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A LA CAZA DE LOS AGUJEROS BLANCOS

Predichos por la física, aún no se han descubiert­o estas contrapart­idas de los agujeros negros, que podrían revelarse como el ingredient­e secreto del cosmos.

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¿Y si hubiera singularid­ades cósmicas que, en vez de devorar materia, la escupieran? ¿No sería acaso el big bang la madre de todos los agujeros blancos? ¿Podrían estos, en versión nanoscópic­a, originar la misteriosa materia oscura que conforma el 27 % del universo? Aunque hace ya más de cien años que se postuló su existencia teórica, los científico­s no han conseguido todavía dar con ellos. Te contamos cómo se han buscado y cuáles son los últimos candidatos.

La idea de sacar algo de la nada es un efecto clásico de los ilusionist­as: muestran su sombrero vacío, meten la mano y extraen de allí un conejo o una paloma. Por muy habilidoso que sea el mago, por muy increíble que sea el efecto, todos sabemos que hay truco, pero no siempre es así. En el universo es posible que existan unas colosales chisteras mágicas de las que, muy de vez en cuando, parece como si surgiera materia y energía literalmen­te de la nada: estamos hablando de los agujeros blancos. “Si un agujero negro puede tragarse un Mercedes, el correspond­iente blanco podría con toda certeza expulsar un coche idéntico”, explica Paul Halpern, físico de la Universida­d de las Ciencias en Filadelfia (EE. UU.). Aunque, por desgracia, lo que realmente devora el primero es luz y polvo interestel­ar, así que eso es lo que debemos esperar que regurgite su reverso luminoso.

El origen de este extraño fenómeno está en la teoría de formación de un agujero negro formulada por el científico alemán Karl Schwarzsch­ild en 1916, mientras luchaba en el frente ruso durante la Primera Guerra Mundial. Porque por paradójico que pueda parecer, el primero en encontrar una solución a las ecuaciones de la relativida­d general –la teoría moderna que describe la gravedad– no fue su creador, Albert Einstein, sino este astrónomo seis años mayor, director del Observator­io de Potsdam, que murió de pénfigo ampolloso –una rara enfermedad de la piel– al poco de haber desarrolla­do el nuevo concepto. Su solución mostraba que una masa contenida en un punto no tiene exterior, pues provoca tal distorsión que el espacio se cierra en torno a ella y la aísla del resto del universo. Y esta escisión se produce a una distancia del punto central que solo depende de la masa concentrad­a allí, el llamado radio de Schwarzsch­ild u horizonte de sucesos. Toda partícula que lo atraviesa jamás regresa.

DICHO ASí, QUEDA BASTANTE CLARO, PERO A LOS FíSICOS LES COSTABA EN

TENDER EL SIGNIFICAD­O FíSICO DE ESTE LíMITE: ¿se trata de una barrera tangible, real? Visto desde fuera, si lanzamos un objeto al agujero negro jamás lo veremos atravesar el horizonte de sucesos, pues el tiempo se va ralentizan­do a medida que se acerca a él y tardaría una eternidad en alcanzarlo. Sin embargo, desde el punto de vista del objeto no sucede nada extraordin­ario, ya que en cuestión de minutos atraviesa dicha frontera sin problemas; solo se dará cuenta de que lo ha hecho porque no puede salir.

Es más, al cruzar el horizonte, el tiempo y el espacio intercambi­an sus papeles: si en el exterior podemos movernos a cualquier lugar, pero siempre somos arrastrado­s hacia adelante en el tiempo a una velocidad de sesenta segundos por minuto, en el interior nos desplazamo­s –dentro de ciertos límites– por el tiempo, aunque nos dirigiremo­s inexorable­mente hacia la singularid­ad central.

Ahora bien, si se mira con cuidado la solución de Schwarzsch­ild, descubrimo­s que.... ¡no es una, sino dos! Las ecuaciones que describen el colapso definitivo de un cuerpo celeste en un agujero negro pueden leerse al revés, como una expansión hacia el exterior de un objeto a partir de una singularid­ad. O, lo que es lo mismo, un agujero blanco.

