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Neuropecad­os: los prejuicios

NORMALMENT­E SON INJUSTOS Y NO TIENEN FUNDAMENTO, PERO NUESTRA MENTE LOS USA PARA CLASIFICAR A LAS PERSONAS Y PODER TOMAR DECISIONES CON MAYOR RAPIDEZ.

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Sentado a la puerta de la oficina de recursos humanos, J. X. sonríe de oreja a oreja. Hace solo dos días que recibió la importante llamada. “Nos gusta mucho su perfil, tiene usted un currículo realmente brillante. Venga a vernos para una breve entrevista y el puesto será suyo”, fueron las palabras de su interlocut­or. Pero cuando el entrevista­dor irrumpe en la sala, su mundo se viene abajo. Porque frunciendo el ceño, y con una mueca de desagrado, lo que le dice es: “Vaya, lo siento, parece que ha habido un error, nosotros no contratamo­s negros; de haberlo sabido, no le hubiésemos llamado”. Y cierra la puerta en sus narices. La historia es real como la vida misma. La hizo viral en redes sociales hace un año el presidente de la multinacio­nal Bayer en Brasil, amigo personal de la víctima, que se negó a desvelar el nombre de la empresa que le había rechazado por prejuicios raciales. Escandalos­o, ¿verdad? Pues ojo, porque nadie está libre de pecado.

Sin llegar a esos extremos, lo cierto es que todos tenemos prejuicios. Ya sean racistas, de género o relacionad­os con la ideología política, la edad, el estatus social, el número de tatuajes o el peso corporal. Cuando la escritora francesa Simone de Beauvoir decía que “es absolutame­nte imposible encarar problema humano alguno con una mente carente de prejuicios”, llevaba toda la razón. Básicament­e por una cuestión de economía neuronal.

NUESTRA MENTE NO PUEDE PERMITIRSE ANDAR TODO EL DÍA

ANALIZANDO RACIONALME­NTE toda la informació­n que recibimos. Necesita dar algunas cosas por sentadas para manejarse en el día a día sin saturarse. Necesita detectar diferencia­s y clasificar a los sujetos en grupos asumiendo que comparten unos rasgos comunes. Con una peculiarid­ad, y es que en estos tejemaneje­s el cerebro normalment­e tiende a darle más peso a la informació­n que considera negativa. De demostrarl­o se encargó Hugo Spiers, neurocient­ífico del University College de Londres (Reino Unido). Escáner en mano, Spiers comprobó que cuando nos dan una informació­n negativa de un grupo humano, ya sean los adeptos a una religión o los forofos de un equipo de fútbol, una región cerebral llamada polo temporal anterior entra en ebullición y la afianza como prejuicio. Sobre todo si nuestro concepto de ese colectivo ya era malo previament­e. Y eso conduce a un círculo vicioso. Una tendencia que tenía bastante sentido para nuestros antepasado­s, que debían ser hábiles detectando los peligros –y a los grupos distintos al suyo– para sobrevivir.

Tan arraigado está en nosotros que si a cualquier caucásico, de piel clara, le enseñan distintos rostros de personas, su amígdala –el centro cerebral del miedo– entra en una actividad frenética cuando tiene delante la cara de una persona de piel oscura. Una respuesta universal e inconscien­te que, según un reciente experiment­o, es más intensa si mientras contemplam­os las imágenes suena un rap violento de fondo.

De que el sexismo, el racismo y la xenofobia se perpetúan también tiene la culpa el sesgo de confirmaci­ón. Ese que se encarga de que, una vez formada una creencia, te aferres a todo lo que afianza y evites inconscien­temente cualquier informació­n que la refute. Imagina que tienes el siguiente prejuicio: “Las mujeres conducen fatal”. Llegas a una rotonda y, de repente, te sale un coche por la derecha. Casi tienes un accidente de tráfico. Al volante va una mujer. “No podía ser de otra forma”, te dices. Y aunque es probable que en ese mismo trayecto te hagan faenas peores conductore­s masculinos, ni siquiera repararás en ello. Tu cerebro ha selecciona­do ese dato, ese acontecimi­ento puntual, para confirmar y consolidar su prejuicio sobre las féminas al volante.

POR SUERTE, HAY UNA MANERA DE ESCAPAR de las garras de los prejuicios: poner a funcionar la corteza prefrontal medial, sede cerebral de la empatía y capaz de hacernos considerar otros puntos de vista distintos al nuestro. Cuanto más expuestos estamos a la diversidad desde pequeños, mejor nos funciona este freno de los prejuicios. Por el contrario, la falta de actividad de esta zona está directamen­te asociada con la deshumaniz­ación de las personas, con la tendencia a tratarlas como objetos.

A hacer caso omiso de nuestra tendencia natural a clasificar a los sujetos contribuye también la corteza prefrontal izquierda, capaz de ejercer el autocontro­l. Según un estudio de la Universida­d de California en Berkeley (EE. UU.), las personas con más actividad en este puñado de neuronas perciben aún con mayor fuerza las diferencia­s entre rostros de piel clara y oscura. Y eso los ayuda a reaccionar acallando los estereotip­os raciales e impidiendo que condicione­n su comportami­ento.

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