Enfermeros y médicos asesinos
Es el nombre que dan los criminólogos a los médicos, enfermeros y cuidadores que aprovechan sus conocimientos y su posición para asesinar a sus pacientes. ¿Cómo actúan estos individuos siniestros? ¿Por qué se lanzan a matar? Y lo más importante: ¿podemos
“E muy normal. Estaba integrada en el grupo y nunca había dado problemas”, afirmó en agosto de 2017 un trabajador del Hospital Universitario Príncipe de Asturias de Alcalá de Henares (Madrid) en referencia a su compañera Beatriz L. D., auxiliar de enfermería detenida por la policía el día 4 de ese mes. Bea, como todo el mundo la llamaba, era sospechosa de haber asesinado a Consuelo D. F., una mujer de 86 años que, a punto de recibir el alta hospitalaria, empeoró repentina e inexplicablemente hasta fallecer en unas horas. Se barajó como causa un error en la medicación, pero una tomografía axial computarizada (TAC) hecha al cadáver en el mismo hospital reveló que había mucho oxígeno por todo el organismo de la víctima. Solo existía una explicación: alguien se lo había inyectado hasta causarle una embolia gaseosa letal. Tres días después del fallecimiento de la anciana, los agentes detuvieron a Bea. Llevaban tiempo tras ella.
En julio de 2015 había muerto otra mujer en la misma unidad del hospital, en circunstancias idénticas. Luisa M. S., de 92 años y con alzhéimer, sufrió también una embolia gaseosa. Las sospechas llevaron a los agentes a solicitar a una jueza la instalación de una cámara de vigilancia en esa unidad médica. Se hizo con la autorización de la dirección del centro y sin que lo supieran los trabajadores. Las imágenes delataron la existencia de un ángel de la muerte: Bea.
La psicóloga forense norteamericana Katherine Ramsland define así a esta clase de criminales: “Cualquier tipo de empleado sanitario que usa su posición para asesinar al menos a dos pacientes en dos incidentes separados, y que tiene la capacidad psicológica para seguir matando”. Un ángel de la muerte puede ser un médico, un enfermero, un celador... ¿Por qué debe tener al menos dos víctimas en su haber? Porque eso permite distinguirlos de los profesionales de la salud que acaban con un paciente por alguna rencilla o disputa. Si hay dos muertos en casos separados, los especialistas presuponen que el autor tiende al asesinato en serie.
EL NOMBRE MÁS FAMOSO DENTRO DE ESTE SINIESTRO COLECTIVO ES EL DEL BRITÁNICO HAROLD SHIPMAN
(1946-2004), apodado Doctor Muerte por la prensa de su país. Los problemas de este médico comenzaron en 1974, cuando lo expulsaron del Hospital de Todmorden (Reino Unido) por falsificar recetas para lograr petidina, un analgésico opiáceo al que era adicto. Tras dos años de rehabilitación, reanudó el ejercicio de su profesión como médico ambulatorio. Y comenzó a matar.
Su modus operandi consistía en acudir a los domicilios de los pacientes –la mayoría mujeres relativamente sanas–, auscultarlos superficialmente e inyectarles una sobredosis de heroína o morfina. Si la víctima vivía sola, abandonaba el lugar. Si tenía familia, firmaba allí mismo un certificado de defunción que citaba el ataque al corazón como causa de la muerte. Siempre aconsejaba a familiares o acompañantes la incineración
del difunto, el método ideal para destruir pruebas. Se calcula que, durante la década de los 80, Shipman acabó de esta forma con entre ocho y doce personas al año, y que solo en 1997 mató a 32. Según algunas estimaciones, la cifra total podría ascender a 236 víctimas, lo que lo convertiría en el asesino serial más prolífico de la historia de Europa.
El Doctor Muerte, que acabaría ahorcándose en la cárcel, fue detenido en 1998. La alta mortandad de sus pacientes había despertado sospechas, y existían otros indicios macabros. Por ejemplo, muchos de los difuntos a los que había visitado eran encontrados vestidos y sentados en una silla o un sofá, algo inusual en personas solas y en teoría muy enfermas. Todo estalló cuando la hija de su última víctima descubrió que el doctor había falsificado el testamento de su madre, que legaba a Shipman 386.000 libras.
PESE A ESTE CÉLEBRE CASO Y OTROS QUE REPASAREMOS A CONTINUACIÓN,
estos asesinos no han sido muy estudiados. Elizabeth Yardley y David Wilson, criminólogos de la Universidad de Birmingham (Reino Unido), publicaron en 2014 In Search Of The Angels Of Death (En busca de los ángeles de la muerte), una de las investigaciones más completas hasta la fecha. De su análisis se desprende la dificultad de establecer un perfil básico de estos sujetos, ya que “algunos son extremadamente inteligentes, otros no. Algunos son jóvenes, otros mayores. Algunos son hombres, otros mujeres. Algunos son homosexuales, otros heterosexuales. Los más son enfermeras, algunos simples auxiliares”.
