LA ERA DE LA ESTUPIDEZ
¿NOS ESTAMOS VOLVIENDO MENOS INTELIGENTES?
LA NUEVA POLÉMICA QUE DIVIDE A LOS CIENTÍFICOS
El cociente intelectual medio de los países pobres es más bajo que el de los ricos. Si tienes las necesidades básicas cubiertas, puedes dedicarte a actividades que estimulan el intelecto
Ya no tenemos que acarrear la ropa a los lavaderos públicos y destrozarnos las manos en el agua fría. No necesitamos cortar leña para calentarnos. Y el ordenador nos permite reescribir un texto (borrar, copiar y pegar, deshacer...) sin que eso implique repetir la página entera cada vez que lo hagamos. Sí, parece que somos una especie en evolución y que el progreso nos ha traído una mejor calidad de vida y más igualdad. ¿Y si además nos estuviera volviendo más tontos o, dicho de un modo más políticamente correcto, menos inteligentes? Es lo que insinúan estudios como el publicado en junio del año pasado en la revista científica PNAS y que generó una polémica que aún hoy arde lejos de apagarse. En este trabajo, los economistas noruegos Bernt Bratsberg y Ole Rogeberg, del Centro de Investigación Económica Ragnar Frisch (Oslo), afirman que el cociente intelectual (CI) de sus compatriotas ha estado bajando durante décadas, a razón de siete puntos por generación. Su conclusión surge del examen de los resultados de las pruebas de inteligencia efectuadas a 730.000 jóvenes de dieciocho años que hicieron el servicio militar obligatorio en el país escandinavo entre 1962 y 1991. Si se tratara de datos aislados, quizá pasarían desapercibidos, pero resulta que estudios realizados en otros países europeos –Finlandia, Francia, Suecia, Alemania, Países Bajos, Islandia– apuntan en la misma dirección.
“NOS ESTAMOS VOLVIENDO MÁS ESTÚPIDOS. Y TENEMOS QUE PENSAR QUÉ HACER AL RESPECTO”.
Esta ¿alarmista? sentencia del antropólogo británico Edward Dutton se escucha en el documental Demain, tous crétins? (Mañana, ¿todos tontos?). En un artículo publicado en 2016 en la revista Intelligence, escrito en colaboración con colegas de otros países, Dutton, profesor en la Universidad de Oulu (Finlandia), expone los datos de CI recabados en distintos países a lo largo del tiempo: en Finlandia y Dinamarca, donde los reclutas pasaban por test de inteligencia antes de incorporarse a filas, se observa una caída en las puntuaciones desde mediados de la década de los noventa, a un ritmo del 0,25 % anual.
Las cifras han sorprendido a muchos investigadores, acostumbrados al llamado efecto Flynn, es decir, a que el cociente intelectual medio de la población se incremente con cada generación. El concepto toma su nombre de James R. Flynn, el investigador que describió esta tendencia en los años ochenta, tras examinar las puntuaciones en las pruebas de inteligencia de los estadounidenses, que no habían dejado de subir desde 1932. Comprobó que lo mismo había ocurrido en al menos 34 países más. La mejora general en la calidad de vida se dio como la explicación más plausible del fenómeno. Y esto suscita una pregunta fundamental: ¿qué necesita la inteligencia para autosuperarse? Tras haber documentado el efecto Flynn en España y varios países de América Latina, a Roberto Colom, profesor de Psicología de la Universidad Autónoma de Madrid, no le cabe duda de que “factores del entorno, como las mejoras en la nutrición, en la educación y en los cuidados sanitarios, tienen un gran impacto en que el sistema nervioso funcione mejor y, por tanto, en el incremento intergeneracional de la inteligencia. Es algo obvio: resulta más fácil dedicar energía a desarrollar capacidades intelectuales si tienes cubiertos aspectos básicos para la supervivencia”.
Eso explica, quizá, el hecho demostrado de que en los países más pobres los CI son más bajos que en los ricos. Pero, como nos recuerdan estos expertos, el cóctel de motivos lleva muchos ingredientes más. Para Flynn, el principal es la revolución tecnológica y científica que promueve el pensamiento abstracto. “Vivimos en un mundo más complejo y rico, más intelectualmente estimulante. Lo que está claro es que el cerebro reacciona a las condiciones externas. Nace con una disposición a desarrollar un intelecto. Pero el contexto matiza esta predisposición, puede favorecerla o empobrecerla”, dice Colom.
UNO DE LOS ÚLTIMOS METAANáLISIS SOBRE EL EFECTO FLYNN EN EL MUNDO ABARCA TREINTA PAÍSES.
