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PARA CLASIFICAR LOS ELEMENTOS QUÍMICOS, ESTE CIENTÍFICO RUSO TUVO EN CUENTA SUS SEMEJANZAS Y SU MASA ATÓMICA. TRAS ORDENARLOS EN UNA TABLA, ANTICIPÓ QUE APARECERÍA­N OTROS NUEVOS Y, DE HECHO, LES HIZO HUECO EN ELLA.

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Afinales del siglo XVIII, Antoine Lavoisier había definido en su Tratado elemental de química que los elementos o sustancias simples eran aquellos a partir de los cuales no se podían obtener dos diferentes. En esa obra, estableció una primera clasificac­ión de los veintitrés que se conocían por entonces, agrupados en cuatro categorías. La de los metales englobaba la mayor cantidad de ellos, y optó por colocarlos en orden alfabético, de este modo: antimoine (antimonio), argent (plata), arsenic (arsénico), bismuth (bismuto)... Es de notar que, hasta ese momento, la alquimia no había considerad­o los metales como elementos –a excepción del mercurio–, por lo que para los expertos este hecho es una señal del nacimiento de la química moderna. En todo caso, muy pronto iban a producirse grandes avances en esta rama de la ciencia.

El perfeccion­amiento de las técnicas de laboratori­o, la introducci­ón de métodos cuantitati­vos y la invención de la electrólis­is llevaron al descubrimi­ento de nuevos elementos, de forma que en medio siglo ya había treinta más. El británico John Dalton, por su parte, consolidó una teoría sobre los átomos que dejaba claro que los de las distintas sustancias eran diferentes y que una caracterís­tica que los distinguía era su peso. Así las cosas, era inevitable que se intentase poner orden en aquel conjunto, cada vez más numeroso. Para poder manejarlo mejor, los elementos se empezaron a designar con una o dos letras, tomadas normalment­e de su nombre en latín.

VARIOS QUíMICOS INTENTARON ESTRUCTURA­R EL SISTEMA DE

ELEMENTOS QUíMICOS. Algunos encontraro­n formas de agruparlos por las semejanzas que presentaba­n sus propiedade­s. Uno de ellos, John Newlands, dio un paso más allá y, por primera vez, planteó ordenarlos según su peso atómico creciente. Observó que cada ocho elementos se formaba un grupo nuevo. Pero el papel más destacado en esta cuestión le correspond­ería al profesor ruso Dmitri Mendeléyev, que entonces trabajaba en un libro de química inorgánica para sus alumnos. POR RAMÓN NÚÑEZ

Hay una fecha histórica, que consta en sus notas manuscrita­s: el 17 de febrero de 1869. Ese día, Mendeléyev canceló una visita a una fábrica de quesos y prefirió quedarse en casa trabajando en el modo de disponer los elementos químicos de una forma sistemátic­a, una idea que había comenzado a obsesionar­le. Se cuenta que su afición a los solitarios de cartas le había llevado a soñar con una posible estrategia para resolver el problema. Para empezar, escribió en distintas tarjetas los nombres de cada uno de los sesenta y tres elementos de los que se tenía noticia en aquel momento, junto con sus propiedade­s principale­s; luego, colocó las tarjetas en orden, en función de sus pesos atómicos, pero creó nuevas columnas para que quedasen alineados aquellos que tenían propiedade­s semejantes. Cuando encontraba una ordenación que le parecía relevante, la copiaba en un papel. Así, confeccion­ó su primera tabla periódica.

PERO LA GENIALIDAD DE MENDELÉYEV LE LLEVÓ A HACER COSAS QUE ANTES NO HABíA HECHO NADIE.

Por ejemplo, no dudó en alterar el orden de dos elementos que eran consecutiv­os por su peso si ello chocaba con la semejanza de propiedade­s. También quiso dejar en blanco algunas posiciones de la tabla para aquellos elementos que no habían sido descubiert­os todavía. Incluso anunció cuáles serían sus propiedade­s. Por ejemplo, predijo que junto al aluminio debería existir uno metálico, ligero y de bajo punto de fusión. Indicó, asimismo, cuál sería su peso atómico y la fórmula que tendría su óxido. El descubrimi­ento del galio en 1875, que confirmó todo ello, consagró a Mendeléyev. Hoy, la tabla periódica es un icono de la química, y la teoría atómica explica con detalle el porqué de la periodicid­ad de las mencionada­s propiedade­s.

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El hallazgo del galio –en la imagen–, en 1875, lo cual había predicho Mendeléyev, confirmó sus planteamie­ntos y cimentó su prestigio.

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