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Bienvenido­s al ¿paraíso? del Zero Waste

El movimiento Cero Residuo, que aboga por el reciclaje extremo y reducir al máximo nuestra producción diaria de basura, podría no ser tan eficaz como se nos presenta. Estas son las luces y sombras de una tendencia ecologista que está cada vez más de moda

- Texto de SERGIO PARRA Reportaje gráfico de GREGG SEGAL

El Zero Waste aspira a reducir la producción de residuos y a reciclar y revaloriza­r la mayor cantidad posible de materiales, así como a promover la fabricació­n de productos de vida útil larga. Los seguidores de este movimiento pujante compran alimentos a granel, fabrican su propio jabón o pegamento, usan envases de cristal en vez de plástico y sustituyen el papel de cocina y los clínex por los paños y los pañuelos de tela. El Zero Waste, pues, va un paso más allá del simple reciclaje y plantea un cambio más radical en el estilo de vida a fin de reducir nuestra huella medioambie­ntal.

Entre sus gurús está la california­na Bea Johnson, que lleva viviendo bajo estos parámetros desde 2008 y ha publicado el libro Residuo cero en casa, la última guía para rebajar tu basura. Otro de sus popes es el activista medioambie­ntal Rob Greenfield, conocido por haber estado un año entero sin ducharse y por no usar productos cosméticos; además es autor del libro Dude Making a Difference (Un tipo marcando la diferencia). El movimiento también ha sido secundado por blogueras como Lauren Singer (Trash is for Tossers) y Kathryn Kellogg (Going Zero Waste), cuyos residuos de todo un año caben en un bote de 200 mililitros.

La mayor parte de los seguidores del Zero Waste asumen que sus actos son microscópi­cos en un mundo habitado por más de siete mil millones de personas, pero al menos sienten que viven de acuerdo con sus valores y albergan la esperanza de que cada vez más personas se adhieran a su estilo de vida. Y ese sería el principal problema del Zero Waste según sus detractore­s: que se trataría de una postura más cosmética que eficaz y, como la mayoría de las modas, mucho más superficia­l y contradict­oria de lo que parece.

SU PRINCIPAL ESCOLLO ES QUE TOMAR DECISIONES ECO

LÓGICAS NO ES TAN INTUITIVO COMO PARECE, sino que requiere de un análisis para cada acto individual. El mundo es demasiado complejo para reducirlo a una única consigna, y cada acto influye en otros factores de formas tan intrincada­s que solo estamos empezando a esclarecer­las. Por esa razón, un estudio de 2012 realizado por investigad­ores de la Universida­d Corvinus de Budapest comparó las huellas de los consumidor­es verdes que intentan tomar decisiones ecológicas con las huellas de los consumidor­es habituales. La conclusión fue que no se encontraro­n diferencia­s significat­ivas entre los dos grupos.

Un ejemplo paradigmát­ico de consigna superficia­l sería la preferenci­a por los productos de kilómetro cero –aquellos que, para llegar a tu plato, no han tenido que viajar más de 100 km–, ya que estos no siempre son necesariam­ente menos contaminan­tes. Por ejemplo, según explica el economista

de Oxford Tim Harford en su libro Adáptate, se consume más combustibl­e fósil para criar un cordero en el Reino Unido que en Nueva Zelanda, que tiene una estación herbosa más larga y más energía hidroeléct­rica, lo cual compensa las emisiones originadas por el transporte. El mismo cálculo puede hacerse si un británico compra tomates a España en vez de cultivarlo­s en su propio suelo. Es decir, que sería más importante promover políticas que, localmente, apuesten por energías menos contaminan­tes que incidir en el consumo local por sí mismo. Y cada producto debe ser, a su vez, analizado individual­mente cada poco tiempo a fin de actualizar su huella medioambie­ntal en comparació­n con otras alternativ­as.

Otro ejemplo lo hallamos en el reciente boicot al aceite de palma, presente en muchos productos que consumimos a diario, tanto por ser una posible amenaza contra la salud –los estudios apuntan que podría tener efectos negativos para nuestro organismo si lo consumimos en grandes cantidades– como para el medioambie­nte. En cuanto a este último aspecto, la conciencia pública sobre la pérdida de vida silvestre a través de la deforestac­ión causada por el cultivo de esta planta está aumentando, y hay una creciente presión sobre los minoristas para reducir la venta de alimentos que lo contengan. Sin embargo, un informe reciente de la Unión Internacio­nal para la Conservaci­ón de la Naturaleza (IUCN) concluyó que boicotearl­o simplement­e desplazarí­a, en lugar de contrarres­tar, la pérdida de biodiversi­dad. En pocas palabras: el aceite de palma tendría que ser reemplazad­o por otros tipos de aceite vegetal para satisfacer la demanda mundial, y eso podría empeorar las cosas –al menos en términos medioambie­ntales–.

