Bienvenidos al ¿paraíso? del Zero Waste
El movimiento Cero Residuo, que aboga por el reciclaje extremo y reducir al máximo nuestra producción diaria de basura, podría no ser tan eficaz como se nos presenta. Estas son las luces y sombras de una tendencia ecologista que está cada vez más de moda
El Zero Waste aspira a reducir la producción de residuos y a reciclar y revalorizar la mayor cantidad posible de materiales, así como a promover la fabricación de productos de vida útil larga. Los seguidores de este movimiento pujante compran alimentos a granel, fabrican su propio jabón o pegamento, usan envases de cristal en vez de plástico y sustituyen el papel de cocina y los clínex por los paños y los pañuelos de tela. El Zero Waste, pues, va un paso más allá del simple reciclaje y plantea un cambio más radical en el estilo de vida a fin de reducir nuestra huella medioambiental.
Entre sus gurús está la californiana Bea Johnson, que lleva viviendo bajo estos parámetros desde 2008 y ha publicado el libro Residuo cero en casa, la última guía para rebajar tu basura. Otro de sus popes es el activista medioambiental Rob Greenfield, conocido por haber estado un año entero sin ducharse y por no usar productos cosméticos; además es autor del libro Dude Making a Difference (Un tipo marcando la diferencia). El movimiento también ha sido secundado por blogueras como Lauren Singer (Trash is for Tossers) y Kathryn Kellogg (Going Zero Waste), cuyos residuos de todo un año caben en un bote de 200 mililitros.
La mayor parte de los seguidores del Zero Waste asumen que sus actos son microscópicos en un mundo habitado por más de siete mil millones de personas, pero al menos sienten que viven de acuerdo con sus valores y albergan la esperanza de que cada vez más personas se adhieran a su estilo de vida. Y ese sería el principal problema del Zero Waste según sus detractores: que se trataría de una postura más cosmética que eficaz y, como la mayoría de las modas, mucho más superficial y contradictoria de lo que parece.
SU PRINCIPAL ESCOLLO ES QUE TOMAR DECISIONES ECO
LÓGICAS NO ES TAN INTUITIVO COMO PARECE, sino que requiere de un análisis para cada acto individual. El mundo es demasiado complejo para reducirlo a una única consigna, y cada acto influye en otros factores de formas tan intrincadas que solo estamos empezando a esclarecerlas. Por esa razón, un estudio de 2012 realizado por investigadores de la Universidad Corvinus de Budapest comparó las huellas de los consumidores verdes que intentan tomar decisiones ecológicas con las huellas de los consumidores habituales. La conclusión fue que no se encontraron diferencias significativas entre los dos grupos.
Un ejemplo paradigmático de consigna superficial sería la preferencia por los productos de kilómetro cero –aquellos que, para llegar a tu plato, no han tenido que viajar más de 100 km–, ya que estos no siempre son necesariamente menos contaminantes. Por ejemplo, según explica el economista
de Oxford Tim Harford en su libro Adáptate, se consume más combustible fósil para criar un cordero en el Reino Unido que en Nueva Zelanda, que tiene una estación herbosa más larga y más energía hidroeléctrica, lo cual compensa las emisiones originadas por el transporte. El mismo cálculo puede hacerse si un británico compra tomates a España en vez de cultivarlos en su propio suelo. Es decir, que sería más importante promover políticas que, localmente, apuesten por energías menos contaminantes que incidir en el consumo local por sí mismo. Y cada producto debe ser, a su vez, analizado individualmente cada poco tiempo a fin de actualizar su huella medioambiental en comparación con otras alternativas.
