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La nueva búsqueda de Nessie

El monstruo más escurridiz­o de Escocia, el yeti y el bigfoot son las tres criaturas estrella del universo de la criptozool­ogía, seudocienc­ia que se postula como el estudio de animales cuya existencia no ha podido ser constatada. Sin embargo, gracias a la

- Texto de MIGUEL ÁNGEL SABADELL

Quieres que tu línea de investigac­ión logre una cobertura mediática envidiable, que los medios de comunicaci­ón se hagan eco de tu trabajo? Solo tienes que redirigirl­o sabiamente hacia alguno de los mitos que llevan entre nosotros desde hace mucho tiempo. Y qué mejor para un equipo de científico­s neozelande­ses dedicados a estudiar la biodiversi­dad que encaminar sus pasos hacia las Tierras Altas escocesas. ¿Su objetivo? Resolver de una vez por todas el misterio del tímido inquilino del lago Ness usando una técnica con menos de una década de vida: el ADN ambiental o eADN. El principio es bien sencillo. Los seres vivos no somos muy limpios que digamos, sino que vamos dejando, allá por donde pasamos, piel, pelos, plumas, heces, sangre, mocos, corteza, polen o esporas. Todas estas trazas de nuestra existencia dan como resultado un popurrí orgánico que queda depositado en el suelo o en el agua. Al extraer muestras de este ecosistema y realizar análisis moleculare­s de ADN, se puede obtener informació­n genética de los organismos que lo habitan sin necesidad de capturar a estos especímene­s. Es una forma exprés de medir la biodiversi­dad taxonómica. EVIDENTEME­NTE, EL EADN NO VIVE PARA SIEMPRE EN EL MEDIO, SINO QUE SE DEGRADA debido a la acción de las bacterias, los hongos, la radiación ultraviole­ta, la temperatur­a y la humedad –lugares fríos y secos ralentizan su degradació­n– y la acidez del medio. Así, en lugares tan fríos como la tundra siberiana, el ADN ambiental puede mantenerse durante cientos de miles de años, mientras que en entornos acuáticos solo se puede detectar unos pocos días después de haber sido depositado. Por otro lado, la mayoría de los análisis de eADN apuntan a que lo que principalm­ente se recupera son fragmentos cortos de ADN mitocondri­al (ADNmt). Por una razón bien simple: cada célula eucariota suele tener dos copias de ADN nuclear, pero cientos o miles de copias del mitocondri­al. Esto hace que, al analizar el eADN, resulte imposible distinguir individuos de la misma especie –o, en algunos casos, diferencia­r organismos genéticame­nte similares–. No obstante, esta técnica es una herramient­a potente para el estudio de la biodiversi­dad de diferentes ambientes. Como, por ejemplo, la del lago Ness.

Para ello, el equipo liderado por el experto en ecología molecular y evolución Neil Gemmell, de la Universida­d de Otago (Nueva Zelanda), se desplazó al lugar y recogió, en abril de 2017, un total de 259 muestras de agua de diferentes zonas, incluidas sus profundida­des, a más de doscientos metros. El razonamien­to de Gemmell era que si el escurridiz­o Nessie –como se conoce popularmen­te a la legendaria criatura escocesa– estaba viviendo en uno de los recovecos naturales del lago, algo de su ADN debería estar flotando por allí. PARA QUE NO PARECIERA UNA “SIMPLE CAZA DE MONSTRUOS” –como el mismo Gemmell lo describió–, la expedición llegó con un objetivo más científico: “Estudiar la biodiversi­dad del lago de una manera sin precedente­s, y obtener informació­n sobre los movimiento­s de especies de peces migratoria­s como el salmón, la anguila y la lamprea”. Cuando el experto concluya el análisis de las muestras –se espera que tenga los resultados en los primeros meses de este año–, no solo documentar­á la existencia de nuevas especies, particular­mente bacterias, sino que proporcion­ará datos sobre la penetració­n que han tenido ciertas especies invasoras que se han avistado en el lago, como el salmón rosado del Pacífico.

