TATUAJES: UNA EFICAZ ARMA ERÓTICA
Tatuajes, pírsines y escarificaciones han decorado el cuerpo humano desde hace milenios con todo tipo de motivaciones simbólicas: religiosas, jerárquicas, curativas, punitivas... Pero también se emplean como herramienta de atracción sexual, decorando las zonas genitales o sus aledañas a fin de que actúen como un acicate que aumente la excitación de la pareja.
Los humanos somos animales históricos: a diferencia de otras especies, nosotros conjugamos en pasado y en futuro. Ello supone que estamos inmersos en una biografía, en una historia, que es la que nos hace plantearnos cuestiones tan importantes como la pertenencia o la filiación, pero también la singularidad derivada de los particulares avatares, traumas, acontecimientos y ritos de paso que hemos atravesado hasta llegar a conformarnos como lo que somos en este preciso momento, a fundamentar nuestra personalidad y nuestra identidad.
Por tanto, los humanos, en cuanto sujetos históricos y biográficos, necesitamos anclarnos a esos acontecimientos vividos –un amor, una pérdida, un logro o una derrota– que nos pueden proporcionar el sentido de nuestras existencias. Necesitamos conmemoraciones que nos recuerden continuamente lo que somos, de dónde venimos y hasta dónde podemos aspirar a llegar.
UN REGISTRO VITAL Todos llevamos en nuestras biografías esos rastros de combate, esas huellas de batalla que nos han hecho lo que somos. A veces, esos acontecimientos los portamos de manera traumática y tan soterrada que ni siquiera nosotros mismos nos damos cuenta de que nos acompañan; pero otras veces nos llenan de orgullo y satisfacción, lo que nos empuja a desbordar lo privado y mostrarlos en público, en el colectivo al que nos sentimos pertenecientes.
Los humanos somos los únicos animales culturalmente estéticos. Un pavo real, por ejemplo, utiliza sus adornos naturales –su engalanada cola– para engatusar a la pava durante el cortejo nupcial, pero nosotros somos capa
ces de construirnos de manera cultural toda una serie de adornos y propiedades estéticas con las que, al exhibirlas frente a los demás, pretendemos señalar nuestra posición, nuestros logros, lo maravilloso que sería cohabitar sexualmente con nosotros… Lo increíble de nuestra artificial cola. Por eso nos vestimos de determinada manera y nos maquillamos y nos compramos relojes caros. En esa voluntad de mostrar a los demás lo que somos, y hacerlo de forma incuestionable, se inscriben las marcas en la piel –tatuajes, pírsines, escarificaciones (costras creadas mediante incisiones en la piel)…– que, como cicatrices voluntarias, nos venimos realizando desde tiempos inmemoriales para mostrarlas ante los ojos de los demás.
Nuestra cultura, al contrario de lo que sucede en otras, no ha sido propensa a alardear de las marcas de la vida. De las distintas tradiciones que nos han constituido hay muchas, como el cristianismo, en las que el cuerpo era concebido como un engorro, una fuente de conflicto y distracción frente a lo realmente importante, lo trascendente.
Exhibimos nuestros adornos para mostrar lo maravilloso que sería cohabitar sexualmente con nosotros
El cuerpo era la carne, una especie de tara o condena de origen que, todo lo más, nos tenía que servir como una herramienta para alcanzar los más elevados requerimientos del alma. Así, la contención del cuerpo, su ocultación –aunque también su mortificación y, por extensión, la actitud contenida de los sentimientos y pasiones del alma–, hizo que las señales vitales y sus expresiones corporales no fueran vistas con buenos ojos, salvo los estigmas de santidad o las marcas propias del martirio por la causa.
SIMBOLISMO, DOLOR Y PERMANENCIA
La virginidad del cuerpo y su condición de inmaculado y oculto han sido considerados tradicionalmente un valor del poseedor del cuerpo, especialmente en el caso de la mujer. Durante mucho tiempo, nuestra cola de pavo real, nuestro reclamo para activar las libidos y sumergirnos en los procesos de nuestra sexualidad fue precisamente la ausencia de esa cola, pues la manifestación de no tener ningún alarde en el terreno de
nuestra sexualidad era el mayor de los valores que se podían mostrar: lo no mancillado de mi cuerpo, lo no tocado.
