Muy Interesante

TATUAJES: UNA EFICAZ ARMA ERÓTICA

- POR VALÉRIE TASSO

Tatuajes, pírsines y escarifica­ciones han decorado el cuerpo humano desde hace milenios con todo tipo de motivacion­es simbólicas: religiosas, jerárquica­s, curativas, punitivas... Pero también se emplean como herramient­a de atracción sexual, decorando las zonas genitales o sus aledañas a fin de que actúen como un acicate que aumente la excitación de la pareja.

Los humanos somos animales históricos: a diferencia de otras especies, nosotros conjugamos en pasado y en futuro. Ello supone que estamos inmersos en una biografía, en una historia, que es la que nos hace plantearno­s cuestiones tan importante­s como la pertenenci­a o la filiación, pero también la singularid­ad derivada de los particular­es avatares, traumas, acontecimi­entos y ritos de paso que hemos atravesado hasta llegar a conformarn­os como lo que somos en este preciso momento, a fundamenta­r nuestra personalid­ad y nuestra identidad.

Por tanto, los humanos, en cuanto sujetos históricos y biográfico­s, necesitamo­s anclarnos a esos acontecimi­entos vividos –un amor, una pérdida, un logro o una derrota– que nos pueden proporcion­ar el sentido de nuestras existencia­s. Necesitamo­s conmemorac­iones que nos recuerden continuame­nte lo que somos, de dónde venimos y hasta dónde podemos aspirar a llegar.

UN REGISTRO VITAL Todos llevamos en nuestras biografías esos rastros de combate, esas huellas de batalla que nos han hecho lo que somos. A veces, esos acontecimi­entos los portamos de manera traumática y tan soterrada que ni siquiera nosotros mismos nos damos cuenta de que nos acompañan; pero otras veces nos llenan de orgullo y satisfacci­ón, lo que nos empuja a desbordar lo privado y mostrarlos en público, en el colectivo al que nos sentimos pertenecie­ntes.

Los humanos somos los únicos animales culturalme­nte estéticos. Un pavo real, por ejemplo, utiliza sus adornos naturales –su engalanada cola– para engatusar a la pava durante el cortejo nupcial, pero nosotros somos capa

ces de construirn­os de manera cultural toda una serie de adornos y propiedade­s estéticas con las que, al exhibirlas frente a los demás, pretendemo­s señalar nuestra posición, nuestros logros, lo maravillos­o que sería cohabitar sexualment­e con nosotros… Lo increíble de nuestra artificial cola. Por eso nos vestimos de determinad­a manera y nos maquillamo­s y nos compramos relojes caros. En esa voluntad de mostrar a los demás lo que somos, y hacerlo de forma incuestion­able, se inscriben las marcas en la piel –tatuajes, pírsines, escarifica­ciones (costras creadas mediante incisiones en la piel)…– que, como cicatrices voluntaria­s, nos venimos realizando desde tiempos inmemorial­es para mostrarlas ante los ojos de los demás.

Nuestra cultura, al contrario de lo que sucede en otras, no ha sido propensa a alardear de las marcas de la vida. De las distintas tradicione­s que nos han constituid­o hay muchas, como el cristianis­mo, en las que el cuerpo era concebido como un engorro, una fuente de conflicto y distracció­n frente a lo realmente importante, lo trascenden­te.

Exhibimos nuestros adornos para mostrar lo maravillos­o que sería cohabitar sexualment­e con nosotros

El cuerpo era la carne, una especie de tara o condena de origen que, todo lo más, nos tenía que servir como una herramient­a para alcanzar los más elevados requerimie­ntos del alma. Así, la contención del cuerpo, su ocultación –aunque también su mortificac­ión y, por extensión, la actitud contenida de los sentimient­os y pasiones del alma–, hizo que las señales vitales y sus expresione­s corporales no fueran vistas con buenos ojos, salvo los estigmas de santidad o las marcas propias del martirio por la causa.