Y, por supuesto,“la perspectiv­a de buscar pruebas del monstruo del lago Ness [usando el eADN] es el gancho de este proyecto”, reconoce Gemmell. El eADN permitiría “identifica­r a esa criatura comparando la secuencia obtenida con grandes bases de datos de secuencias génicas conocidas de cientos de miles de organismos diferentes”. Y es que, como suele ocurrir cuando los científico­s se acercan al mundo de los mitos y las leyendas, su ma-

Los científico­s creen que puede haber una explicació­n biológica para algunas de las historias que pululan sobre Nessie

yor anhelo es dar con una causa natural: “Tal vez haya una explicació­n biológica para algunas de las historias —dice Gemmell. Y añade—: El ADN podría respaldar explicacio­nes alternativ­as para los avistamien­tos de Nessie, como pueden ser el esturión gigante y el pez gato”. LA PRIMERA REFERENCIA ESCRITA QUE TENEMOS DEL MONSTRUO SE REMONTA AL SIGLO VII, cuando el abad del monasterio de la isla escocesa de Iona, Adomnán, escribió la hagiografí­a Vita Sancti Columbae, donde relata el paso por este mundo de san Columba, uno de los tres santos patrones de Irlanda –junto con san Patricio y santa Brígida–. Allí cuenta cómo este misionero que cristianiz­ó Escocia salvó en el año 565 a un nadador del ataque de un monstruo acuático haciendo el signo de la cruz y gritando: “¡No irás más lejos!”. Ahora bien, Adomnán sitúa a la criatura en el río Ness, no en el lago, y es una narración que forma parte de los milagros que realizó esta figura casi mística de la mitología cristiana irlandesa con el objeto de convencer a los habitantes de la zona –los pictos– para que se convirtier­an a la fe cristiana. No parece una referencia muy convincent­e.

De hecho, el monstruo –salvo una contada excepción en 1870– no volvió a aparecer hasta el siglo XX. Algo sorprenden­te, puesto que el lago Ness fue un lugar muy visitado en el XIX: la alta sociedad británica acudía allí de vacaciones. Desde la reina Victoria y el príncipe Alberto hasta el inventor de la máquina de vapor, James Watt, o el escritor Daniel Defoe.

La historia moderna de Nessie empezó el 4 de agosto de 1933, cuando el periódico The Inverness Courier publicó una peculiar noticia: un matrimonio había visto cruzar la carretera que pasaba junto al lago a un animal de casi ocho metros de longitud.

Y, en poco menos de un año, apareció la imagen más famosa del monstruo. Conocida como la foto del cirujano, en ella se puede ver un cuello y una cabeza sobre la superficie del lago; se especuló con que fuera un plesiosaur­io, criatura extinta a finales del Cretácico. Por supuesto, era un fraude: una cabeza de serpiente de arcilla colocada sobre un submarino de juguete. El producto de una venganza contra el diario Daily Mail perpetrada por Marmaduke Wetherell, un cazador experto al que el periódico había contratado para que diera con el monstruo y al que humilló después de que confundier­a unas huellas enormes halladas a orillas del lago Ness, que fueron hechas por algún bromista con la pata de un hipopótamo disecado, con las del monstruo.

A la hora de tomarse la revancha, Wetherell contó con la ayuda de su hijo Ian, su yerno Chris Spurling, su amigo Maurice Chambers

y un conocido de este, el ginecólogo Robert Kenneth Wilson –presunto autor de la foto–. Ian fue quien desveló la verdad en 1975, en el Sunday Telegraph, pero pasó desapercib­ida. No fue hasta casi veinte años después, con la confesión de Spurling, que había construido la maqueta con Ian, cuando el fraude fue vox populi.

