UN NUEVO UNIVERSO DE SABORES
“La lengua distingue cuatro sabores. La punta detecta el dulce; la parte posterior, el amargo; las zonas laterales delanteras, la sal; y a ambos lados, al fondo, percibimos el ácido”. Así nos explicaban en el colegio hasta hace poco cómo funcionaba el sentido del gusto. Pero la realidad es que, desde 1974, los científicos tienen bastante claro que no existe en la sinhueso ningún mapa de sabores, concepto que tardó en desaparecer de los libros de texto. En lugar de eso, los receptores gustativos están repartidos por el órgano, y todos pueden detectar las cuatro variedades gustativas básicas. Un momento, ¿seguro que cuatro? No, cinco. Porque desde el año 2000 sabemos que existe el umami, el sabor de las proteínas, principalmente del ácido glutámico. Tal vez lo reconozcas si te decimos que es común al queso, la salsa de soja, las algas marinas, la carne roja y el tomate. Crea adicción –razón por la que los fabricantes añaden ácido glutámico a las patatas fritas de bolsa– y, aunque no aparecía en los libros de EGB, sí consta ya en los temarios de primaria y secundaria que manejan colegios e institutos. Lo que aún está en duda es si se debería incorporar oficialmente a la lista un sexto sabor: el graso o adiposo. Los científicos cuentan con argumentos sólidos a favor de admitirlo en la familia, sobre todo porque detectamos específicamente los ácidos grasos de cadena larga del sebo y hay estudios que apuntan a que tener más o menos sensibilidad a ese estímulo repercute en nuestro peso. Al margen de esto, la lengua cuenta con sensores químicos de los que los libros no suelen hablar. Algunos están especializados en detectar la capsaicina –el picante de las guindillas–, que provoca una sensación similar al dolor. El mentol de la menta y la hierbabuena actúa sobre células nerviosas vinculadas a la señal de frío. Y no hace mucho se identificó también un receptor sensible al dióxido de carbono de las bebidas carbonatadas, lo que explicaría su éxito.