En Europa, por ejemplo, cuando rompemos una taza la pegamos con el máximo cuidado para que no queden rastros de su fractura. Una taza que se sabe pegada es una taza devaluada y, por tanto, un bien que devalúa a su poseedor. En Japón, sin embargo, existe un auténtico arte de pegar lo roto de modo que quede bien visible la fractura. Es la técnica conocida como kintsugi (carpintería de oro), que hace visible la línea de rotura aplicándole oro a la resina que reunifica la pieza. Allí, en Japón, una taza pegada es una taza puesta en valor. Una pieza que exhibe orgullosa su historia. No es de extrañar, viendo ese sencillo ejemplo, que Japón sea el centro de referencia mundial del tatuaje.
El acontecimiento vital es, como decíamos, la génesis del tatuaje, y su plasmación en el cuerpo constituye un rito en sí mismo. Un rito que exige, en su más primaria concepción, tres elementos: simbolismo, dolor y permanencia. Lo primero, el simbolismo, trasciende el mero hecho de tatuarse. Es decir, exige determinar qué forma, grafía, texto o motivo reproduce imaginariamente lo que se desea expresar. El dolor y la consiguiente muestra de valor vienen determinados por el mecanismo de la realización del tatuaje en sí. Es una especie de acto sacrificial que el individuo realiza sobre él mismo para posicionarse frente a los otros. Por último, la permanencia refleja la fidelidad al motivo que nos lleva a tatuarnos: aquello que nos grabamos en la piel es indeleble, una especie de pacto grabado a fuego del que no podremos renegar.
UN POCO DE HISTORIA DEL TATUAJE
El origen de esta práctica –que no cubre una necesidad vital, como cazar para comer o cubrirse de pieles y encender fuego para protegerse del frío– lo desconocemos, pero no sería de extrañar que hubiese surgido de forma rudimentaria, como una necesidad estética, mágico-ritual o, en cualquier caso, derivada de una conciencia representativa allá por aquellos tiempos en los que empezamos a dibujar animales en las paredes de las cuevas.
Sabemos, por ejemplo, que en el Egipto del tercer milenio antes de Cristo ya existía un determinado número de personas, normalmente vinculadas a actividades religiosas, que tatuaban sus cuerpos. Asimismo tenemos conocimiento, a través de fuentes latinas escritas, de que el tatuaje cumplía funciones de expresión de la jerarquía en algunos pueblos, como los escitas y los tracios, y que también tenía la misión de servir como elemento intimidatorio frente a los enemigos en el campo de batalla.
Para los griegos, tatuarse era cosa de bárbaros, pero ello no les impidió aprender las técnicas de los persas, aunque fuese con el único fin de señalar a criminales y esclavos para que no pudieran abandonar nunca esa condición y fueran reconocidos fácilmente.
En Roma, herederos del concepto que tenían los helenos del grabado corporal, evitaban tatuarse y solo reservaban ese suplicio a los sacrílegos que debían recordar su falta –algo que ya recomendaba el ateniense Platón siglos antes–, y a los legionarios, que se tatuaban el célebre anagrama SPQR ( Senātus Populusque Rōmānus, el Senado y el pueblo romanos). En algunas ocasiones, los legionarios se tatuaban para mostrar el orgullo de pertenecer a este bélico colectivo, pero, la inmensa mayoría de las veces, eran obligados a ello para evitar que pudieran desertar. Los romanos también tomaron de los griegos el nombre del tatuaje: stigma. Y de un estigma se trataba, porque estar tatuado en Roma no representaba nada bueno.