Otro ejemplo lo hallamos en el reciente boicot al aceite de palma, presente en muchos productos que consumimos a diario, tanto por ser una posible amenaza contra la salud –los estudios apuntan que podría tener efectos negativos para nuestro organismo si lo consumimos en grandes cantidades– como para el medioambiente. En cuanto a este último aspecto, la conciencia pública sobre la pérdida de vida silvestre a través de la deforestación causada por el cultivo de esta planta está aumentando, y hay una creciente presión sobre los minoristas para reducir la venta de alimentos que lo contengan. Sin embargo, un informe reciente de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (IUCN) concluyó que boicotearlo simplemente desplazaría, en lugar de contrarrestar, la pérdida de biodiversidad. En pocas palabras: el aceite de palma tendría que ser reemplazado por otros tipos de aceite vegetal para satisfacer la demanda mundial, y eso podría empeorar las cosas –al menos en términos medioambientales–.
Esto se debe a que, en comparación con otras fuentes como la colza y la soja, los cultivos de aceite de palma producen de cuatro a diez veces más por unidad de tierra, y requieren muchos menos pesticidas y fertilizantes. De hecho, constituye el 35% de todos los aceites vegetales y se siembra en solo el 10 % de la tierra asignada a este tipo de cultivos oleaginosos. Si, por ejemplo, la soja tuviera que cubrir un déficit de aceite de palma, no solo desplazaríamos más producción a la Amazonia –una importante región productora de esta planta leguminosa–, también requeriría más tierra, lo que llevaría a una mayor deforestación. Como vemos, todo tiene sus pros y sus contras.
LA PROPUESTA DE REDUCIR EL CONSUMO DE CARNE PARA COMBATIR EL CAM
BIO CLIMÁTICO ES OTRA DE LAS PROPUESTAS DEL ZERO WASTE, dado que la adopción de una dieta vegetariana estricta o una flexitariana –solo se come carne puntualmente– tiene una menor huella medioambiental. Sin embargo, los cálculos no tienen en cuenta otras variables. Por ejemplo, que, al aumentar la demanda de frutas y hortalizas, se requeriría mayores tierras de cultivo, lo que originaría emisiones por la pérdida de biodiversidad; no hay que olvidar que la agricultura, en sí misma, es una actividad poco ecológica. Sin contar los trastornos sociales y económicos: en torno a un tercio de las tierras del planeta son áridas o semiáridas, así que solo pueden soportar la ganadería.
Por otro lado, las frutas y hortalizas frescas son más propensas a ser desechadas que la carne y el pescado fresco. Así pues, el desperdicio de alimentos, que se calcula en un 20 %, aumentaría la huella de carbono, lo que contrarrestaría las ganancias positivas. Irónicamente, para evitar esto habría que promover la comida congelada.
Si nos centramos en el arroz, producido en 163 millones de hectáreas –en torno al 11 % de la superficie cultivable del mundo–, observaremos que es una de las plantas con mayor huella de carbono, porque produce grandes cantidades de metano; las lentejas son más ecológicas, pero si todos siguiéramos una dieta vegetariana y hubiera más demanda de esta legumbre, aumentaría su precio en países como la India, que dependen de proteínas no procedentes de la carne.
Por consiguiente, el debate no puede reducirse a una confronta- ción entre carnívoros y vegetarianos, porque ambas posturas, llevadas a su extremo, generan sus propios efectos secundarios nocivos.
Según el ecologista John Tierney, autor del libro How to Live a Low-Carbon Life (Cómo vivir una vida baja en carbono), incluso una decisión tan obvia como ir andando a un lugar frente a hacerlo en un coche puede ser objeto de contradicciones si se profundiza en los detalles: “Si recorres 3 km a pie y recuperas esas calorías bebiendo un vaso de leche, las emisiones de gases de efecto invernadero asociadas a esta –como el metano de la granja y el dióxido de carbono del camión de transporte– equivalen a las emisiones de un coche que realice el mismo recorrido. Si hablamos de dos personas, el vehículo es sin duda la solución menos agresiva con el medioambiente”. Los productos lácteos en general son tan contaminantes que, según Elizabeth Baldwin, del Nuffield College, en Oxford, es mejor tostar el pan sin untarlo en mantequilla que untar mantequilla en pan sin tostar.
