La nueva búsqueda de Nessie
El monstruo más escurridizo de Escocia, el yeti y el bigfoot son las tres criaturas estrella del universo de la criptozoología, seudociencia que se postula como el estudio de animales cuya existencia no ha podido ser constatada. Sin embargo, gracias a la
Quieres que tu línea de investigación logre una cobertura mediática envidiable, que los medios de comunicación se hagan eco de tu trabajo? Solo tienes que redirigirlo sabiamente hacia alguno de los mitos que llevan entre nosotros desde hace mucho tiempo. Y qué mejor para un equipo de científicos neozelandeses dedicados a estudiar la biodiversidad que encaminar sus pasos hacia las Tierras Altas escocesas. ¿Su objetivo? Resolver de una vez por todas el misterio del tímido inquilino del lago Ness usando una técnica con menos de una década de vida: el ADN ambiental o eADN. El principio es bien sencillo. Los seres vivos no somos muy limpios que digamos, sino que vamos dejando, allá por donde pasamos, piel, pelos, plumas, heces, sangre, mocos, corteza, polen o esporas. Todas estas trazas de nuestra existencia dan como resultado un popurrí orgánico que queda depositado en el suelo o en el agua. Al extraer muestras de este ecosistema y realizar análisis moleculares de ADN, se puede obtener información genética de los organismos que lo habitan sin necesidad de capturar a estos especímenes. Es una forma exprés de medir la biodiversidad taxonómica. EVIDENTEMENTE, EL EADN NO VIVE PARA SIEMPRE EN EL MEDIO, SINO QUE SE DEGRADA debido a la acción de las bacterias, los hongos, la radiación ultravioleta, la temperatura y la humedad –lugares fríos y secos ralentizan su degradación– y la acidez del medio. Así, en lugares tan fríos como la tundra siberiana, el ADN ambiental puede mantenerse durante cientos de miles de años, mientras que en entornos acuáticos solo se puede detectar unos pocos días después de haber sido depositado. Por otro lado, la mayoría de los análisis de eADN apuntan a que lo que principalmente se recupera son fragmentos cortos de ADN mitocondrial (ADNmt). Por una razón bien simple: cada célula eucariota suele tener dos copias de ADN nuclear, pero cientos o miles de copias del mitocondrial. Esto hace que, al analizar el eADN, resulte imposible distinguir individuos de la misma especie –o, en algunos casos, diferenciar organismos genéticamente similares–. No obstante, esta técnica es una herramienta potente para el estudio de la biodiversidad de diferentes ambientes. Como, por ejemplo, la del lago Ness.
Para ello, el equipo liderado por el experto en ecología molecular y evolución Neil Gemmell, de la Universidad de Otago (Nueva Zelanda), se desplazó al lugar y recogió, en abril de 2017, un total de 259 muestras de agua de diferentes zonas, incluidas sus profundidades, a más de doscientos metros. El razonamiento de Gemmell era que si el escurridizo Nessie –como se conoce popularmente a la legendaria criatura escocesa– estaba viviendo en uno de los recovecos naturales del lago, algo de su ADN debería estar flotando por allí. PARA QUE NO PARECIERA UNA “SIMPLE CAZA DE MONSTRUOS” –como el mismo Gemmell lo describió–, la expedición llegó con un objetivo más científico: “Estudiar la biodiversidad del lago de una manera sin precedentes, y obtener información sobre los movimientos de especies de peces migratorias como el salmón, la anguila y la lamprea”. Cuando el experto concluya el análisis de las muestras –se espera que tenga los resultados en los primeros meses de este año–, no solo documentará la existencia de nuevas especies, particularmente bacterias, sino que proporcionará datos sobre la penetración que han tenido ciertas especies invasoras que se han avistado en el lago, como el salmón rosado del Pacífico.