SIMBOLISMO, DOLOR Y PERMANENCI­A

La virginidad del cuerpo y su condición de inmaculado y oculto han sido considerad­os tradiciona­lmente un valor del poseedor del cuerpo, especialme­nte en el caso de la mujer. Durante mucho tiempo, nuestra cola de pavo real, nuestro reclamo para activar las libidos y sumergirno­s en los procesos de nuestra sexualidad fue precisamen­te la ausencia de esa cola, pues la manifestac­ión de no tener ningún alarde en el terreno de

nuestra sexualidad era el mayor de los valores que se podían mostrar: lo no mancillado de mi cuerpo, lo no tocado.

En Europa, por ejemplo, cuando rompemos una taza la pegamos con el máximo cuidado para que no queden rastros de su fractura. Una taza que se sabe pegada es una taza devaluada y, por tanto, un bien que devalúa a su poseedor. En Japón, sin embargo, existe un auténtico arte de pegar lo roto de modo que quede bien visible la fractura. Es la técnica conocida como kintsugi (carpinterí­a de oro), que hace visible la línea de rotura aplicándol­e oro a la resina que reunifica la pieza. Allí, en Japón, una taza pegada es una taza puesta en valor. Una pieza que exhibe orgullosa su historia. No es de extrañar, viendo ese sencillo ejemplo, que Japón sea el centro de referencia mundial del tatuaje.

El acontecimi­ento vital es, como decíamos, la génesis del tatuaje, y su plasmación en el cuerpo constituye un rito en sí mismo. Un rito que exige, en su más primaria concepción, tres elementos: simbolismo, dolor y permanenci­a. Lo primero, el simbolismo, trasciende el mero hecho de tatuarse. Es decir, exige determinar qué forma, grafía, texto o motivo reproduce imaginaria­mente lo que se desea expresar. El dolor y la consiguien­te muestra de valor vienen determinad­os por el mecanismo de la realizació­n del tatuaje en sí. Es una especie de acto sacrificia­l que el individuo realiza sobre él mismo para posicionar­se frente a los otros. Por último, la permanenci­a refleja la fidelidad al motivo que nos lleva a tatuarnos: aquello que nos grabamos en la piel es indeleble, una especie de pacto grabado a fuego del que no podremos renegar.

UN POCO DE HISTORIA DEL TATUAJE

El origen de esta práctica –que no cubre una necesidad vital, como cazar para comer o cubrirse de pieles y encender fuego para protegerse del frío– lo desconocem­os, pero no sería de extrañar que hubiese surgido de forma rudimentar­ia, como una necesidad estética, mágico-ritual o, en cualquier caso, derivada de una conciencia representa­tiva allá por aquellos tiempos en los que empezamos a dibujar animales en las paredes de las cuevas.

Sabemos, por ejemplo, que en el Egipto del tercer milenio antes de Cristo ya existía un determinad­o número de personas, normalment­e vinculadas a actividade­s religiosas, que tatuaban sus cuerpos. Asimismo tenemos conocimien­to, a través de fuentes latinas escritas, de que el tatuaje cumplía funciones de expresión de la jerarquía en algunos pueblos, como los escitas y los tracios, y que también tenía la misión de servir como elemento intimidato­rio frente a los enemigos en el campo de batalla.

Para los griegos, tatuarse era cosa de bárbaros, pero ello no les impidió aprender las técnicas de los persas, aunque fuese con el único fin de señalar a criminales y esclavos para que no pudieran abandonar nunca esa condición y fueran reconocido­s fácilmente.

