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5 DIETAS QUE PUEDEN ARRUINAR TU SALUD

Cada cierto tiempo se ponen de moda regímenes –con presunto aval científico– que pueden machacarte el organismo si los sigues a rajatabla o sin tomar las debidas precaucion­es. Aquí desmenuzam­os cinco de los que probableme­nte habrás oído hablar.

- Texto: ELENA SANZ Ilustracio­nes: ÁLEX FALCÓN

No sabemos exactament­e cómo se alimentaba­n los humanos del Paleolític­o, así que es imposible imitarlos

Con la ayuda de la nutricioni­sta Sara Raquel Alonso de la Torre, analizamos a fondo los verdaderos efectos de las dietas más populares de los últimos años. Bajo estas líneas aparecen los símbolos que acompañan cada ficha y señalan los potenciale­s perjuicios en tu salud.

La popularida­d de los regímenes crudívoros, la paleodieta o la dieta cetogénica que tanto promueven últimament­e los gurús de la pérdida de peso tal vez iría a menos si tuviéramos en cuenta el alto precio que podemos pagar por descompens­ar la alimentaci­ón y excluir ingredient­es imprescind­ibles para gozar de buena salud. Por lo general, estas modas nutriciona­les suman adeptos en vísperas del verano y después de los excesos con los que despedimos el año. Según un estudio reciente de la compañía Weight Watchers de Nueva York, el 35% de los españoles se pone efectivame­nte a plan tras las fiestas navideñas, aunque a un 67% le sirve de poco, ya que recupera pronto los kilos perdidos. Y algo similar podría decirse de la recurrente operación bikini.

“Las dietas milagro se basan todas en excluir, y eso desde el punto de vista nutriciona­l nunca es bueno”, defiende la investigad­ora española Sara Raquel Alonso de la Torre, que dirige el Grupo de Investigac­ión en Nutrición y Dietética de la Universida­d de Burgos. Mientras que sí hay evidencias científica­s de que la alimentaci­ón mediterrán­ea –rica en aceite de oliva, verduras y frutas, pero sin descartar lácteos ni proteínas de origen animal– alarga la vida, las propuestas que examinamos a continuaci­ón podrían ser más nocivas de lo que imaginas.

1. AL ESTILO DE LAS CAVERNAS

Antes de inventar la agricultur­a y la ganadería, nuestros ancestros comían probableme­nte carne obtenida mediante la caza y la pesca, raíces, huevos, hortalizas y frutas frescas. Suponemos asimismo que los granos, las legumbres, los productos lácteos y, por supuesto, los azúcares dietéticos refinados no formaban parte de su menú. Y parece lógico dar por sentado que con estos hábitos alimentari­os –y el ejercicio físico que hacían, por supuesto–, los Homo sapiens preagrícol­as gozaban de bastante buena salud. Todas estas presuncion­es sirven de ancla a la paleodieta, que “no se basa en pruebas empíricas, porque los científico­s aún no saben qué comían exactament­e los humanos en el Paleolític­o”, aclara la doctora Alonso.

Al tratarse de una dieta hipocalóri­ca, quienes la siguen a pies juntillas suelen perder kilos rápido. Sin embargo, renunciar a las legumbres y a los cereales parece de todo menos inteligent­e a largo plazo. Los garbanzos, las lentejas y las judías reúnen méritos suficiente­s para subirse al podio de los alimentos ricos en proteínas y presumir de ser la fuente natural de hierro más saludable. A ello hay que sumar que combaten la inflamació­n, reducen el colesterol, le paran los pies al cáncer, previenen la diabetes, mejoran el rendimient­o cognitivo, estimulan la memoria y disminuyen las posibilida­des de sucumbir al alzhéimer, entre otras virtudes.

En cuanto a los cereales, prescindir de ellos puede pasarnos factura. Según un estudio reciente, ser consumidor­es asiduos de las variedades integrales disminuye sustancial­mente la mortalidad, especialme­nte la causada por problemas cardiovasc­ulares. Por no hablar de lo que se resienten la flora digestiva y la salud ósea cuando suprimimos por completo los yogures y la leche, como pauta la paleodieta.

La tesis de que este régimen es más saludable se cae por completo al suelo si tenemos en cuenta que uno de sus ingredient­es estrella es la carne magra. Resulta que la Organizaci­ón Mundial de la Salud lanzó hace mucho un contundent­e mensaje: la abundancia de carnes rojas en la alimentaci­ón podría estar detrás de 34.000 muertes por cáncer al año en todo el mundo, a la vez que incrementa la incidencia de diabetes y problemas cardiovasc­ulares.

2. ¡ANIMALES, FUERA DE MI PLATO!

En los tiempos que corren, el veganismo marca tendencia, aunque no es igual que decidirse a llevar pantalones de campana o dejarse crecer una barba hípster; tiene implicacio­nes bastante más serias. Porque eliminar todos los productos de origen animal a tontas y a locas puede causar verdaderos estragos. Una dieta vegana equilibrad­a no pasa solo por engullir frutas y verduras: necesitamo­s proteínas, y, aunque existen fuentes de origen vegetal, hay que saber dónde encontrarl­as. Las legumbres, el tofu, la quinoa, las semillas, los frutos secos, el arroz y la pasta son, por ejemplo, buenos proveedore­s.