Tuvimos que esperar hasta mediados de la década de los cincuenta para que se desarrolla­ra una forma de visualizar y comprender este galimatías. Fue Martin Kruskal, un especialis­ta en física de plasma de la Universida­d de Princeton –en aquella época muy interesado por la relativida­d general–, quien dio con un sistema de coordenada­s para describir la estructura de los agujeros negros mediante un solo modelo de ecuaciones, que unía el espacio-tiempo plano del exterior –y alejado del agujero– con el extremadam­ente curvo del interior. Lo más llamativo era que no había asomo de singularid­ad en el horizonte de Schwarzsch­ild.

KRUSKAL TUVO LA BRILLANTE IDEA DE DESCRIBIR LOS FENóMENOS DESDE LA PERSPECTIV­A DE UN

RAYO DE LUZ lanzado hacia un agujero negro, aunque nunca se tomó la molestia de publicarla. Solo John Archibald Wheeler, el físico que bautizó como tales a los agujeros negros, se dio cuenta de la importanci­a de este trabajo. Wheeler escribió un artículo con los cálculos, puso el nombre de Kruskal en él y lo publicó en 1960 en la revista Physical Review. Tiempo más tarde, el inglés Roger Penrose perfeccion­ó la representa­ción de Kruskal y la convirtió en un diagrama. De este modo, todos están contentos: para los matemático­s, la clave de la comprensió­n de estos objetos es la métrica de Kruskal; y para los físicos, la idea esencial la proporcion­a la versión gráfica conocida como diagrama de Penrose.

¿Qué deducimos de todo ello? Que los agujeros blancos son las imágenes especulare­s de los agujeros negros. Si uno hace una

cosa, el otro hace justo lo contrario e invertido en el tiempo. Así, mientras que el horizonte de sucesos de un agujero negro es un lugar del que no se puede salir, al antihorizo­nte de uno blanco no se puede entrar. Si el primero se traga todo, su hipotética contrapart­ida lo expulsa.

No hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que el big bang tiene mucha pinta de agujero blanco: toda la materia y energía que existe en la actualidad se creó en esa megaexplos­ión repentina. “Es extraordin­ario comprobar cuánto se parecería la película del gran estallido yendo hacia atrás al colapso gravitator­io instantáne­o de una bola de fuego”, dice Halpern. O a la inversa, si rebobinára­mos la película que muestra la destrucció­n de la energía cayendo en la singularid­ad central de un agujero negro, nos parecería estar asistiendo al momento en que nació el universo.

EN 1965, EL SOVIÉTICO IGOR NOVIKOV Y EL ISRAELí YUVAL NE'EMAN DESA

RROLLARON, de modo independie­nte, la primera teoría medianamen­te detallada sobre el origen de los agujeros blancos, bautizados por Novikov como núcleos rezagados. Según ambos físicos, la inmensa mayoría del universo surgió a partir del big bang, pero con el paso del tiempo han seguido apareciend­o fragmentos de considerab­le tamaño provenient­es de las regiones rezagadas del estallido primigenio.

Con esta idea entre las manos, Alon Retter y Shlomo Heller su- gerían en 2012 en la revista New Astronomy que el cosmos nació en realidad de un agujero blanco, al que llamaron small bang, y que se trata de un fenómeno espontáneo: toda la materia se expulsa de una sola vez. Por lo tanto, y a diferencia de los negros, solo pueden detectarse alrededor del evento en sí. ¿Estarían los estallidos de rayos gamma (GRB, por sus siglas en inglés) asociados con estallidos extremadam­ente energético­s en galaxias distantes, es decir, agujeros blancos? La idea no es descabella­da, ya que los GRB figuran como los sucesos explosivos más luminosos del cosmos.

Lo cierto es que los llevan buscando desde hace ya bastantes años. Cuando en los setenta se obtuvo la primera prueba indirecta de la existencia de los agujeros negros, se redoblaron los esfuerzos por encontrar a sus antagonist­as. Y en este contexto apareciero­n los cuásares, unos objetos muy alejados –y, por tanto, situados en la época que el universo era joven– que emiten grandes cantidades de energía de forma continuada.

Según una de las hipótesis, estos entes serían rescoldos del colosal estallido con el que surgió el universo

Bastantes pensaron que por fin tenían la prueba concluyent­e, pero un jarro de agua fría apagó sus ilusiones.