LA MARCA DEL REBELDE
Hasta bien entrado el siglo XX, lucir un tatuaje se asociaba con la pertenencia a un grupo marginal cuyo contacto convenía evitar. Preso, legionario, marinero o prostituta eran las cuatro categorías de personas que llevaban dibujos en la piel. El preso –como heren
cia, junto al legionario, de la utilización que del tatuaje hacían los griegos y romanos– alardeaba con él de su condición de elemento marginal y peligroso enfrentado con los sistemas de control y sanción sociales, así como de su pertenencia a determinado grupo o banda criminal.
Valgan de ejemplo los tatuajes de las maras, tan expresivos y visibles –aunque también indescifrables para el no iniciado–. O los de la yakuza japonesa, que suelen cumplir requisitos concretos, como que la extensión debe abarcar casi toda la piel del sujeto, salvo las partes visibles y el esternón –que queda expuesto al vestir kimono–, y estar realizados mediante los requerimientos del horimono –arte del tatuaje propio y tradicional de Japón– en cuanto a motivos y técnicas. Otro buen ejemplo lo ofrecen las mafias del este, algunos de cuyos miembros llevan un auténtica biografía en la piel.
Hasta bien entrado el siglo XX, los tatuajes eran propios de presos, prostitutas o marineros
Esos tatuajes cumplen funciones de pertenencia, entrega y compromiso, al igual que los que lucen los soldados. Los cuerpos militares que con mayor frecuencia han hecho uso de la marca identificativa que supone el tatuaje han sido determinados grupos de élite, la Marina y los cuerpos militares que siguen llamándose legiones –en España son también frecuentes, además de en la Legión Española, en los grupos de Regulares–. Los tatuajes de los soldados no son siempre simples distintivos del cuerpo o regimiento, sino que muestran filias de todo orden: religiosas, amatorias, familiares...
Los marineros, por su parte, incorporaron el tatuaje como muestra expresiva con posterioridad, a partir del siglo XVIII, cuando los marinos de ultramar, concretamente los que se desplazaron con el capitán Cook, descubrieron el tatuaje polinesio y quedaron fascinados por él. A esos marineros se debe la globalización actual de los tatuajes y, posiblemente, también la desvinculación del tatuaje respecto a su acepción original, que reflejaba el enraizamiento con determinada tradición y cultura para convertir el tatuaje en un elemento puramente estético –podemos ver, por ejemplo, a personas de cualquier ciudad española con un tatuaje polinesio o japonés–.
Las prostitutas recibieron el tatuaje de los marineros en el siglo XVIII y, al utilizarlo ellas, reflejaban que cohabitaban con hombres de mar, de manera que se convirtió en un reclamo publicitario de la profesión que ejercían. Además, permitía camuflar deterioros, cicatrices y heridas en la piel, como las producidas por la temible sífilis.
LAS CAUSAS MÚLTIPLES Y POLIÉDRICAS DE SU POPULARIZACIÓN
Resulta curioso que, con esos antecedentes que lo asociaban a la marginalidad y la exclusión, el tatuaje se haya popularizado hasta los extremos que lo ha hecho hoy en día. Actualmente, en la mayoría de los casos, se trata de un mero adorno estético que refleja, todo lo más, la pertenencia a una cultura que populariza el tatuaje como forma de expresión, si bien conservando algunas de sus propiedades traumáticas de rito iniciático –tatuarse sigue produciendo dolor– y su condición, que muchas personas parecen no tener en cuenta, de perdurable –salvo costosas y no siempre eficaces sesiones de láser–.
Las causas de este insospechado proceso de auge, normalización y popularización son múltiples y poliédricas. Podemos hablar de un desarraigo general en el que las ansias globalizadoras nos han despojado de un sentido tradicional, trascendente y unívoco sobre el que articular nuestros modos de dar sentido a nuestra existencia. O de la voluntad de desmarcarse de las generaciones anteriores –que no se tatuaron– aprovechando el aroma de marginalidad y rebeldía del tatuaje. Incluso de la necesidad creciente de particularización del
individuo –una especie de marca propia de empresa–, derivada de una concepción del mundo que se articula en torno al individualismo y la necesidad de sobresalir y destacarse frente a lo colectivo.
