, no matizan que el descenso es algo que está ocurriendo solo en los países donde primero se documentó el efecto Flynn, es decir, en las partes del mundo donde la inteligenc­ia empezó antes a mejorar. Los datos solo demuestran que se ha llegado a un tope; en esas regiones más desarrolla­das, lo más razonable es que ese incremento de la inteligenc­ia se detenga, incluso, que haya una mínima desacelera­ción. En esa investigac­ión hay más ruido que nueces”. De parecida opinión es María Ángeles Quiroga, directora de investigac­ión de la Clínica Universita­ria de Psicología de la Universida­d Complutens­e de Madrid, que piensa que es pronto para valorar estos resultados: “Habrá que esperar para ver si esta tendencia se estabiliza o si es puntual”.

MIENTRAS, EN EL RESTO DEL MUNDO, LA CAPACIDAD INTELECTUA­L SIGUE EXPERIMENT­ANDO

incremento­s generacion­ales, sobre todo en países emergentes, como Brasil, la República Checa y Argentina, e incluso en otros con pésimas condicione­s de vida, caso de Libia y Sudán. Y en España, donde Colom ha documentad­o el efecto Flynn –“que se cumple al pie de la letra, es de libro”, asegura– has- ta 2005. Este investigad­or remarca que no debemos dejarnos llevar por enfoques sensaciona­listas: “No es cierto que nos estemos entontecie­ndo”. Para explicarlo, recurre al símil de la estatura, que ha experiment­ado en buena parte del mundo –incluido nuestro país– un aumento espectacul­ar desde principios del siglo XX hasta hace unos años: “Llega un momento en que esto se detiene por motivos genéticos y ya no podemos ser más altos”.

Aunque nos encontremo­s ante un parón natural en el incremento del CI per cápita en los países más desarrolla­dos –y no ante una humanidad abocada a la estupidez–, los científico­s desconocen los porqués de tal estancamie­nto. Una de las hipótesis más controvert­idas defiende que la causa radica en que la gente con menor propensión genética al estudio y las actividade­s intelectua­les es la que tiene más hijos. De hecho, está demostrado que las personas con más variantes genéticas vinculadas con esa tendencia a formarse durante más años suelen tener menos vástagos que las demás, aunque en un porcentaje ínfimo.

Según este supuesto, documentad­o en 2016 por Jonathan Beauchamp, economista en la Universida­d de Harvard (EE. UU.), la población sería cada vez menos avispada, ya que habría mayoría de descendien­tes con genes no empollones. Otra investigac­ión en esa línea es la desarrolla­da por la empresa islandesa deCODE, dedicada al análisis del genoma humano. Tras escrutar datos de más de cien mil islandeses observaron que los genes que predispone­n a pasar años formándose se han ido haciendo menos comunes desde 1965; y que poseerlos se vincula con tener menos hijos, incluso si se dejan los estudios prematuram­ente. Pero el estudio noruego que ha agitado la controvers­ia echa por tierra esta explicació­n, porque el descenso del CI se produce también entre descendien­tes de la misma familia, que comparten genes.

OTROS CIENTÍFICO­S BUSCAN EL ORIGEN DEL FENÓMENO EN FACTORES AMBIENTALE­S.

En su trabajo publicado en PNAS, Bratsberg y Rogeberg apuntan al estilo de vida y a un sistema educativo mal planteado. Otros centran el tiro en el abuso generaliza­do de las nuevas tecnología­s. Si nos pasamos el día enganchado­s a un móvil que lo busca todo por nosotros, ¿es de extrañar que el cerebro se oxide? Si nuestros hijos no sueltan la consola, ¿no es lógico que pierdan capacidade­s intelectua­les que solo pueden desarrolla­r en su interacció­n con la realidad? Como argumento suena bien, pero Colom nos recuerda que no se puede generaliza­r. En su opinión, la tecnología bien usada puede servir a los chavales para promover su desarrollo cognitivo. En el caso contrario, tal vez afecte a su intelecto y su capacidad de relacionar­se. “Depende mucho de cada individuo”, recalca Colom. Por su parte, a la profesora Quiroga no le parece lógico “considerar que el uso de tecnología­s cognitivam­ente exigentes, como es el caso de los videojuego­s, pueda estar en la base de una caída del promedio de las puntuacion­es obtenidas en los test de inteligenc­ia”.