En apariencia, solo les une su capacidad de asesinar. La que tenía, por ejemplo, Elfriede Blauensteiner, enfermera austriaca apodada la Viuda Negra, que entre 1976 y 1996 seleccionó a tres hombres entre sus pacientes para casarse con ellos, asesinarlos y falsificar los testamentos a su favor, aunque se sospecha que mató a más personas. O Timea Faludi, enfermera húngara que envenenó al menos a tres pacientes entre 2000 y 2001 porque “los veía tristes y sin esperanza de curarse. Me pareció lo mejor para ellos”.
Declaraciones como esta nos llevan al debate sobre las motivaciones de estos criminales: ¿librarse de enfermos exigentes o difíciles? ¿Beneficiarse económicamente?… En su libro Criminal-mente (Ariel, 2018), la criminóloga Paz Velasco de la Fuente cita los cuatro móviles más señalados por sus colegas de todo el mundo: los ángeles de la muerte actúan por sadismo, por el placer de sentir que controlan la vida de los pacientes, por una necesidad patológica de demostrar conocimientos de medicina o por compasión. Los dos primeros van unidos, ya que el sádico se excita tanto al hacer daño como al sentir que dirige la existencia de sus víctimas.
En cuanto al tercero, se da en sanitarios con problemas de autoestima o graves desórdenes psicológicos, y que encuentran en los enfermos un vehículo perfecto para demostrar su valía profesional a sus colegas. Así pudo sucederle al enfermero estadounidense Robert Díaz. Nacido en 1938, siempre mostró un carácter errático y retraído, que no le impidió acabar sus estudios. Que pidiera a sus amigos que lo llamaran doctor Díaz o que tildara a los cirujanos de “vagos y bufones” indica hasta qué punto llegaban sus ínfulas profesionales.
Díaz fue detenido en 1981 bajo la acusación de haber matado a doce pacientes de un hospital de Perris (California) entre el 30 de marzo y el 25 de abril de ese año. Les habría inyectado altas dosis de lidocaína, un anestésico local. El círculo policial se estrechó cuando se supo que la mortalidad de la unidad cardiaca en la que trabajaba había pasado del 20 % al 50 % en unas pocas semanas tras su incorporación. Más tarde se supo que Díaz había acabado con su primera víctima el día que entró a trabajar allí.
Durante el juicio se especuló con la idea de que este enfermero solo quisiera alardear ante los médicos de sus conocimientos, sedando en exceso a los pacientes para luego aplicarles técnicas de reanimación y salvarlos. Pero era difícil de sostener, ya que hubo jornadas en las que mató a varios individuos y no intentó reanimar a todas sus víctimas.
LA ÚLTIMA POSIBILIDAD, QUE ASESINEN POR PURA COMPASIÓN, RESULTA LA MÁS CONTROVERTIDA.
Es la excusa que ponen la mayoría de los ángeles de la muerte cuando son juzgados, pero la citada investigación de Yardley y Wilson desvela que “algunas víctimas pueden haber sido ancianos o enfermos con dolencias graves, pero muchas no son pacientes terminales ni sufren un deterioro grave en el momento de su muerte”. En España hubo un famoso exterminador que dijo actuar movido por la pena. Se trata de Joan Vila, condenado en 2013 a 127 años de prisión por el asesinato de once ancianos en el geriátrico La Caritat de Olot (Gerona), donde trabajaba como celador. Sus crímenes se destaparon el 17 de octubre de 2010, con la muerte tras una larga agonía de Paquita Gironés, de 85 años. La autopsia desveló que la mujer presentaba graves quema-
duras en las vías respiratorias, la boca y el esófago, por la ingestión de algún corrosivo que debió hacerla sufrir horriblemente. Los Mossos d’Esquadra descartaron el accidente o el suicidio, ya que Paquita estaba completamente impedida.
Las sospechas apuntaron de inmediato a Vila: había intentado que la mujer no fuera trasladada al hospital y mantenía una pésima relación con ella, según declararon algunos trabajadores del centro. Tirando de ese hilo, se descubrió que varios ancianos habían muerto durante el turno de este hombre, que se quejó por ello ante sus compañeros: “Qué mala suerte, desde hace unos cuantos fines de semana siempre se me mueren a mí”.