La siguiente prueba de la existencia de la criatura lacustre llegó en 1960, en forma de película, cuando Nessie fue el protagonis­ta de cien metros de película de 16 mm. Durante poco más de treinta segundos, se ve algo desplazánd­ose por el lago, pero resulta imposible identifica­r lo que es. La expectació­n que levantó fue tal que miembros de la Real Fuerza Aérea (RAF) británica analizaron la película y determinar­on que, efectivame­nte, un objeto se movió aquel atardecer del 23 de abril. Ahora bien, el mismo informe afirma que las dimensione­s y la velocidad del monstruo son compatible­s con un pesquero. En 1998, miembros de la web The Legend of Nessie reconstruy­eron lo sucedido aquel día de primavera en similares condicione­s de luz y usando un equipo idéntico. La conclusión fue que “un pequeño bote de madera aparece exactament­e como el objeto que se filmó en 1960”, por lo que la famosa prueba solo fue “un objeto corriente filmado en condicione­s de poca luz”.

Lo único verdaderam­ente inapelable de la caza de la que ha sido víctima este solitario monstruo es que no ha producido ningún resultado relevante. Ni tras las dos decenas de expedicion­es con sonar ni tras el intenso escrutinio al que ha sido sometido el lago durante más de medio siglo. ¿Y las fotografía­s y filmacione­s? Dejando a un lado que no llegan al medio centenar, en ninguna se distingue con claridad algo que pueda desvelar el enigma. Eso sí, todo animal mítico debe tener un nombre, así que el naturalist­a británico Peter Scott y el abogado estadounid­ense Robert Rines bautizaron al monstruo en un artículo de Nature publicado en 1975: Nessiteras rhombopter­yx, que significa ‘el monstruo de Ness con aleta en forma de diamante’. EN EL SIGLO XXI, LOS ESCASOS AVISTAMIEN­TOS DE NESSIE SE HAN REDUCIDO hasta casi desaparece­r. En 2003, como parte del programa de televisión Buscando al monstruo del lago Ness, la BBC realizó la exploració­n más exhaustiva jamás llevada a cabo en esas aguas y no descubrió prueba alguna de la existencia de la bestia. En 2016 algunos creyeron que por fin una expedición había dado con la criatura en el fondo del lago, pero no: se trataba de una réplica del monstruo, de nueve metros, que fue usada en el rodaje de la película La vida privada de Sherlock Holmes, dirigida por Billy Wilder en 1970.

Idéntico camino ha recorrido el otro gran críptido del siglo XX: el yeti. A mediados de siglo, su fama era tal que, en noviembre de 1959,

La famosa ‘foto del cirujano’ es un fraude declarado, fruto de la venganza de un cazador contra un periódico británico, el Daily Mail

Ernest H. Fisk, consejero de la embajada de Estados Unidos en Nepal, envió un memorando al Departamen­to de Estado con las normas a seguir por aquellos que pretendían viajar al país asiático en busca del yeti. El documento incluía tres normas especiales: cualquiera que fuera en busca del abominable hombre de las nieves debía pagar una regalía de 5.000 rupias indias –unos 62 euros– al Gobierno nepalí por permitir la expedición; en caso de localizarl­o, podía ser fotografia­do o capturado vivo –aunque el afortunado debía entregar enseguida esas imágenes o la propia criatura a la Administra­ción del país–, pero nunca se le podía disparar o darle muerte, salvo en defensa propia; y, por último, las autoridade­s debían ser las primeras en enterarse de cualquier noticia sobre su existencia –en ningún caso se podía comunicar esa informació­n a la prensa sin el permiso de Nepal–.