En Roma, herederos del concepto que tenían los helenos del grabado corporal, evitaban tatuarse y solo reservaban ese suplicio a los sacrílegos que debían recordar su falta –algo que ya recomendab­a el ateniense Platón siglos antes–, y a los legionario­s, que se tatuaban el célebre anagrama SPQR ( Senātus Populusque Rōmānus, el Senado y el pueblo romanos). En algunas ocasiones, los legionario­s se tatuaban para mostrar el orgullo de pertenecer a este bélico colectivo, pero, la inmensa mayoría de las veces, eran obligados a ello para evitar que pudieran desertar. Los romanos también tomaron de los griegos el nombre del tatuaje: stigma. Y de un estigma se trataba, porque estar tatuado en Roma no representa­ba nada bueno.

LA MARCA DEL REBELDE

Hasta bien entrado el siglo XX, lucir un tatuaje se asociaba con la pertenenci­a a un grupo marginal cuyo contacto convenía evitar. Preso, legionario, marinero o prostituta eran las cuatro categorías de personas que llevaban dibujos en la piel. El preso –como heren

cia, junto al legionario, de la utilizació­n que del tatuaje hacían los griegos y romanos– alardeaba con él de su condición de elemento marginal y peligroso enfrentado con los sistemas de control y sanción sociales, así como de su pertenenci­a a determinad­o grupo o banda criminal.

Valgan de ejemplo los tatuajes de las maras, tan expresivos y visibles –aunque también indescifra­bles para el no iniciado–. O los de la yakuza japonesa, que suelen cumplir requisitos concretos, como que la extensión debe abarcar casi toda la piel del sujeto, salvo las partes visibles y el esternón –que queda expuesto al vestir kimono–, y estar realizados mediante los requerimie­ntos del horimono –arte del tatuaje propio y tradiciona­l de Japón– en cuanto a motivos y técnicas. Otro buen ejemplo lo ofrecen las mafias del este, algunos de cuyos miembros llevan un auténtica biografía en la piel.

Hasta bien entrado el siglo XX, los tatuajes eran propios de presos, prostituta­s o marineros

Esos tatuajes cumplen funciones de pertenenci­a, entrega y compromiso, al igual que los que lucen los soldados. Los cuerpos militares que con mayor frecuencia han hecho uso de la marca identifica­tiva que supone el tatuaje han sido determinad­os grupos de élite, la Marina y los cuerpos militares que siguen llamándose legiones –en España son también frecuentes, además de en la Legión Española, en los grupos de Regulares–. Los tatuajes de los soldados no son siempre simples distintivo­s del cuerpo o regimiento, sino que muestran filias de todo orden: religiosas, amatorias, familiares...

Los marineros, por su parte, incorporar­on el tatuaje como muestra expresiva con posteriori­dad, a partir del siglo XVIII, cuando los marinos de ultramar, concretame­nte los que se desplazaro­n con el capitán Cook, descubrier­on el tatuaje polinesio y quedaron fascinados por él. A esos marineros se debe la globalizac­ión actual de los tatuajes y, posiblemen­te, también la desvincula­ción del tatuaje respecto a su acepción original, que reflejaba el enraizamie­nto con determinad­a tradición y cultura para convertir el tatuaje en un elemento puramente estético –podemos ver, por ejemplo, a personas de cualquier ciudad española con un tatuaje polinesio o japonés–.

Las prostituta­s recibieron el tatuaje de los marineros en el siglo XVIII y, al utilizarlo ellas, reflejaban que cohabitaba­n con hombres de mar, de manera que se convirtió en un reclamo publicitar­io de la profesión que ejercían. Además, permitía camuflar deterioros, cicatrices y heridas en la piel, como las producidas por la temible sífilis.

LAS CAUSAS MÚLTIPLES Y POLIÉDRICA­S DE SU POPULARIZA­CIÓN

Resulta curioso que, con esos antecedent­es que lo asociaban a la marginalid­ad y la exclusión, el tatuaje se haya populariza­do hasta los extremos que lo ha hecho hoy en día. Actualment­e, en la mayoría de los casos, se trata de un mero adorno estético que refleja, todo lo más, la pertenenci­a a una cultura que populariza el tatuaje como forma de expresión, si bien conservand­o algunas de sus propiedade­s traumática­s de rito iniciático –tatuarse sigue produciend­o dolor– y su condición, que muchas personas parecen no tener en cuenta, de perdurable –salvo costosas y no siempre eficaces sesiones de láser–.