Tras su detención el 30 de noviembre de 2010, reconoció haber matado a once ancianos, y se sospecha que pudieron ser más. Les daba un cóctel de barbitúricos o les inyectaba insulina, pero con los tres últimos fue mucho más cruel: los obligó a ingerir lejía y detergentes.
“Me pregunto por qué cambié el método”, dijo al fiscal durante el juicio, en el que aseguró haber obrado por compasión. En su declaración judicial, afirmó lo siguiente: “No los he matado, los he ayudado a morir porque tenían un nivel de dependencia muy alto [...]. Estaban en circunstancias muy precarias, ya que llevaban pañales y había que darles de comer”. Pero la autopsia de Gironés demostró que Vila tuvo que esforzarse para obligarla a ingerir la lejía que la mató, motivo por el que la mujer tenía abrasados los labios y la barbilla. Si sumamos que no todas sus víctimas estaban en fase terminal ni padecían enfermedades muy graves, ¿dónde queda la compasión?
NOS HALLAMOS ANTE ASESINOS MUY PROLÍFICOS,
razón por la que sus víctimas no responden siempre a un mismo perfil. El criminólogo Vicente Garrido señala en su libro Perfiles criminales (Ariel, 2012) que las motivaciones de los ángeles de la muerte pueden ser complejas y confusas, y cambiar según el paciente del que se trate: “Pueden considerarlo molesto, ofensivo o demasiado débil como para merecer vivir. En otras ocasiones, raras, hay motivos económicos, o deseos de venganza por algún agravio que el cuidador pensó que no debió de recibir de quien ahora es su víctima. Tampoco podemos descartar en algunos casos
un sentimiento erótico profundo derivado del acto de matar”. Pese a este muestrario de posibilidades, Garrido piensa que la última razón de sus acciones es idéntica a la de todo asesino en serie: “Lograr la excitación que da el poder de matar y que les permite llegar a un nivel diferente de existencia, uno en el que explorar al límite sus necesidades inconfesables”.
¿Y qué hay de lo que se puede percibir desde fuera? ¿Podemos reconocer a estos asesinos sigilosos? Katherine Ramsland identificó hace una década veintidós rasgos de personalidad y de comportamiento asociados a estos criminales, que podrían ayudar a que sus colegas o supervisores los descubran a tiempo. Los llamó banderas rojas, pero no señaló los más preocupantes ni cuándo debería alarmarnos uno en concreto. Tampoco logró explicar si un mayor número de banderas rojas se relacionaba con más asesinatos o qué combinaciones de rasgos eran más peligrosas.
LOS CRIMINóLOGOS ELIZABETH YARDLEY Y DAVID WILSON HAN SEGUIDO LA LíNEA DE INVESTIGACIóN MARCADA POR RAMSLAND.
Tras estudiar noventa casos de enfermeros y enfermeras que asesinaron en hospitales entre 1970 y 2016, identificaron las cuatro banderas rojas con mayor prevalencia entre estos sujetos: más defunciones durante sus turnos de trabajo; un historial de inestabilidad mental o depresión; que guarden muchos fármacos en su casa o en el trabajo; y una personalidad antisocial. Otros rasgos distintivos de menor prevalencia serían la dificultad para entablar amistad con sus compañeros, el ansia por ser el centro de atención, la búsqueda de los turnos de noche o con menos personal, haber protagonizado incidentes en otros centros sanitarios o haber sido trasladados de varios hospitales.
Existe una posible bandera roja que no citan estos investigadores, pero que los médicos recalcan cuando estalla algún caso: los fallos organizativos en los centros sanitarios, resquicios aprovechados por los ángeles de la muerte para actuar. En el caso del celador de Olot, la prensa informó de que antes de su detención algunos ancianos habían mostrado a sus cuidadores extrañeza por el hecho de que sus compañeros de residencia muriesen siempre en el turno de Joan Vila. Además, el juez instructor criticó que los médicos certificaran algunos fallecimientos sin examinar los cadáveres. Robert Díaz también se aprovechó de las negligencias: el hospital donde cometió sus crímenes contaba con muy poco personal cualificado, no siempre se hacían autopsias a los difuntos y a menudo los médicos no llegaban a tiempo cuando se declaraba una urgencia.
¿Conocer estas banderas rojas evitaría el surgimiento de los ángeles de la muerte? Está claro que no siempre, pero como señala Garrido en su libro, “todos los hospitales han de disponer de protocolos de actuación que permitan una respuesta rápida cuando se detecten situaciones anómalas, susceptibles de alertar sobre la presencia de una persona que, a pesar de su profesión, podría estar matando a los pacientes”.
La dificultad para relacionarse y el ansia por llamar la atención son dos de los rasgos de estos malvados ángeles