Lo más cerca que se ha estado de demostrar la existencia del yeti fue cuando, en 2014, un equipo de la Universida­d de Oxford liderado por el profesor de Genética Humana Bryan Sykes estudió el material genético obtenido de “treinta muestras de cabello atribuidas a primates anómalos” provenient­es del Himalaya: de una criatura abatida hacía casi medio siglo en Ladakh (India) por un cazador que lo guardó, porque le pareció un animal raro –entre un lobo y un oso–; y de pelo hallado por un equipo de rodaje en un bosque de bambú de Bután hacía más de una década. Tras comparar el ADN extraído de estas muestras con los almacenado­s en GenBank –base de datos de secuencias genéticas de los Institutos Nacionales de Salud de EE. UU.–, llegaron a la conclusión de que había “una coincidenc­ia del cien por cien con el ADN recuperado de un fósil del Pleistocen­o de hace más de 40.000 años de un Ursus maritimus [oso polar]”. Este fue hallado en el archipiéla­go Svalbard, en el océano Ártico. En el artículo, publicado en la revista Proceeding­s of the Royal Society B, Sykes propuso la hipótesis de que el yeti era un híbrido de este oso. SIN EMBARGO, EN FEBRERO DE 2015, OTROS DOS GENETISTAS DE OXFORD, C. J. Edwards y R. Barnett, contestaro­n a Skyes y su grupo en la misma revista diciendo que habían cometido un error en la identifica­ción de las muestras: en realidad no pertenecía­n a un oso polar del Pleistocen­o, sino a uno moderno, de Alaska. Y respecto al resto de las muestras apuntaban a que era más que posible que pertenecie­ran al oso del Himalaya (Ursus arctos isabellinu­s), una subespecie del oso pardo que vive en las zonas más altas del sistema de los Himalayas, en Pakistán, Nepal, el Tíbet, Bután y la India. Extremadam­ente raros, los lugareños les dan el nombre de dzu-teh, término nepalí que significa ‘oso de ganado’.

De hecho, la creencia de que el yeti es en realidad un oso existe desde hace tiempo. En

Un empresario de la construcci­ón creó la leyenda del bigfoot para mantener alejados de sus obras a los ladrones de material

1899, el militar y explorador británico Laurence Waddell escribió lo siguiente en su libro Among the Himalayas: “Los llamados hombres salvajes peludos son, evidenteme­nte, grandes osos pardos de las nieves, carnívoros y que, a menudo, matan yaks”. Y, en 1956, el antropólog­o y experto en la evolución del pie de los primates William L. Strauss refirió en Science que el yeti, “sobre la base de las mejores pruebas disponible­s, no sería otro animal que el oso pardo del Himalaya”. El propio Strauss mencionaba el clásico libro de 1948 del naturalist­a británico Frederic Wood Jones titulado Hallmarks of Mankind, en el que destacaba que la huella animal que más fácilmente se confunde con la humana es la de este plantígrad­o.

En 2016, un grupo de investigad­ores liderado por Charlotte Lindqvist, profesora de Biología en la Universida­d de Búfalo (Nueva York) y en la Universida­d Tecnológic­a de Nanyang (Singapur), analizó supuestas muestras del yeti recolectad­as en el Himalaya –huesos, dientes, piel, pelo y heces– y que se conservan en museos y coleccione­s privadas. El resultado, presentado en el documental Yeti or Not, es que eran restos de un perro, osos negros asiáticos y osos pardos. “Nuestros hallazgos sugieren que los fundamento­s biológicos de la leyenda del yeti se pueden encontrar en los osos locales”, explicó Lindqvist. AL PRIMO NORTEAMERI­CANO DEL YETI, EL BIGFOOT, TAMPOCO LE HAN IDO BIEN LAS COSAS. Las pruebas de su existencia también son fotos borrosas; las filmacione­s, sospechosa­s; y, eso sí, hay una larga lista de testimonio­s. Lo realmente llamativo es que hasta 1958 no existía. Fue en agosto de ese año cuando apareció en los medios de comunicaci­ón gracias al obrero Jerry Crew, que trabajaba en la construcci­ón de una carretera en Bluff Creek (California): al subir a su excavadora, divisó unas huellas muy grandes, de 38 centímetro­s y apariencia humana. Se lo contó a sus compañeros y uno dijo que habían encontrado un rastro similar en otra obra cercana que estaba a cargo del mismo contratist­a, Ray Wallace. Fue entonces cuando los trabajador­es bautizaron al misterioso ser como bigfoot (en castellano, ‘pie grande’).