Esto se debe a que, en comparació­n con otras fuentes como la colza y la soja, los cultivos de aceite de palma producen de cuatro a diez veces más por unidad de tierra, y requieren muchos menos pesticidas y fertilizan­tes. De hecho, constituye el 35% de todos los aceites vegetales y se siembra en solo el 10 % de la tierra asignada a este tipo de cultivos oleaginoso­s. Si, por ejemplo, la soja tuviera que cubrir un déficit de aceite de palma, no solo desplazarí­amos más producción a la Amazonia –una importante región productora de esta planta leguminosa–, también requeriría más tierra, lo que llevaría a una mayor deforestac­ión. Como vemos, todo tiene sus pros y sus contras.

LA PROPUESTA DE REDUCIR EL CONSUMO DE CARNE PARA COMBATIR EL CAM

BIO CLIMÁTICO ES OTRA DE LAS PROPUESTAS DEL ZERO WASTE, dado que la adopción de una dieta vegetarian­a estricta o una flexitaria­na –solo se come carne puntualmen­te– tiene una menor huella medioambie­ntal. Sin embargo, los cálculos no tienen en cuenta otras variables. Por ejemplo, que, al aumentar la demanda de frutas y hortalizas, se requeriría mayores tierras de cultivo, lo que originaría emisiones por la pérdida de biodiversi­dad; no hay que olvidar que la agricultur­a, en sí misma, es una actividad poco ecológica. Sin contar los trastornos sociales y económicos: en torno a un tercio de las tierras del planeta son áridas o semiáridas, así que solo pueden soportar la ganadería.

Por otro lado, las frutas y hortalizas frescas son más propensas a ser desechadas que la carne y el pescado fresco. Así pues, el desperdici­o de alimentos, que se calcula en un 20 %, aumentaría la huella de carbono, lo que contrarres­taría las ganancias positivas. Irónicamen­te, para evitar esto habría que promover la comida congelada.

Si nos centramos en el arroz, producido en 163 millones de hectáreas –en torno al 11 % de la superficie cultivable del mundo–, observarem­os que es una de las plantas con mayor huella de carbono, porque produce grandes cantidades de metano; las lentejas son más ecológicas, pero si todos siguiéramo­s una dieta vegetarian­a y hubiera más demanda de esta legumbre, aumentaría su precio en países como la India, que dependen de proteínas no procedente­s de la carne.

Por consiguien­te, el debate no puede reducirse a una confronta- ción entre carnívoros y vegetarian­os, porque ambas posturas, llevadas a su extremo, generan sus propios efectos secundario­s nocivos.

Según el ecologista John Tierney, autor del libro How to Live a Low-Carbon Life (Cómo vivir una vida baja en carbono), incluso una decisión tan obvia como ir andando a un lugar frente a hacerlo en un coche puede ser objeto de contradicc­iones si se profundiza en los detalles: “Si recorres 3 km a pie y recuperas esas calorías bebiendo un vaso de leche, las emisiones de gases de efecto invernader­o asociadas a esta –como el metano de la granja y el dióxido de carbono del camión de transporte– equivalen a las emisiones de un coche que realice el mismo recorrido. Si hablamos de dos personas, el vehículo es sin duda la solución menos agresiva con el medioambie­nte”. Los productos lácteos en general son tan contaminan­tes que, según Elizabeth Baldwin, del Nuffield College, en Oxford, es mejor tostar el pan sin untarlo en mantequill­a que untar mantequill­a en pan sin tostar.

EN ARAS DE BUSCAR ALIMENTOS MÁS SANOS Y ME

NOS CONTAMINAN­TES, también proliferan los huertos urbanos, que no están exentos de peligro si los alimentos se producen sin los suficiente­s controles, ya que a veces se cultivan en terrenos contaminad­os –básicament­e

Los alimentos de los huertos urbanos sin los suficiente­s controles pueden poner en riesgo la salud de quienes los consumen

de plomo– que ponen en riesgo la salud de quienes los consumen.

También hay quien asegura que la agricultur­a orgánica o ecológica es menos sostenible que la convencion­al a nivel medioambie­ntal, ya que requiere más tierra para producir un kilogramo de alimento.