Liderado por Jakob Pietschnig, de la Universidad de Viena (Austria), este trabajo basado en el análisis estadístico de un gran número de investigaciones afirma que la inteligencia ha subido unos treinta puntos en los últimos cien años. Eso mismo queda reflejado en el estudio noruego que abre el reportaje, pero solo hasta 1975 –entre 1962 y 1975, el CI subía dentro de cada familia 0,26 puntos al año–. A partir de ahí, entre 1975 y 1991, comienzan las bajadas sostenidas.
Investigadores como Colom miran con recelo los resultados del estudio noruego: “Sus conclusiones son exageradas, ya que las diferencias de puntuaciones en las cohortes
No hay pruebas sólidas de que el abuso de las nuevas tecnologías y los videojuegos sea una causa básica de la caída en los resultados promedio de los test de inteligencia
(grupos de sujetos con una característica común, como el año de nacimiento) estudiadas son insignificantes. —Y añade—: Además, no matizan que el descenso es algo que está ocurriendo solo en los países donde primero se documentó el efecto Flynn, es decir, en las partes del mundo donde la inteligencia empezó antes a mejorar. Los datos solo demuestran que se ha llegado a un tope; en esas regiones más desarrolladas, lo más razonable es que ese incremento de la inteligencia se detenga, incluso, que haya una mínima desaceleración. En esa investigación hay más ruido que nueces”. De parecida opinión es María Ángeles Quiroga, directora de investigación de la Clínica Universitaria de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid, que piensa que es pronto para valorar estos resultados: “Habrá que esperar para ver si esta tendencia se estabiliza o si es puntual”.
MIENTRAS, EN EL RESTO DEL MUNDO, LA CAPACIDAD INTELECTUAL SIGUE EXPERIMENTANDO
incrementos generacionales, sobre todo en países emergentes, como Brasil, la República Checa y Argentina, e incluso en otros con pésimas condiciones de vida, caso de Libia y Sudán. Y en España, donde Colom ha documentado el efecto Flynn –“que se cumple al pie de la letra, es de libro”, asegura– has- ta 2005. Este investigador remarca que no debemos dejarnos llevar por enfoques sensacionalistas: “No es cierto que nos estemos entonteciendo”. Para explicarlo, recurre al símil de la estatura, que ha experimentado en buena parte del mundo –incluido nuestro país– un aumento espectacular desde principios del siglo XX hasta hace unos años: “Llega un momento en que esto se detiene por motivos genéticos y ya no podemos ser más altos”.
Aunque nos encontremos ante un parón natural en el incremento del CI per cápita en los países más desarrollados –y no ante una humanidad abocada a la estupidez–, los científicos desconocen los porqués de tal estancamiento. Una de las hipótesis más controvertidas defiende que la causa radica en que la gente con menor propensión genética al estudio y las actividades intelectuales es la que tiene más hijos. De hecho, está demostrado que las personas con más variantes genéticas vinculadas con esa tendencia a formarse durante más años suelen tener menos vástagos que las demás, aunque en un porcentaje ínfimo.
Según este supuesto, documentado en 2016 por Jonathan Beauchamp, economista en la Universidad de Harvard (EE. UU.), la población sería cada vez menos avispada, ya que habría mayoría de descendientes con genes no empollones. Otra investigación en esa línea es la desarrollada por la empresa islandesa deCODE, dedicada al análisis del genoma humano. Tras escrutar datos de más de cien mil islandeses observaron que los genes que predisponen a pasar años formándose se han ido haciendo menos comunes desde 1965; y que poseerlos se vincula con tener menos hijos, incluso si se dejan los estudios prematuramente. Pero el estudio noruego que ha agitado la controversia echa por tierra esta explicación, porque el descenso del CI se produce también entre descendientes de la misma familia, que comparten genes.
OTROS CIENTÍFICOS BUSCAN EL ORIGEN DEL FENÓMENO EN FACTORES AMBIENTALES.
En su trabajo publicado en PNAS, Bratsberg y Rogeberg apuntan al estilo de vida y a un sistema educativo mal planteado. Otros centran el tiro en el abuso generalizado de las nuevas tecnologías. Si nos pasamos el día enganchados a un móvil que lo busca todo por nosotros, ¿es de extrañar que el cerebro se oxide? Si nuestros hijos no sueltan la consola, ¿no es lógico que pierdan capacidades intelectuales que solo pueden desarrollar en su interacción con la realidad? Como argumento suena bien, pero Colom nos recuerda que no se puede generalizar. En su opinión, la tecnología bien usada puede servir a los chavales para promover su desarrollo cognitivo. En el caso contrario, tal vez afecte a su intelecto y su capacidad de relacionarse. “Depende mucho de cada individuo”, recalca Colom. Por su parte, a la profesora Quiroga no le parece lógico “considerar que el uso de tecnologías cognitivamente exigentes, como es el caso de los videojuegos, pueda estar en la base de una caída del promedio de las puntuaciones obtenidas en los test de inteligencia”.