Y, por supuesto,“la perspectiva de buscar pruebas del monstruo del lago Ness [usando el eADN] es el gancho de este proyecto”, reconoce Gemmell. El eADN permitiría “identificar a esa criatura comparando la secuencia obtenida con grandes bases de datos de secuencias génicas conocidas de cientos de miles de organismos diferentes”. Y es que, como suele ocurrir cuando los científicos se acercan al mundo de los mitos y las leyendas, su ma-
Los científicos creen que puede haber una explicación biológica para algunas de las historias que pululan sobre Nessie
yor anhelo es dar con una causa natural: “Tal vez haya una explicación biológica para algunas de las historias —dice Gemmell. Y añade—: El ADN podría respaldar explicaciones alternativas para los avistamientos de Nessie, como pueden ser el esturión gigante y el pez gato”. LA PRIMERA REFERENCIA ESCRITA QUE TENEMOS DEL MONSTRUO SE REMONTA AL SIGLO VII, cuando el abad del monasterio de la isla escocesa de Iona, Adomnán, escribió la hagiografía Vita Sancti Columbae, donde relata el paso por este mundo de san Columba, uno de los tres santos patrones de Irlanda –junto con san Patricio y santa Brígida–. Allí cuenta cómo este misionero que cristianizó Escocia salvó en el año 565 a un nadador del ataque de un monstruo acuático haciendo el signo de la cruz y gritando: “¡No irás más lejos!”. Ahora bien, Adomnán sitúa a la criatura en el río Ness, no en el lago, y es una narración que forma parte de los milagros que realizó esta figura casi mística de la mitología cristiana irlandesa con el objeto de convencer a los habitantes de la zona –los pictos– para que se convirtieran a la fe cristiana. No parece una referencia muy convincente.
De hecho, el monstruo –salvo una contada excepción en 1870– no volvió a aparecer hasta el siglo XX. Algo sorprendente, puesto que el lago Ness fue un lugar muy visitado en el XIX: la alta sociedad británica acudía allí de vacaciones. Desde la reina Victoria y el príncipe Alberto hasta el inventor de la máquina de vapor, James Watt, o el escritor Daniel Defoe.
La historia moderna de Nessie empezó el 4 de agosto de 1933, cuando el periódico The Inverness Courier publicó una peculiar noticia: un matrimonio había visto cruzar la carretera que pasaba junto al lago a un animal de casi ocho metros de longitud.
Y, en poco menos de un año, apareció la imagen más famosa del monstruo. Conocida como la foto del cirujano, en ella se puede ver un cuello y una cabeza sobre la superficie del lago; se especuló con que fuera un plesiosaurio, criatura extinta a finales del Cretácico. Por supuesto, era un fraude: una cabeza de serpiente de arcilla colocada sobre un submarino de juguete. El producto de una venganza contra el diario Daily Mail perpetrada por Marmaduke Wetherell, un cazador experto al que el periódico había contratado para que diera con el monstruo y al que humilló después de que confundiera unas huellas enormes halladas a orillas del lago Ness, que fueron hechas por algún bromista con la pata de un hipopótamo disecado, con las del monstruo.
A la hora de tomarse la revancha, Wetherell contó con la ayuda de su hijo Ian, su yerno Chris Spurling, su amigo Maurice Chambers
y un conocido de este, el ginecólogo Robert Kenneth Wilson –presunto autor de la foto–. Ian fue quien desveló la verdad en 1975, en el Sunday Telegraph, pero pasó desapercibida. No fue hasta casi veinte años después, con la confesión de Spurling, que había construido la maqueta con Ian, cuando el fraude fue vox populi.
La siguiente prueba de la existencia de la criatura lacustre llegó en 1960, en forma de película, cuando Nessie fue el protagonista de cien metros de película de 16 mm. Durante poco más de treinta segundos, se ve algo desplazándose por el lago, pero resulta imposible identificar lo que es. La expectación que levantó fue tal que miembros de la Real Fuerza Aérea (RAF) británica analizaron la película y determinaron que, efectivamente, un objeto se movió aquel atardecer del 23 de abril. Ahora bien, el mismo informe afirma que las dimensiones y la velocidad del monstruo son compatibles con un pesquero. En 1998, miembros de la web The Legend of Nessie reconstruyeron lo sucedido aquel día de primavera en similares condiciones de luz y usando un equipo idéntico. La conclusión fue que “un pequeño bote de madera aparece exactamente como el objeto que se filmó en 1960”, por lo que la famosa prueba solo fue “un objeto corriente filmado en condiciones de poca luz”.