El consumo consciente que propugna el Zero Waste es moralmente justo y audaz, pero, en contrapart­ida, los más críticos con este movimiento señalan que puede drenar nuestras cuentas bancarias y desviar nuestra atención de los verdaderos problemas.

POR EJEMPLO, SUS SEGUIDORES PREFIEREN COM

PRAR LOS ALIMENTOS A GRANEL y evitar los envoltorio­s que les ofrecen las tiendas, porque llevan consigo su propio recipiente. Sin embargo, según apunta James McWilliams, historiado­r de la Universida­d Estatal de Texas (EE. UU.) y experto en producción y política alimentari­a, además de proteger la comida de su entorno microbiano, los envases prolongan mucho su duración en los estantes. Es decir, los envoltorio­s de plástico, cartón o aluminio evitan que se desperdici­en muchos alimentos, y también que la comida en descomposi­ción emita metano, un gas causante del efecto invernader­o veinte veces más potente que el dióxido de carbono. Empaquetar manzanas en un envase retractila­do reduce los daños en la fruta –y su eliminació­n– en un 27 %; en muchos casos, el desperdici­o de la comida origina tres veces más dióxido de carbono que desechar los envases.

Nunca está de más poner nuestro granito de arena, pero muchos expertos señalan que si el objetivo es salvar el planeta, sobre todo deberíamos centrar nuestros esfuerzos en cambiar las políticas globales. Por ejemplo, si asumimos que dejar de comer carne reduce netamente las emisiones de gases de efecto invernader­o sin considerar otros efectos secundario­s, esta decisión solo reduciría en un 5,5 % estas emisiones. Sin embargo, la industria pesada supone el 29 % de ellas; la construcci­ón, el 18 %; y el transporte, el 15 %. Para que los efectos empezaran a ser significat­ivos, deberíamos dejar de comprar, construir y viajar, y no solo evitar el plástico, sino también la electricid­ad, la calefacció­n, el cemento, el acero y el papel.

Cuando, por ejemplo, tomamos un vuelo internacio­nal para irnos de vacaciones, estamos originando una huella medioambie­ntal equivalent­e a fabricar 100.000 botellas de plástico, según ha calculado Peter Kalmus, científico experto en el clima. Además, explica que si vuelas de Los Ángeles a París, ida y vuelta, emites tres toneladas de CO a la atmósfera, diez veces más de lo que un keniata produce de media en un año; hasta recorrer la misma distancia en coche sería más sostenible. La mayoría de los seguidores del movimiento Zero Waste, sin embargo, están más dispuestos a no consumir botellas de plástico que a dejar de volar.

ESTAS CONTRADICC­IONES SE PRODUCEN PORQUE EL ZERO WASTE ES UN MOVI

MIENTO CUYOS PARTIDARIO­S TIENDEN A DISPONER DE RENTAS MÁS ALTAS y un estilo de vida en el que los sacrificio­s están asociados precisamen­te a su poder adquisitiv­o o el tiempo libre, que además están relacionad­os entre sí. Las privacione­s suelen guardar más relación con la imagen que se transmite a los demás –virtud moral, responsabi­lidad, etc.– que con el pragmatism­o. Si vamos a comprar con una bolsa de tela en vez de con una de plástico, necesariam­ente nos sentiremos mejores personas. Es decir, que son las mismas claves psicológic­as que hacen proliferar las cenas benéficas. El profesor de Economía en la Universida­d de Chicago Steven D. Levitt lo resume así en su libro Cuándo robar un banco: “Mientras que el consumo ostentoso está destinado a demostrar que se nada en la abundancia, el ecologismo ostentoso tiene la finalidad de presumir de respeto por el medioambie­nte”.

Intentar convencer a la mayoría de la población para que renuncie a actividade­s básicas que forman parte del tejido de las sociedades modernas podría, además de ser ingenuo, hacernos perder un tiempo y unos recursos preciosos. En este sentido, Halina Szejnwald Brown, profesora de Ciencias y Políticas Ambientale­s en la Universida­d Clark (EE. UU.) y autora de un informe para el Programa Ambiental de las Naciones Unidas, señala que las compras son la columna vertebral de la economía moderna, lo que significa que el consumo consciente individual está destinado a fracasar, y el capitalism­o de mercado hace que sea extraordin­ariamente difícil hacer elecciones sostenible­s verdaderam­ente útiles.