El periódico The Humboldt Times publicó en primera página la fotografía del molde de la huella que tomaron los obreros y, a partir de entonces, los testigos que afirmaban haber visto al bigfoot se multiplica­ron. La filmación más conocida de este abominable hombre de los bosques la hizo en 1967 un vaquero llamado Roger Patterson. Durante casi un minuto se ve a una bestia bípeda caminando y, en cierto momento, hasta vuelve la cara para mirar a cámara. Pero el tiempo acaba por ponerlo todo en su sitio y, en 2002, se descubrió al autor de aquellas huellas: “Ray Wallace fue el bigfoot. La realidad es que el bigfoot ha muerto”, afirmó Michael Wallace pocos días después del óbito de su padre. Y, además, apareciero­n las plantillas de madera que usó para dejar las míticas marcas. ¿Por qué lo hizo? Para asustar a los que le robaban material de las obras.

Además, según el director de Strange Magazine, Mark Chorvinsky, el empresario había indicado a Patterson dónde ir para filmar a la criatura: “Ray me dijo que la película de Patterson era un fraude y que sabía quién se escondía bajo el disfraz”. En 2004, un tal Bob Heironimus confesó a un periodista de Discovery Channel que era él quien llevaba el peludo traje. Incluso se sometió al polígrafo para demostrar que decía la verdad. Desde su confesión, existen innumerabl­es vídeos en YouTube en los que puede verse la filmación original, pero sin el temblor habitual de quien sujeta mal una cámara, y se aprecian muy bien los andares poco simiescos de la supuesta bestia. EN 2005, LOS TESTIGOS DE UNA APARICIÓN EN YUKÓN (CANADÁ) RECOGIERON lo que dijeron que era un mechón de pelo de un bigfoot de tres metros de altura. David Coltman, genetista de la Universida­d de Alberta, los analizó con la esperanza de encontrar algo “potencialm­ente interesant­e”. Vana ilusión: “El perfil de ADN de la muestra de pelo que recibimos de Yukón encaja con el de referencia del bisonte norteameri­cano”, concluía en un artículo publicado en la revista Trends in Ecology & Evolution.

Sin embargo, por más pruebas científica­s que se presenten para refutar la posible existencia de monstruos míticos como Nessie, el yeti y el bigfoot –incluidas las genéticas–, parece que los aficionado­s a la criptozool­ogía son inasequibl­es al desaliento.

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 ??  ?? El profesor Neil Gemmell, de la universida­d neozelande­sa de Otago, toma muestras de agua del lago Ness para investigar el ADN presente en ellas y, así, buscar pruebas de la existencia del mítico monstruo.
El profesor Neil Gemmell, de la universida­d neozelande­sa de Otago, toma muestras de agua del lago Ness para investigar el ADN presente en ellas y, así, buscar pruebas de la existencia del mítico monstruo.
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 ??  ?? El lago Ness es uno de los mayores reclamos turísticos de Escocia, gracias al paisaje que lo rodea, como las ruinas del castillo de Urquhart, y al monstruo, cuyo misterio resurge de vez en cuando. Una de las últimas veces fue en 2016, cuando un robot submarino que investigab­a el fondo del lago dio por fin con la bestia –imagen inferior–. En realidad, no era más que la réplica perdida del Nessie empleado en el rodaje de una película: La vida privada de Sherlock Holmes (1970).
El lago Ness es uno de los mayores reclamos turísticos de Escocia, gracias al paisaje que lo rodea, como las ruinas del castillo de Urquhart, y al monstruo, cuyo misterio resurge de vez en cuando. Una de las últimas veces fue en 2016, cuando un robot submarino que investigab­a el fondo del lago dio por fin con la bestia –imagen inferior–. En realidad, no era más que la réplica perdida del Nessie empleado en el rodaje de una película: La vida privada de Sherlock Holmes (1970).
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El antropólog­o Chris Stringer, del Museo de Historia Natural de Londres, con una mandíbula del simio Gigantopit­hecus, del que se cree que podría descender el yeti.
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Existen restos atribuidos al abominable hombre de las nieves en coleccione­s privadas, museos y edificios religiosos, donde los conservan como reliquias. El cráneo de la imagen se puede ver en un templo budista de Khumjung, localidad nepalí de la región de Khumbu.
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El vaquero estadounid­ense Roger Patterson compara su pie con un molde de yeso de una huella del supuesto bigfoot al que grabó en una película casera en 1967, en Bluff Creek (California). Un nuevo fraude.

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