Lo único verdaderamente inapelable de la caza de la que ha sido víctima este solitario monstruo es que no ha producido ningún resultado relevante. Ni tras las dos decenas de expediciones con sonar ni tras el intenso escrutinio al que ha sido sometido el lago durante más de medio siglo. ¿Y las fotografías y filmaciones? Dejando a un lado que no llegan al medio centenar, en ninguna se distingue con claridad algo que pueda desvelar el enigma. Eso sí, todo animal mítico debe tener un nombre, así que el naturalista británico Peter Scott y el abogado estadounidense Robert Rines bautizaron al monstruo en un artículo de Nature publicado en 1975: Nessiteras rhombopteryx, que significa ‘el monstruo de Ness con aleta en forma de diamante’. EN EL SIGLO XXI, LOS ESCASOS AVISTAMIENTOS DE NESSIE SE HAN REDUCIDO hasta casi desaparecer. En 2003, como parte del programa de televisión Buscando al monstruo del lago Ness, la BBC realizó la exploración más exhaustiva jamás llevada a cabo en esas aguas y no descubrió prueba alguna de la existencia de la bestia. En 2016 algunos creyeron que por fin una expedición había dado con la criatura en el fondo del lago, pero no: se trataba de una réplica del monstruo, de nueve metros, que fue usada en el rodaje de la película La vida privada de Sherlock Holmes, dirigida por Billy Wilder en 1970.
Idéntico camino ha recorrido el otro gran críptido del siglo XX: el yeti. A mediados de siglo, su fama era tal que, en noviembre de 1959,
La famosa ‘foto del cirujano’ es un fraude declarado, fruto de la venganza de un cazador contra un periódico británico, el Daily Mail
Ernest H. Fisk, consejero de la embajada de Estados Unidos en Nepal, envió un memorando al Departamento de Estado con las normas a seguir por aquellos que pretendían viajar al país asiático en busca del yeti. El documento incluía tres normas especiales: cualquiera que fuera en busca del abominable hombre de las nieves debía pagar una regalía de 5.000 rupias indias –unos 62 euros– al Gobierno nepalí por permitir la expedición; en caso de localizarlo, podía ser fotografiado o capturado vivo –aunque el afortunado debía entregar enseguida esas imágenes o la propia criatura a la Administración del país–, pero nunca se le podía disparar o darle muerte, salvo en defensa propia; y, por último, las autoridades debían ser las primeras en enterarse de cualquier noticia sobre su existencia –en ningún caso se podía comunicar esa información a la prensa sin el permiso de Nepal–.
Lo más cerca que se ha estado de demostrar la existencia del yeti fue cuando, en 2014, un equipo de la Universidad de Oxford liderado por el profesor de Genética Humana Bryan Sykes estudió el material genético obtenido de “treinta muestras de cabello atribuidas a primates anómalos” provenientes del Himalaya: de una criatura abatida hacía casi medio siglo en Ladakh (India) por un cazador que lo guardó, porque le pareció un animal raro –entre un lobo y un oso–; y de pelo hallado por un equipo de rodaje en un bosque de bambú de Bután hacía más de una década. Tras comparar el ADN extraído de estas muestras con los almacenados en GenBank –base de datos de secuencias genéticas de los Institutos Nacionales de Salud de EE. UU.–, llegaron a la conclusión de que había “una coincidencia del cien por cien con el ADN recuperado de un fósil del Pleistoceno de hace más de 40.000 años de un Ursus maritimus [oso polar]”. Este fue hallado en el archipiélago Svalbard, en el océano Ártico. En el artículo, publicado en la revista Proceedings of the Royal Society B, Sykes propuso la hipótesis de que el yeti era un híbrido de este oso. SIN EMBARGO, EN FEBRERO DE 2015, OTROS DOS GENETISTAS DE OXFORD, C. J. Edwards y R. Barnett, contestaron a Skyes y su grupo en la misma revista diciendo que habían cometido un error en la identificación de las muestras: en realidad no pertenecían a un oso polar del Pleistoceno, sino a uno moderno, de Alaska. Y respecto al resto de las muestras apuntaban a que era más que posible que pertenecieran al oso del Himalaya (Ursus arctos isabellinus), una subespecie del oso pardo que vive en las zonas más altas del sistema de los Himalayas, en Pakistán, Nepal, el Tíbet, Bután y la India. Extremadamente raros, los lugareños les dan el nombre de dzu-teh, término nepalí que significa ‘oso de ganado’.