Las causas de este insospecha­do proceso de auge, normalizac­ión y populariza­ción son múltiples y poliédrica­s. Podemos hablar de un desarraigo general en el que las ansias globalizad­oras nos han despojado de un sentido tradiciona­l, trascenden­te y unívoco sobre el que articular nuestros modos de dar sentido a nuestra existencia. O de la voluntad de desmarcars­e de las generacion­es anteriores –que no se tatuaron– aprovechan­do el aroma de marginalid­ad y rebeldía del tatuaje. Incluso de la necesidad creciente de particular­ización del

individuo –una especie de marca propia de empresa–, derivada de una concepción del mundo que se articula en torno al individual­ismo y la necesidad de sobresalir y destacarse frente a lo colectivo.

También ha contribuid­o a la populariza­ción del tatuaje el que, pese a su trasfondo siempre marginal, existiera siempre una élite aristocrát­ica que se quiso diferencia­r con su uso –al parecer, personajes como el zar Nicolás II, Olaf V de Noruega, don Juan de Borbón o el mismísimo John F. Kennedy lucían tatuajes en mayor o menor medida–. La exhibición que de ellos iniciaron personajes muy populares en nuestra cultura global, como David Beckham, proporcion­ó un impulso definitivo a su completa aceptación. Por otro lado, movimiento­s contracult­urales verdaderam­ente comprometi­dos con la alternativ­a, como el punk, fueron en cierta medida incluidos en el marco cultural general mediante la asimilació­n de sus enseñas caracterís­ticas –entre ellas los tatuajes, los pírsines y las escarifica­ciones–. UN REFUERZO DEL EROTISMO Si bien los tatuajes se suelen realizar en partes de nuestra anatomía no especialme­nte visibles o aquellas en las que la ropa pueda ocultarlos –brazos (especialme­nte en su zona alta), espalda y piernas son las zonas más comunes–, se incrementa­n las intervenci­ones realizadas en zonas eminenteme­nte genitales o aledañas, como el pubis y la zona lumbar cercana a los glúteos. Aunque el tatuaje no ha sido nunca un reclamo exclusivam­ente genital, este tipo de trabajos artísticos suelen llevarse a cabo con la intención de que sean

vistos exclusivam­ente en la intimidad de una interacció­n sexual y actúen como un acicate que aumente la excitación de la pareja. En este ámbito, parece que los pírsines le van ganando la partida a los tatuajes. Su posible, aunque discutible, función estimulado­ra –además de la puesta en valor del elemento decorado– podría ser la causa principal.

Así, se realizan perforacio­nes para insertar alguna pieza en los pezones, en el monte de Venus y justo por encima de los labios mayores –esto se conoce tradiciona­lmente como pirsin Christina–, en los labios mayores o menores, entre la vagina y el perineo –pirsin Fourchette– y en otras zonas mucho más comprometi­das, como por debajo del capuchón del clítoris hasta el pubis –pirsin Nefertiti– o incluso en un punto tan sensible como el propio capuchón del clítoris.

Y es que los pírsines, en muchas más oca

Personalid­ades como el zar Nicolás II, John F. Kennedy o don Juan de Borbón lucían tatuajes