EN ARAS DE BUSCAR ALIMENTOS MÁS SANOS Y ME
NOS CONTAMINANTES, también proliferan los huertos urbanos, que no están exentos de peligro si los alimentos se producen sin los suficientes controles, ya que a veces se cultivan en terrenos contaminados –básicamente
Los alimentos de los huertos urbanos sin los suficientes controles pueden poner en riesgo la salud de quienes los consumen
de plomo– que ponen en riesgo la salud de quienes los consumen.
También hay quien asegura que la agricultura orgánica o ecológica es menos sostenible que la convencional a nivel medioambiental, ya que requiere más tierra para producir un kilogramo de alimento.
El consumo consciente que propugna el Zero Waste es moralmente justo y audaz, pero, en contrapartida, los más críticos con este movimiento señalan que puede drenar nuestras cuentas bancarias y desviar nuestra atención de los verdaderos problemas.
POR EJEMPLO, SUS SEGUIDORES PREFIEREN COM
PRAR LOS ALIMENTOS A GRANEL y evitar los envoltorios que les ofrecen las tiendas, porque llevan consigo su propio recipiente. Sin embargo, según apunta James McWilliams, historiador de la Universidad Estatal de Texas (EE. UU.) y experto en producción y política alimentaria, además de proteger la comida de su entorno microbiano, los envases prolongan mucho su duración en los estantes. Es decir, los envoltorios de plástico, cartón o aluminio evitan que se desperdicien muchos alimentos, y también que la comida en descomposición emita metano, un gas causante del efecto invernadero veinte veces más potente que el dióxido de carbono. Empaquetar manzanas en un envase retractilado reduce los daños en la fruta –y su eliminación– en un 27 %; en muchos casos, el desperdicio de la comida origina tres veces más dióxido de carbono que desechar los envases.
Nunca está de más poner nuestro granito de arena, pero muchos expertos señalan que si el objetivo es salvar el planeta, sobre todo deberíamos centrar nuestros esfuerzos en cambiar las políticas globales. Por ejemplo, si asumimos que dejar de comer carne reduce netamente las emisiones de gases de efecto invernadero sin considerar otros efectos secundarios, esta decisión solo reduciría en un 5,5 % estas emisiones. Sin embargo, la industria pesada supone el 29 % de ellas; la construcción, el 18 %; y el transporte, el 15 %. Para que los efectos empezaran a ser significativos, deberíamos dejar de comprar, construir y viajar, y no solo evitar el plástico, sino también la electricidad, la calefacción, el cemento, el acero y el papel.
Cuando, por ejemplo, tomamos un vuelo internacional para irnos de vacaciones, estamos originando una huella medioambiental equivalente a fabricar 100.000 botellas de plástico, según ha calculado Peter Kalmus, científico experto en el clima. Además, explica que si vuelas de Los Ángeles a París, ida y vuelta, emites tres toneladas de CO a la atmósfera, diez veces más de lo que un keniata produce de media en un año; hasta recorrer la misma distancia en coche sería más sostenible. La mayoría de los seguidores del movimiento Zero Waste, sin embargo, están más dispuestos a no consumir botellas de plástico que a dejar de volar.
ESTAS CONTRADICCIONES SE PRODUCEN PORQUE EL ZERO WASTE ES UN MOVI
MIENTO CUYOS PARTIDARIOS TIENDEN A DISPONER DE RENTAS MÁS ALTAS y un estilo de vida en el que los sacrificios están asociados precisamente a su poder adquisitivo o el tiempo libre, que además están relacionados entre sí. Las privaciones suelen guardar más relación con la imagen que se transmite a los demás –virtud moral, responsabilidad, etc.– que con el pragmatismo. Si vamos a comprar con una bolsa de tela en vez de con una de plástico, necesariamente nos sentiremos mejores personas. Es decir, que son las mismas claves psicológicas que hacen proliferar las cenas benéficas. El profesor de Economía en la Universidad de Chicago Steven D. Levitt lo resume así en su libro Cuándo robar un banco: “Mientras que el consumo ostentoso está destinado a demostrar que se nada en la abundancia, el ecologismo ostentoso tiene la finalidad de presumir de respeto por el medioambiente”.