De hecho, la creencia de que el yeti es en realidad un oso existe desde hace tiempo. En
Un empresario de la construcción creó la leyenda del bigfoot para mantener alejados de sus obras a los ladrones de material
1899, el militar y explorador británico Laurence Waddell escribió lo siguiente en su libro Among the Himalayas: “Los llamados hombres salvajes peludos son, evidentemente, grandes osos pardos de las nieves, carnívoros y que, a menudo, matan yaks”. Y, en 1956, el antropólogo y experto en la evolución del pie de los primates William L. Strauss refirió en Science que el yeti, “sobre la base de las mejores pruebas disponibles, no sería otro animal que el oso pardo del Himalaya”. El propio Strauss mencionaba el clásico libro de 1948 del naturalista británico Frederic Wood Jones titulado Hallmarks of Mankind, en el que destacaba que la huella animal que más fácilmente se confunde con la humana es la de este plantígrado.
En 2016, un grupo de investigadores liderado por Charlotte Lindqvist, profesora de Biología en la Universidad de Búfalo (Nueva York) y en la Universidad Tecnológica de Nanyang (Singapur), analizó supuestas muestras del yeti recolectadas en el Himalaya –huesos, dientes, piel, pelo y heces– y que se conservan en museos y colecciones privadas. El resultado, presentado en el documental Yeti or Not, es que eran restos de un perro, osos negros asiáticos y osos pardos. “Nuestros hallazgos sugieren que los fundamentos biológicos de la leyenda del yeti se pueden encontrar en los osos locales”, explicó Lindqvist. AL PRIMO NORTEAMERICANO DEL YETI, EL BIGFOOT, TAMPOCO LE HAN IDO BIEN LAS COSAS. Las pruebas de su existencia también son fotos borrosas; las filmaciones, sospechosas; y, eso sí, hay una larga lista de testimonios. Lo realmente llamativo es que hasta 1958 no existía. Fue en agosto de ese año cuando apareció en los medios de comunicación gracias al obrero Jerry Crew, que trabajaba en la construcción de una carretera en Bluff Creek (California): al subir a su excavadora, divisó unas huellas muy grandes, de 38 centímetros y apariencia humana. Se lo contó a sus compañeros y uno dijo que habían encontrado un rastro similar en otra obra cercana que estaba a cargo del mismo contratista, Ray Wallace. Fue entonces cuando los trabajadores bautizaron al misterioso ser como bigfoot (en castellano, ‘pie grande’).
El periódico The Humboldt Times publicó en primera página la fotografía del molde de la huella que tomaron los obreros y, a partir de entonces, los testigos que afirmaban haber visto al bigfoot se multiplicaron. La filmación más conocida de este abominable hombre de los bosques la hizo en 1967 un vaquero llamado Roger Patterson. Durante casi un minuto se ve a una bestia bípeda caminando y, en cierto momento, hasta vuelve la cara para mirar a cámara. Pero el tiempo acaba por ponerlo todo en su sitio y, en 2002, se descubrió al autor de aquellas huellas: “Ray Wallace fue el bigfoot. La realidad es que el bigfoot ha muerto”, afirmó Michael Wallace pocos días después del óbito de su padre. Y, además, aparecieron las plantillas de madera que usó para dejar las míticas marcas. ¿Por qué lo hizo? Para asustar a los que le robaban material de las obras.
Además, según el director de Strange Magazine, Mark Chorvinsky, el empresario había indicado a Patterson dónde ir para filmar a la criatura: “Ray me dijo que la película de Patterson era un fraude y que sabía quién se escondía bajo el disfraz”. En 2004, un tal Bob Heironimus confesó a un periodista de Discovery Channel que era él quien llevaba el peludo traje. Incluso se sometió al polígrafo para demostrar que decía la verdad. Desde su confesión, existen innumerables vídeos en YouTube en los que puede verse la filmación original, pero sin el temblor habitual de quien sujeta mal una cámara, y se aprecian muy bien los andares poco simiescos de la supuesta bestia. EN 2005, LOS TESTIGOS DE UNA APARICIÓN EN YUKÓN (CANADÁ) RECOGIERON lo que dijeron que era un mechón de pelo de un bigfoot de tres metros de altura. David Coltman, genetista de la Universidad de Alberta, los analizó con la esperanza de encontrar algo “potencialmente interesante”. Vana ilusión: “El perfil de ADN de la muestra de pelo que recibimos de Yukón encaja con el de referencia del bisonte norteamericano”, concluía en un artículo publicado en la revista Trends in Ecology & Evolution.
Sin embargo, por más pruebas científicas que se presenten para refutar la posible existencia de monstruos míticos como Nessie, el yeti y el bigfoot –incluidas las genéticas–, parece que los aficionados a la criptozoología son inasequibles al desaliento.