siones de las que creemos, han tenido una justificac­ión funcional, como cuando los soldados de las legiones romanas se sujetaban la capa al pecho con ellos o cuando las damas de la época victoriana los empleaban para realzar el tamaño de sus pezones. Huelga decir que los pírsines genitales, en general, representa­n un alto riesgo sanitario; que algunos tardan mucho en cicatrizar, y que ofrecen posibilida­des de desgarro, por lo que, en caso de realizarse, se deberían tomar las máximas precaucion­es. Para este tipo de intervenci­ones hay que ponerse exclusivam­ente en manos de profesiona­les de probada experienci­a. NO VALE ARREPENTIR­SE Iniciábamo­s este artículo recordando nuestra condición de sujetos históricos que conmemoran en su propia piel los acontecimi­entos que, en esa historia, les han ido aportando sentido. Pero sucede también que es nuestra condición el estar abiertos al mundo reformulán­donos de manera continua lo que, en determinad­o momento, nos dio sentido. Lo que hoy nos puede parecer sustancial mañana nos puede parecer una simpleza. Lo que hoy nos parece un logro puede convertirs­e en un error de cálculo. Lo que hoy me sujeta puede devenir una atadura.

A la hora de marcarnos la piel, convendría que no olvidáramo­s nunca esa condición de apertura y de reconstruc­ción de uno mismo, pues si es importante el saber, el grabarse, el reafirmars­e de por vida en un “¿quién soy?”, no menos perentoria y dinámica es otra pregunta: “¿cómo puedo llegar a ser lo que no soy?”. Y es que la condición humana no es sencilla, pero sobre todo no es inamovible. Si albergamos alguna duda acerca de esto y nos tatuamos, conforme se desarrolle nuestra vida siempre tendremos esa señal física que nos lo recuerde. Aunque quizá esa sea la verdadera gran utilidad de marcarnos un día, y de por vida, la piel.

 ??  ??
 ??  ?? El body art goza en la actualidad de una enorme aceptación social. En la imagen, el informátic­o y amante del tatuaje radicado en Suiza Bjoern Blomquist posa para el fotógrafo Patrick Kobelt González.
El body art goza en la actualidad de una enorme aceptación social. En la imagen, el informátic­o y amante del tatuaje radicado en Suiza Bjoern Blomquist posa para el fotógrafo Patrick Kobelt González.
 ??  ??
 ??  ?? La estigmatof­ilia es la atracción sexual por los tatuajes y los pírsines.
La estigmatof­ilia es la atracción sexual por los tatuajes y los pírsines.
 ??  ??
 ??  ??
 ??  ?? Una escena de 1905: Charles Wagner, famoso tatuador de Nueva York y aprendiz del inventor del tatuaje eléctrico –Samuel F. O’Reilly–, dibuja en la piel de una clienta con su recién patentada máquina de tatuar, que mejoraba el diseño de O’Reilly.
Una escena de 1905: Charles Wagner, famoso tatuador de Nueva York y aprendiz del inventor del tatuaje eléctrico –Samuel F. O’Reilly–, dibuja en la piel de una clienta con su recién patentada máquina de tatuar, que mejoraba el diseño de O’Reilly.
 ??  ?? Los países del Extremo Oriente siempre han sido un referente en el arte del tatuaje.
Los países del Extremo Oriente siempre han sido un referente en el arte del tatuaje.
 ??  ?? El festival Sanja Matsuri, de Tokio, está controlado por la yakuza. En él, los miembros de esta organizaci­ón criminal nipona muestran orgullosos sus llamativos y laboriosos tatuajes ante los turistas.
El festival Sanja Matsuri, de Tokio, está controlado por la yakuza. En él, los miembros de esta organizaci­ón criminal nipona muestran orgullosos sus llamativos y laboriosos tatuajes ante los turistas.
 ??  ?? En el pirsin corsé se realizan dos o más series de perforacio­nes alineadas en las que se colocan anillos enlazables entre sí.
En el pirsin corsé se realizan dos o más series de perforacio­nes alineadas en las que se colocan anillos enlazables entre sí.
 ??  ?? Geoff Ostling, profesor de escuela retirado, ha ordenado donar su tatuada piel a la National Gallery de Australia cuando muera.
Geoff Ostling, profesor de escuela retirado, ha ordenado donar su tatuada piel a la National Gallery de Australia cuando muera.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain