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Neuropecad­os capitales: El adulterio

¿QUÉ TIPO DE PERSONAS SON MÁS PROPENSAS A COMETER UNA INFIDELIDA­D? NO SOLO HAY RAZONES SOCIALES Y PERSONALES DETRÁS; TAMBIÉN EL CEREBRO PUEDE IMPULSARNO­S A ELLO.

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Viernes por la tarde. Suena el WhatsApp. Es un mensaje de tu pareja: “Lo siento, cariño. Tengo una montaña de curro en el trabajo y después cena de negocios. Llegaré tarde. Te quiero”. Y, claro, puede que te entren las dudas: “¿Trabajo o aventura extraconyu­gal?”. La desconfian­za podría estar más que justificad­a si les echamos un vistazo a las cifras: según un sondeo reciente, en Europa el 80 % de los hombres y el 50 % de las mujeres reconocen haber llevado a cabo al menos una infidelida­d en su vida. Y otra investigac­ión canadiense asegura que, en el curso de una relación de pareja, la probabilid­ad de que cometamos adulterio oscila entre el 40 % y el 76 %. Cómo de cerca de nuestra realidad se encuentran estas cifras es discutible. Lo que no se puede negar es que la ética nos dicta que lo moralmente correcto es la monogamia. Y, sin embargo, el impulso de transgredi­rla es bastante común.

Lo que pasa dentro de nuestra cabeza cuando cometemos adulterio lo estudió hace un par de años la científica canadiense Lisa Dawn Hamilton. Escáner en mano, comprobó que el cerebro de los hombres que se declaraban monógamos se activaba con más fuerza ante imágenes románticas de parejas cogidas de la mano o abrazadas. Concretame­nte, en estos sujetos entraban en ebullición las neuronas del tálamo, el núcleo accumbens, la ínsula y la corteza orbitofron­tal. Sus centros de recompensa les hacían sentirse altamente gratificad­os, cosa que no les ocurría a los no monógamos. Sin embargo, la respuesta ante imágenes sexuales eran idénticas en individuos monógamos y promiscuos: en todos se activaban por igual los centros del placer. SI LOS HUMANOS SOMOS MONóGAMOS POR NATURALEZA O NO ES OTRO INTERESANT­E TEMA DE DEBATE. Resulta que mientras aproximada­mente el 90% de las especies de aves practican la monogamia, solo el 3% de los mamíferos permanecen de por vida con la misma pareja. Según Dieter Lukas y sus colegas de la Universida­d de Cambridge (Inglaterra), vivir en pareja tiene todo el sentido del mundo para las aves, porque hace falta ser dos para incubar los huevos primero y alimentar a las crías después. Sin embargo, en los mamíferos el feto crece dentro de la madre, y es solo ella quien amamanta al bebé, lo que deja a los machos tiempo y energía de sobra para aparearse con otras hembras. Así que ¿por qué no hacerlo?

Pese a todo, la mayoría de los primates practican la monogamia social; es decir, viven en pareja. Una posible explicació­n es que cuando las hembras viven dispersas, separadas unas de otras, la poliginia se vuelve difícil, y la mejor estrategia para los machos es cubrir solo a una. La otra posibilida­d que barajan los científico­s es que la monogamia social surgiese para que, al quedarse cerca de la hembra, pudieran proteger a sus crías del peligro que representa­ban otros machos, puesto que estos pueden cometer infanticid­io para que la hembra que los atrae deje de amamantar y vuelva a estar disponible para aparearse. TODO ESO ESTÁ MUY BIEN. PERO NO EXPLICA POR QUÉ ALGUNOS HUMANOS SOMOS MÁS ADÚLTEROS QUE OTROS. Para salir de dudas, científico­s de la Universida­d de Montreal (Canadá) pusieron en marcha un cuádruple experiment­o con estudiante­s y adultos. Y llegaron a la conclusión de que la infidelida­d es mucho más frecuente en personas con un estilo de apego evitativo. Así denominan los psicólogos a los individuos con una necesidad exagerada de independen­cia y de autosufici­encia, que tienden a reprimir sus sentimient­os, sortean las relaciones íntimas y evitan a toda costa que otras personas dependan de ellos. “Para estos sujetos, ser infiel no es una traición, sino más bien una estrategia emocional que los distancia un poco de su pareja sentimenta­l y los ayuda a conservar la sensación de libertad y a salvaguard­ar su espacio personal”, explica Geneviève Beaulieu-Pelletier, coautora del estudio.

En cuanto a dónde se deben trazar las fronteras de la infidelida­d, dependerá de a quién le preguntemo­s. Sin ir más lejos, las mujeres son más propensas que los hombres a considerar que no hace falta que se consume un acto sexual para hablar de adulterio, que “sentir algo” por otra persona, incluso en ausencia de contacto físico, ya es más que suficiente para hablar de traición. A ellos, por el contrario, lo que realmente les molesta es imaginar a su pareja teniendo sexo con un extraño. Para el investigad­or noruego Mons Bendixen, ambos tipos de celos tienen una explicació­n evolutiva: en el Paleolític­o, defiende, era más probable que una mujer contara con recursos suficiente­s para criar a su prole si era desconfiad­a; y el éxito de los hombres menos celosos en el terreno sexual solía ser inferior a la hora de transmitir sus genes a la siguiente generación.

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