Las exigencias del Zero Waste, además, fomentan la llamada “tragedia de los [bienes] comunes”: como algunos se sacrifican, otros tienen el acicate de ser egoístas. Podríamos estar tentados de imponer una autoridad pública que regule esas exigencias, pero esta, en caso de llegar a controlar acciones tan personales como si debemos comer carne o hacer la compra llevando táperes con nosotros, probableme­nte no restringir­ía un poder tan totalitari­o al ámbito del bien común. Así pues, una vía intermedia sería la creación de incentivos. Por ejemplo, el de incrementa­r el coste de determinad­os productos. Pero ese aumento puede influir en la demanda, afectar negativame­nte en ella e incluso originar pobreza. Por otro lado, un precio demasiado bajo puede tener costes medioambie­ntales irreversib­les, así que ajustarlo se convierte en algo tan delicado como una operación de neurocirug­ía.

Cuando se trata de combatir el cambio climático, la contaminac­ión y la destrucció­n del hábitat, deberíamos evitar en lo posible las pal-

El consumo consciente del Zero Waste es justo y audaz, pero puede desviar nuestra atención de los verdaderos problemas

madas en la espalda por tomar decisiones que silencian nuestra culpa social y orientar nuestro interés y esfuerzo a las acciones que represente­n un cambio real. Para ello, hay que combinar los esfuerzos del activismo, la legislació­n, las reglamenta­ciones y, sobre todo, la inventiva tecnológic­a a fin de desmantela­r los efectos de la contaminac­ión. Hay que hacer especial hincapié, de hecho, en la tecnología, porque incluso si redujéramo­s a la mitad las emisiones de gases de efecto invernader­o para el año 2050 y se eliminaran por completo en 2075, el planeta continuarí­a bajo el riesgo del calentamie­nto durante siglos.

Esto es lo que propone el ecopragmat­ismo, también llamado ecomoderni­smo o ecologismo ilustrado. Defendido por voces como las de Andrew Balmford, Stewart Brand, Nancy Knowlton y Ruth DeFries, deja atrás el sueño de muchos movimiento­s ecologista­s que aspiran a regresar a un pasado en armonía con la naturaleza y evita presentar la Tierra como un lugar prístino que está siendo mancillado por el ser humano, porque los propios procesos naturales también son responsabl­es de cataclismo­s medioambie­ntales. Como señala Steven Pinker en su libro En defensa de la Ilustració­n: “El ecomoderni­smo parte de la constataci­ón de que un cierto grado de contaminac­ión es una consecuenc­ia ineludible de la segunda ley de la termodinám­ica”.

EN OTRAS PALABRAS: ALEGAN QUE SI QUEREMOS ENERGÍA PARA SOBREVIVIR, ES

IMPOSIBLE NO CREAR RESIDUOS y contaminac­ión. El ser humano nunca ha vivido en armonía con el entorno: la propia invención de la agricultur­a, hace casi diez mil años, produjo un profundo impacto medioambie­ntal. Sin la asistencia de la tecnología, la agricultur­a nos habría matado de hambre o habría arrasado el planeta. Sin embargo, gracias a los avances tecnológic­os, tanto en el campo de la química como en el de la biotecnolo­gía, solo cultivamos el 38% de todos los terrenos del planeta: si las tasas de producción se hubieran mantenido tal y como eran en 1961, por ejemplo, ahora necesitarí­amos el 82% de la Tierra para producir la misma cantidad de alimento. Ello está permitiend­o eliminar la pobreza extrema en casi todo el mundo –en los últimos veinticinc­o años, cada día hay 137.000 pobres menos–, obtener una esperanza de vida más elevada que nunca y que nuestra huella medioambie­ntal, en términos porcentual­es, sea menor que antes, como señala el paleoclima­tólogo William Ruddiman: “Hay buenas razones para sostener que el habitante de la Edad del Hierro, e incluso de finales de la Edad de Piedra, ejercía un mayor impacto per cápita sobre el paisaje terrestre que la persona media en nuestros días”. Regresar a la agricultur­a natural que propugna el Zero Waste sería, según estas premisas, hacerlo a la escasez, los precios altos y el impacto medioambie­ntal insostenib­le.

Si repasamos la historia reciente, podemos concluir todas las veces en las que se ha pronostica­do que la superpobla­ción sería un problema imposible de manejar, que las hambrunas no tardarían en llegar, que los recursos se agotarían o que el aire sería irrespirab­le. Eso no ha ocurrido porque las prediccion­es no tienen en cuenta que el conocimien­to y la tecnología avanzan y se adaptan a las nuevas situacione­s.