Intentar convencer a la mayoría de la población para que renuncie a actividades básicas que forman parte del tejido de las sociedades modernas podría, además de ser ingenuo, hacernos perder un tiempo y unos recursos preciosos. En este sentido, Halina Szejnwald Brown, profesora de Ciencias y Políticas Ambientales en la Universidad Clark (EE. UU.) y autora de un informe para el Programa Ambiental de las Naciones Unidas, señala que las compras son la columna vertebral de la economía moderna, lo que significa que el consumo consciente individual está destinado a fracasar, y el capitalismo de mercado hace que sea extraordinariamente difícil hacer elecciones sostenibles verdaderamente útiles.
Las exigencias del Zero Waste, además, fomentan la llamada “tragedia de los [bienes] comunes”: como algunos se sacrifican, otros tienen el acicate de ser egoístas. Podríamos estar tentados de imponer una autoridad pública que regule esas exigencias, pero esta, en caso de llegar a controlar acciones tan personales como si debemos comer carne o hacer la compra llevando táperes con nosotros, probablemente no restringiría un poder tan totalitario al ámbito del bien común. Así pues, una vía intermedia sería la creación de incentivos. Por ejemplo, el de incrementar el coste de determinados productos. Pero ese aumento puede influir en la demanda, afectar negativamente en ella e incluso originar pobreza. Por otro lado, un precio demasiado bajo puede tener costes medioambientales irreversibles, así que ajustarlo se convierte en algo tan delicado como una operación de neurocirugía.
Cuando se trata de combatir el cambio climático, la contaminación y la destrucción del hábitat, deberíamos evitar en lo posible las pal-
El consumo consciente del Zero Waste es justo y audaz, pero puede desviar nuestra atención de los verdaderos problemas
madas en la espalda por tomar decisiones que silencian nuestra culpa social y orientar nuestro interés y esfuerzo a las acciones que representen un cambio real. Para ello, hay que combinar los esfuerzos del activismo, la legislación, las reglamentaciones y, sobre todo, la inventiva tecnológica a fin de desmantelar los efectos de la contaminación. Hay que hacer especial hincapié, de hecho, en la tecnología, porque incluso si redujéramos a la mitad las emisiones de gases de efecto invernadero para el año 2050 y se eliminaran por completo en 2075, el planeta continuaría bajo el riesgo del calentamiento durante siglos.
Esto es lo que propone el ecopragmatismo, también llamado ecomodernismo o ecologismo ilustrado. Defendido por voces como las de Andrew Balmford, Stewart Brand, Nancy Knowlton y Ruth DeFries, deja atrás el sueño de muchos movimientos ecologistas que aspiran a regresar a un pasado en armonía con la naturaleza y evita presentar la Tierra como un lugar prístino que está siendo mancillado por el ser humano, porque los propios procesos naturales también son responsables de cataclismos medioambientales. Como señala Steven Pinker en su libro En defensa de la Ilustración: “El ecomodernismo parte de la constatación de que un cierto grado de contaminación es una consecuencia ineludible de la segunda ley de la termodinámica”.
EN OTRAS PALABRAS: ALEGAN QUE SI QUEREMOS ENERGÍA PARA SOBREVIVIR, ES
IMPOSIBLE NO CREAR RESIDUOS y contaminación. El ser humano nunca ha vivido en armonía con el entorno: la propia invención de la agricultura, hace casi diez mil años, produjo un profundo impacto medioambiental. Sin la asistencia de la tecnología, la agricultura nos habría matado de hambre o habría arrasado el planeta. Sin embargo, gracias a los avances tecnológicos, tanto en el campo de la química como en el de la biotecnología, solo cultivamos el 38% de todos los terrenos del planeta: si las tasas de producción se hubieran mantenido tal y como eran en 1961, por ejemplo, ahora necesitaríamos el 82% de la Tierra para producir la misma cantidad de alimento. Ello está permitiendo eliminar la pobreza extrema en casi todo el mundo –en los últimos veinticinco años, cada día hay 137.000 pobres menos–, obtener una esperanza de vida más elevada que nunca y que nuestra huella medioambiental, en términos porcentuales, sea menor que antes, como señala el paleoclimatólogo William Ruddiman: “Hay buenas razones para sostener que el habitante de la Edad del Hierro, e incluso de finales de la Edad de Piedra, ejercía un mayor impacto per cápita sobre el paisaje terrestre que la persona media en nuestros días”. Regresar a la agricultura natural que propugna el Zero Waste sería, según estas premisas, hacerlo a la escasez, los precios altos y el impacto medioambiental insostenible.
Si repasamos la historia reciente, podemos concluir todas las veces en las que se ha pronosticado que la superpoblación sería un problema imposible de manejar, que las hambrunas no tardarían en llegar, que los recursos se agotarían o que el aire sería irrespirable. Eso no ha ocurrido porque las predicciones no tienen en cuenta que el conocimiento y la tecnología avanzan y se adaptan a las nuevas situaciones.
Por esa razón, cuando el biólogo poblacionista Paul Ehrlich y el economista Julian Simon apostaron públicamente en septiembre de 1980 acerca del futuro de los precios de determinados productos, el agorero Ehrlich no acertó con ninguno de sus vaticinios: en 1990, no solo los precios no subieron a pesar de que la demanda sí lo hizo –la población mundial se incrementó en 800 millones de personas en esa década–, sino que las reservas de aluminio, cobre, cromo, oro, níquel, estaño, tungsteno o cinc y, en general, todos los metales y minerales, son más baratos en la actualidad. Las razones de que Simon ganara la apuesta las amplía el editor de Wired Chris Anderson en su libro Gratis. El futuro de un precio radical: “Si un recurso se vuelve demasiado escaso y caro, suministra un incentivo para buscar un sustituto abundante, que desvía la demanda del recurso escaso (como la actual carrera por encontrar sucesores del petróleo)”.
Sencillamente, las sociedades siempre han abandonado un recurso por otro mejor mucho antes de que el viejo se agotara, y así hemos pasado de usar masivamente madera y heno a carbón y luego a petróleo y gas natural. Como concluye Pinker: “Cuando las reservas de un recurso que se extrae con facilidad comienzan a escasear, su precio sube, lo cual anima a la gente a conservarlo, llegar a depósitos menos accesibles o encontrar sustitutos más baratos y abundantes”. Mediante la tecnología –rotación de cultivos, fertilizantes químicos, pesticidas, carne cultivada in vitro, algoritmos de inteligencia artificial, biosensores, etc.–, logramos obtener mayor eficiencia de todos esos recursos: conseguir más gastando menos. Por ello, porcentualmente, contaminamos menos que antes a pesar de que somos muchos más habitantes.
ESO NO SIGNIFICA QUE TODAS NUESTRAS ESPE
RANZAS DEBAN DIRIGIRSE A LA TECNOLOGÍA, sino que debe tenerse en cuenta como uno de los factores decisivos. Hay que afrontar el problema del futuro medioambiental a través de acciones maduras y realistas en las que se huya, en la medida de lo posible, de las posiciones extremas e ingenuas, tanto la del ecologismo radical –solo el decrecimiento puede frenar el problema y hay que ampliar la coerción, la legislación y la moralización– como la del economista liberal –todo se arreglará espontáneamente gracias a la ley de la oferta y la demanda y la protección ambiental sabotea el crecimiento económico–. Y, sobre todo, esas decisiones deberán estar en sintonía con el optimismo “condicional” que definió Paul Romer, premio Nobel de Economía: un optimismo que no es el complaciente del niño que quiere una casita en un árbol y espera que se la traiga Papá Noel, sino el de quien se da cuenta de que usando maderas y clavos, y pidiendo a otros niños que lo ayuden, podrá construirse una.
El habitante de la Edad de Hierro ejercía un mayor impacto per cápita sobre el paisaje terrestre que la persona media en nuestros días