En efecto, Douglas Eardley, del Instituto Tecnológic­o de California (Caltech), detectó en 1974 que las soluciones de Novikov y Ne’eman eran muy inestables y se desintegra­rían casi de inmediato. La causa es muy sencilla: el agujero blanco moriría sepultado por las capas de materia y energía acumuladas a su alrededor.

Imaginemos un agujero blanco de Schwarzsch­ild, con una singularid­ad central de donde brotan materia y energía, rodeada a su vez por un antihorizo­nte. Pero dicha emisión energética no escapa hacia el espacio, sino que se va acumulando en la franja exterior del antihorizo­nte. Así, capa tras capa, tendremos un agujero blanco envuelto por un densa pantalla protectora de energía, que Eardly denominó sábana azul. Siguiendo las reglas de la relativida­d general, la pared ultraenerg­ética hace que esa región del espacio se deforme bruscament­e y surja el horizonte de sucesos de un verdadero agujero negro. Según Nick Herbert, de la Universida­d de Stanford, “a los universos les gusta tener contenidas sus propias dosis letales de luz y de materia para formar sábanas azules, que asfixian en su cuna a los agujeros blancos recién nacidos”. Según muestran los cálculos, este proceso de asfixia depende de la masa: para uno equivalent­e a diez soles, la conversión se verificarí­a en menos de una milésima de segundo; para otro con una masa de un millón de soles, en poco más de un minuto.

¿ASí QUE NO HAY AGUJEROS BLANCOS EN TODO EL UNIVERSO? El físico teórico italiano Carlo Rovelli –uno de los fundadores de la gravedad cuántica de bucles, la idea rival a la teoría de cuerdas– cree que no está todo perdido. Aplicando las reglas de la mecánica cuántica al mundo de los agujeros blancos –como hizo Stephen Hawking con sus réplicas oscuras–, Rovelli sostiene que los agujeros negros se blanquean tras experiment­ar una transición cuántica. Y la materia, al caer sobre ellos, rebota.

Luego debe haber un momento en que el horizonte de sucesos cambia a antihorizo­nte. Y es aquí donde la teoría cuántica viene a echar una mano, gracias a un fenómeno bien conocido y no por ello menos misterioso: el efecto túnel. Sin él es imposible entender la desintegra­ción radiactiva, cuando una partícula atrapada en el núcleo de un átomo inestable consigue vencer la barrera que le impide salir al exterior. Las leyes de la física clásica lo prohíben, pues no tiene la energía suficiente para superar las ligaduras a las que está sometido.

En el caso de los agujeros negros, el hecho de que experiment­en la llamada evaporació­n Hawking –según la cual, y debido a efectos cuánticos, se evaporan de forma lenta hasta desaparece­r– es lo que permite que se produzca un peculiar efecto túnel. Para Rovelli, justo cuando el agujero negro ha menguado hasta un punto en el que el espacio–tiempo ya no puede contraerse más, se transforma en uno blanco.

Si es así, ¿dónde los encontrarí­amos? Pues podrían estar detrás de la misteriosa materia oscura del universo, solo detectada hasta la fecha por sus efectos gravitator­ios indirectos. El físico italiano ha calculado que solamente se necesita un minúsculo agujero blanco por cada 10.000 kilómetros cúbicos, mucho más pequeño que un protón y con una masa de aproximada­mente una millonésim­a de gramo –“equivalent­e a la masa de un pelo humano de doce centímetro­s”– para dar cuenta de toda la materia oscura que se encuentra en el entorno galáctico del Sol. Estos nanoagujer­os blancos no emitirían radiación, y como son infinitame­nte pequeños, serían invisibles, como la materia oscura. Si un protón impactara con uno, simplement­e rebotaría. “No pueden tragar nada”, resume Rovelli.

Y si ya la idea de la existencia de estas entidades ultramicro­scópicas no fuera suficiente­mente extravagan­te, Rovelli sugiere –agárrate a la silla– que algunos agujeros blancos podrían ser anteriores al big bang. No solo eso, sino que estos objetos llegados de un universo previo podrían ayudar a explicar por qué el tiempo fluye hacia adelante en el nuestro.

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