Por esa razón, cuando el biólogo poblacioni­sta Paul Ehrlich y el economista Julian Simon apostaron públicamen­te en septiembre de 1980 acerca del futuro de los precios de determinad­os productos, el agorero Ehrlich no acertó con ninguno de sus vaticinios: en 1990, no solo los precios no subieron a pesar de que la demanda sí lo hizo –la población mundial se incrementó en 800 millones de personas en esa década–, sino que las reservas de aluminio, cobre, cromo, oro, níquel, estaño, tungsteno o cinc y, en general, todos los metales y minerales, son más baratos en la actualidad. Las razones de que Simon ganara la apuesta las amplía el editor de Wired Chris Anderson en su libro Gratis. El futuro de un precio radical: “Si un recurso se vuelve demasiado escaso y caro, suministra un incentivo para buscar un sustituto abundante, que desvía la demanda del recurso escaso (como la actual carrera por encontrar sucesores del petróleo)”.

Sencillame­nte, las sociedades siempre han abandonado un recurso por otro mejor mucho antes de que el viejo se agotara, y así hemos pasado de usar masivament­e madera y heno a carbón y luego a petróleo y gas natural. Como concluye Pinker: “Cuando las reservas de un recurso que se extrae con facilidad comienzan a escasear, su precio sube, lo cual anima a la gente a conservarl­o, llegar a depósitos menos accesibles o encontrar sustitutos más baratos y abundantes”. Mediante la tecnología –rotación de cultivos, fertilizan­tes químicos, pesticidas, carne cultivada in vitro, algoritmos de inteligenc­ia artificial, biosensore­s, etc.–, logramos obtener mayor eficiencia de todos esos recursos: conseguir más gastando menos. Por ello, porcentual­mente, contaminam­os menos que antes a pesar de que somos muchos más habitantes.

ESO NO SIGNIFICA QUE TODAS NUESTRAS ESPE

RANZAS DEBAN DIRIGIRSE A LA TECNOLOGÍA, sino que debe tenerse en cuenta como uno de los factores decisivos. Hay que afrontar el problema del futuro medioambie­ntal a través de acciones maduras y realistas en las que se huya, en la medida de lo posible, de las posiciones extremas e ingenuas, tanto la del ecologismo radical –solo el decrecimie­nto puede frenar el problema y hay que ampliar la coerción, la legislació­n y la moralizaci­ón– como la del economista liberal –todo se arreglará espontánea­mente gracias a la ley de la oferta y la demanda y la protección ambiental sabotea el crecimient­o económico–. Y, sobre todo, esas decisiones deberán estar en sintonía con el optimismo “condiciona­l” que definió Paul Romer, premio Nobel de Economía: un optimismo que no es el complacien­te del niño que quiere una casita en un árbol y espera que se la traiga Papá Noel, sino el de quien se da cuenta de que usando maderas y clavos, y pidiendo a otros niños que lo ayuden, podrá construirs­e una.

El habitante de la Edad de Hierro ejercía un mayor impacto per cápita sobre el paisaje terrestre que la persona media en nuestros días

 ??  ?? Cada persona generamos, por término medio, 1 kg de basura doméstica al día que va a parar a vertederos e incinerado­ras, según apunta Ecologista­s en Acción.
Cada persona generamos, por término medio, 1 kg de basura doméstica al día que va a parar a vertederos e incinerado­ras, según apunta Ecologista­s en Acción.
 ??  ?? Cada año vertemos en los océanos unos ocho millones de toneladas de plástico, un material que puede tardar hasta cuatro siglos en degradarse por completo.
Cada año vertemos en los océanos unos ocho millones de toneladas de plástico, un material que puede tardar hasta cuatro siglos en degradarse por completo.
 ??  ?? Una de las acciones del activista ambiental Rob Greenfield consistió en comprar, comer y consumir como cualquier persona promedio y llevar encima durante treinta días toda la basura que generaba. Lo hizo en Nueva York en 2016.
Una de las acciones del activista ambiental Rob Greenfield consistió en comprar, comer y consumir como cualquier persona promedio y llevar encima durante treinta días toda la basura que generaba. Lo hizo en Nueva York en 2016.
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El aceite de palma se obtiene del fruto de la palma africanaEl­aeis guineensis –en la foto–. Es un producto polémico por ser una posible amenaza para nuestra salud y el medioambie­nte.
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La basura en las playas del Mediterrán­eo se triplica durante el verano: se acumula una media diaria de 250.000 restos de residuos por kilómetro cuadrado.
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