También ha contribuido a la popularización del tatuaje el que, pese a su trasfondo siempre marginal, existiera siempre una élite aristocrática que se quiso diferenciar con su uso –al parecer, personajes como el zar Nicolás II, Olaf V de Noruega, don Juan de Borbón o el mismísimo John F. Kennedy lucían tatuajes en mayor o menor medida–. La exhibición que de ellos iniciaron personajes muy populares en nuestra cultura global, como David Beckham, proporcionó un impulso definitivo a su completa aceptación. Por otro lado, movimientos contraculturales verdaderamente comprometidos con la alternativa, como el punk, fueron en cierta medida incluidos en el marco cultural general mediante la asimilación de sus enseñas características –entre ellas los tatuajes, los pírsines y las escarificaciones–. UN REFUERZO DEL EROTISMO Si bien los tatuajes se suelen realizar en partes de nuestra anatomía no especialmente visibles o aquellas en las que la ropa pueda ocultarlos –brazos (especialmente en su zona alta), espalda y piernas son las zonas más comunes–, se incrementan las intervenciones realizadas en zonas eminentemente genitales o aledañas, como el pubis y la zona lumbar cercana a los glúteos. Aunque el tatuaje no ha sido nunca un reclamo exclusivamente genital, este tipo de trabajos artísticos suelen llevarse a cabo con la intención de que sean
vistos exclusivamente en la intimidad de una interacción sexual y actúen como un acicate que aumente la excitación de la pareja. En este ámbito, parece que los pírsines le van ganando la partida a los tatuajes. Su posible, aunque discutible, función estimuladora –además de la puesta en valor del elemento decorado– podría ser la causa principal.
Así, se realizan perforaciones para insertar alguna pieza en los pezones, en el monte de Venus y justo por encima de los labios mayores –esto se conoce tradicionalmente como pirsin Christina–, en los labios mayores o menores, entre la vagina y el perineo –pirsin Fourchette– y en otras zonas mucho más comprometidas, como por debajo del capuchón del clítoris hasta el pubis –pirsin Nefertiti– o incluso en un punto tan sensible como el propio capuchón del clítoris.
Y es que los pírsines, en muchas más oca
Personalidades como el zar Nicolás II, John F. Kennedy o don Juan de Borbón lucían tatuajes
siones de las que creemos, han tenido una justificación funcional, como cuando los soldados de las legiones romanas se sujetaban la capa al pecho con ellos o cuando las damas de la época victoriana los empleaban para realzar el tamaño de sus pezones. Huelga decir que los pírsines genitales, en general, representan un alto riesgo sanitario; que algunos tardan mucho en cicatrizar, y que ofrecen posibilidades de desgarro, por lo que, en caso de realizarse, se deberían tomar las máximas precauciones. Para este tipo de intervenciones hay que ponerse exclusivamente en manos de profesionales de probada experiencia. NO VALE ARREPENTIRSE Iniciábamos este artículo recordando nuestra condición de sujetos históricos que conmemoran en su propia piel los acontecimientos que, en esa historia, les han ido aportando sentido. Pero sucede también que es nuestra condición el estar abiertos al mundo reformulándonos de manera continua lo que, en determinado momento, nos dio sentido. Lo que hoy nos puede parecer sustancial mañana nos puede parecer una simpleza. Lo que hoy nos parece un logro puede convertirse en un error de cálculo. Lo que hoy me sujeta puede devenir una atadura.
A la hora de marcarnos la piel, convendría que no olvidáramos nunca esa condición de apertura y de reconstrucción de uno mismo, pues si es importante el saber, el grabarse, el reafirmarse de por vida en un “¿quién soy?”, no menos perentoria y dinámica es otra pregunta: “¿cómo puedo llegar a ser lo que no soy?”. Y es que la condición humana no es sencilla, pero sobre todo no es inamovible. Si albergamos alguna duda acerca de esto y nos tatuamos, conforme se desarrolle nuestra vida siempre tendremos esa señal física que nos lo recuerde. Aunque quizá esa sea la verdadera gran utilidad de marcarnos un día, y de por vida, la piel.