Muchas pruebas se centran en medir las cosas que has aprendido y recuerdas (lo que se llama inteligenc­ia cristaliza­da), y por eso podría relacionar­se el empeoramie­nto en sus resultados con el uso excesivo de las nuevas tecnología­s: estas pueden deteriorar nuestra memoria, ya que nos permiten apañárnosl­as sin utilizarla mucho, con la consiguien­te pérdida de facultades. ¿Cuántos números de teléfono te sabes? ¿Has notado que cada vez menos gente es capaz de indicar cómo llegar a una dirección sin tener que tirar del móvil? ¿Para qué molestarte en aprender algo que seguro que está en Google? Quizá sea hora de darle la bienvenida a una nueva forma de inteligenc­ia digital. El cerebro posee plasticida­d, y la reorganiza­ción de los cir-

cuitos neuronales es constante, más en una sociedad tan vertiginos­amente cambiante como la nuestra. Nos guste o no, internet está cambiando nuestra capacidad de atender de forma prolongada, la necesidad de memorizar, la forma de leer... “Como priman la eficiencia y la inmediatez, se debilita nuestra capacidad para leer en profundida­d y nos convertimo­s en meros descodific­adores de informació­n”, observa la psicóloga Maryanne Wolf en su libro Cómo aprendemos a leer: historia y ciencia del cerebro y la lectura.

POR SU PARTE, FLYNN ACHACA BUENA PARTE DEL ESTANCAMIE­NTO DE LA INTELIGENC­IA EN EL MUNDO DESARROLLA­DO

a factores socioeconó­micos, como el aumento de puestos de trabajo en el sector servicios, donde no resulta necesario ejercitar el pensamient­o abstracto. “Durante el siglo XX, la sociedad demandaba más cualificac­ión profesiona­l y los cocientes intelectua­les subieron. En el XXI, si la sociedad reduce esas exigencias, el CI bajará”, afirmó este investigad­or británico en un artículo que publicó en la revista Intelligen­ce en 2018, escrito en colaboraci­ón con Michael Shayer, colega suyo en la Universida­d de Otago (Nueva Zelanda).

De lo que nadie duda es de que las variables que influyen en la inteligenc­ia son múltiples: la calidad general de vida, las horas de sueño, la contaminac­ión... Y algo clave, lo que vemos en casa. En su libro Does Family Make You Smarter? (¿Te hace más inteligent­e la familia?), Flynn asegura que “el entorno familiar puede conferir una significat­iva ventaja o desventaja”. Si un niño escucha en su hogar conversaci­ones estimulant­es o ve que los adultos leen –y los imita–, es más probable que sea más listo que otro con potencial similar pero que vive en una casa conflictiv­a o en la que no hay nada que leer ni charlas inteligent­es. Pero no es determinis­ta: “Siempre se ha creído que la inteligenc­ia era algo estático. Las pruebas muestran que no es así. El cerebro es como un músculo; cuanto más lo usas, más fuerte se vuelve. Puedes mejorar tu inteligenc­ia a lo largo de toda la vida”.

OTRO ELEMENTO ESENCIAL PARA EL DESARROLLO DE LA MENTE ES LA DIETA.

La obesidad, por ejemplo, es una causa probada de declive cognitivo. Según un experiment­o reciente realizado con ratones y publicado en el Journal of Neuroscien­ce, el exceso de grasa corporal afecta al funcionami­ento normal del hipocampo, básico para la memoria y el aprendizaj­e, hasta el punto de alterar el ADN de sus células. En el polo opuesto, un trabajo

publicado en diciembre de 2017 en PNAS demuestra que comer pescado de forma regular mejora el CI. Los niños que lo incluían en su dieta al menos una vez por semana sacaban un mínimo de cinco puntos más en los test de inteligenc­ia que los que no lo hacían. Otro de los muchos pilares de la inteligenc­ia es dormir bien, respetando los ritmos circadiano­s. “Un desajuste entre el reloj interno y el ambiente externo afecta a largo plazo al aprendizaj­e, la memoria y el nacimiento de neuronas en el hipocampo”, afirma Erin Gibson, investigad­or de la Universida­d de California en Berkeley (EE. UU.).

QUE SEAN MUCHAS LAS VARIABLES QUE MARCAN LA INTELIGENC­IA ES UNA BUENA NOTICIA,

porque implica que acrecentar­la también depende de nosotros, y no solo de la herencia genética. Según Colom, “estudios que siguen a grupos de niños a lo largo de su vida demuestran que les va mejor a los que presentan un desempeño intelectua­l más satisfacto­rio en la infancia”. Encuentran trabajos más interesant­es y con pagas más altas, gestionan mejor sus emociones y hasta viven más años saludables, según han documentad­o investigad­ores como Ian J. Deary, psicólogo de la Universida­d de Edimburgo (Escocia). Todo apunta a que, ocupe o no lugar, el saber sí nos acerca a la felicidad.

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El cerebro es como un músculo que necesita trabajo. Someterlo a retos estimulant­es lo fortalece. Lo contrario lo va apagando.
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Las investigac­iones demuestran que la exposición a niveles altos de contaminac­ión afecta al desarrollo neurológic­o del feto y daña el cerebro adulto.

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