Muchas pruebas se centran en medir las cosas que has aprendido y recuerdas (lo que se llama inteligencia cristalizada), y por eso podría relacionarse el empeoramiento en sus resultados con el uso excesivo de las nuevas tecnologías: estas pueden deteriorar nuestra memoria, ya que nos permiten apañárnoslas sin utilizarla mucho, con la consiguiente pérdida de facultades. ¿Cuántos números de teléfono te sabes? ¿Has notado que cada vez menos gente es capaz de indicar cómo llegar a una dirección sin tener que tirar del móvil? ¿Para qué molestarte en aprender algo que seguro que está en Google? Quizá sea hora de darle la bienvenida a una nueva forma de inteligencia digital. El cerebro posee plasticidad, y la reorganización de los cir-
cuitos neuronales es constante, más en una sociedad tan vertiginosamente cambiante como la nuestra. Nos guste o no, internet está cambiando nuestra capacidad de atender de forma prolongada, la necesidad de memorizar, la forma de leer... “Como priman la eficiencia y la inmediatez, se debilita nuestra capacidad para leer en profundidad y nos convertimos en meros descodificadores de información”, observa la psicóloga Maryanne Wolf en su libro Cómo aprendemos a leer: historia y ciencia del cerebro y la lectura.
POR SU PARTE, FLYNN ACHACA BUENA PARTE DEL ESTANCAMIENTO DE LA INTELIGENCIA EN EL MUNDO DESARROLLADO
a factores socioeconómicos, como el aumento de puestos de trabajo en el sector servicios, donde no resulta necesario ejercitar el pensamiento abstracto. “Durante el siglo XX, la sociedad demandaba más cualificación profesional y los cocientes intelectuales subieron. En el XXI, si la sociedad reduce esas exigencias, el CI bajará”, afirmó este investigador británico en un artículo que publicó en la revista Intelligence en 2018, escrito en colaboración con Michael Shayer, colega suyo en la Universidad de Otago (Nueva Zelanda).
De lo que nadie duda es de que las variables que influyen en la inteligencia son múltiples: la calidad general de vida, las horas de sueño, la contaminación... Y algo clave, lo que vemos en casa. En su libro Does Family Make You Smarter? (¿Te hace más inteligente la familia?), Flynn asegura que “el entorno familiar puede conferir una significativa ventaja o desventaja”. Si un niño escucha en su hogar conversaciones estimulantes o ve que los adultos leen –y los imita–, es más probable que sea más listo que otro con potencial similar pero que vive en una casa conflictiva o en la que no hay nada que leer ni charlas inteligentes. Pero no es determinista: “Siempre se ha creído que la inteligencia era algo estático. Las pruebas muestran que no es así. El cerebro es como un músculo; cuanto más lo usas, más fuerte se vuelve. Puedes mejorar tu inteligencia a lo largo de toda la vida”.
OTRO ELEMENTO ESENCIAL PARA EL DESARROLLO DE LA MENTE ES LA DIETA.
La obesidad, por ejemplo, es una causa probada de declive cognitivo. Según un experimento reciente realizado con ratones y publicado en el Journal of Neuroscience, el exceso de grasa corporal afecta al funcionamiento normal del hipocampo, básico para la memoria y el aprendizaje, hasta el punto de alterar el ADN de sus células. En el polo opuesto, un trabajo
publicado en diciembre de 2017 en PNAS demuestra que comer pescado de forma regular mejora el CI. Los niños que lo incluían en su dieta al menos una vez por semana sacaban un mínimo de cinco puntos más en los test de inteligencia que los que no lo hacían. Otro de los muchos pilares de la inteligencia es dormir bien, respetando los ritmos circadianos. “Un desajuste entre el reloj interno y el ambiente externo afecta a largo plazo al aprendizaje, la memoria y el nacimiento de neuronas en el hipocampo”, afirma Erin Gibson, investigador de la Universidad de California en Berkeley (EE. UU.).
QUE SEAN MUCHAS LAS VARIABLES QUE MARCAN LA INTELIGENCIA ES UNA BUENA NOTICIA,
porque implica que acrecentarla también depende de nosotros, y no solo de la herencia genética. Según Colom, “estudios que siguen a grupos de niños a lo largo de su vida demuestran que les va mejor a los que presentan un desempeño intelectual más satisfactorio en la infancia”. Encuentran trabajos más interesantes y con pagas más altas, gestionan mejor sus emociones y hasta viven más años saludables, según han documentado investigadores como Ian J. Deary, psicólogo de la Universidad de Edimburgo (Escocia). Todo apunta a que, ocupe o no lugar, el saber sí nos acerca a la felicidad.