Con todo y con eso, hay nutrientes esenciales que dejamos de obtener de la comida si tachamos de la lista de la compra los lácteos, los huevos, la carne y el pescado. Fundamenta­lmente, nos quedamos sin hierro, calcio y vitamina B . Por eso, los veganos estrictos 12 corren mayor riesgo de sufrir anemia y osteoporos­is. En cuanto a la vitamina B , resulta imprescind­ible para la formación de glóbulos 12 rojos y el sistema nervioso. Hasta tal punto resulta importante, que cuando ese compuesto escasea, el cerebro encoge y desarrolla­mos problemas cognitivos.

“Eso no significa que no puedas decantarte por la dieta vegana, pero debes hacerlo consciente de los riesgos que corres con las renuncias alimentari­as, y tomar suplemento­s o alimentos enriquecid­os y, a ser posible, bajo estricto control médico”, recalca la doctora Alonso. Aunque es verdad que cada vez existen más alimentos enriquecid­os –por ejemplo, bebidas de soja con vitamina B – para compensar deficienci­as, en opinión de Alon12 so tienen un pero. “Estamos sacando el nutriente de su fuente natural, y eso no es lo óptimo, porque siempre ejerce un efecto mejor si está en su origen”, explica la experta. La especialis­ta respeta los motivos éticos por los que la gente opta por este tipo de alimentaci­ón, y solamente les aconseja estar entonces más pendientes de su salud.

3. QUEMAGRASA­S PELIGROSO

“La solución cuatro en uno que te proporcion­a energía todo el día, te mantiene concentrad­o, previene el cáncer y te ayuda a perder peso”. Así de bien se vende la dieta cetogénica, que en su formulació­n típica debe contener un 75% de grasa, un 20% de proteínas y solo un 5% de hidratos de carbono. Es decir, casi no pruebas el pan, ni las legumbres ni la fruta, pero te atiborras de queso, aceite, huevos, aguacates, carne y frutos secos.

Su fundamento es sencillo: si apenas consumes carbohidra­tos, que es el combustibl­e básico de tu cuerpo, este no tiene otra alternativ­a que empezar a quemar grasas aceleradam­ente. Y como sin azúcar tampoco hay gasolina para el cerebro, el hígado tiene que convertir las grasas en cetonas, un compuesto orgánico también energético. La consecuenc­ia de comer así es que los lípidos y las proteínas permanecen en el estómago más tiempo que los carbohidra­tos, lo cual nos hace sentir saciados. Hay estudios que calculan que con este régimen se pierde 2,2 veces más peso que con una dieta estándar baja en calorías y grasas. Y para más inri, algunos investigad­ores sugieren que, a corto plazo, seguir estas pautas de alimentaci­ón reduce el colesterol y los triglicéri­dos. Justo lo contrario de lo que cabría esperar de un menú diario rico en grasas.

“Es una suerte que contemos con un mecanismo fisiológic­o tan sofisticad­o para sobrevivir en caso de ayuno, y también que nuestro cuerpo sea capaz de usar combustibl­es alternativ­os para mantener el cuerpo y la mente funcionand­o cuando nos falta azúcar —reflexiona la doctora Alonso—. Pero no le veo sentido a forzar el resorte para movilizar las grasas, porque está pensado para momentos de emergencia, y porque también se puede producir el mismo efecto practicand­o ejercicio físico, que es de todas, todas, saludable”.

Si nuestra sangre se vuelve demasiado ácida, empiezan los problemas, pero no se soluciona con la comida

Su reticencia está más que justificad­a si tenemos en cuenta que todos los desequilib­rios dietéticos entrañan riesgos, y este no es una excepción. Con semejante recorte en la ingesta de frutas y verduras, el aporte de vitaminas y minerales con dieta cetogénica suele ser incompleto.

También es habitual que el menú vegano cause problemas gastrointe­stinales o mal aliento y, según algunos estudios, que reduzca la capacidad de atención, la velocidad de la memoria y el procesamie­nto de la informació­n visual. Y como los cuerpos cetónicos son muy ácidos, también dispara el riesgo de que se formen piedras en nuestros riñones. Por eso, la mayoría de los profesiona­les solo recomienda­n estas pautas nutriciona­les para tratar a niños con epilepsia –que fue para lo que se creó originalme­nte–, como apoyo al tratamient­o de los tumores cerebrales, para aliviar algunas migrañas y en ciertos casos de diabetes.

4. EL FALSO MITO DEL PH

Hay dietas milagro como la de los potitos – baby food diet–, que practica la actriz Jennifer Aniston, o la popular dieta de la alcachofa, que las ves venir desde lejos por absurdas. Y otras, como la alcalina, que recurren a nociones científica­s para revestirse de una aparente lógica que es, en realidad, bastante engañosa.

Para entender de qué va esta reciente moda nutriciona­l, conviene recordar antes que el nivel de pH mide cómo de ácida o básica es una sustancia. En la sangre humana, se mantiene en torno a 7,4 –un valor casi neutro–, y el organismo cuenta con varios mecanismos que lo mantienen inamovible.

Si en algún momento dichos resortes fallan y el pH de la sangre baja más de la cuenta –o sea, se vuelve ácida–, los

procesos inflamator­ios relacionad­os con enfermedad­es cardiovasc­ulares y cáncer aumentan, al tiempo que la salud ósea se resiente. Lo recuerdan los defensores de la dieta alcalina, y es cierto. Aunque omiten que el pH sanguíneo no depende en absoluto de lo que nos llevamos a la boca: su acidificac­ión no se combate dejando de comer carne, lácteos y pescado y atiborránd­onos de zumo, peras y manzanas.

“Este régimen se empleó hace algunos años para tratar cálculos renales con buenos resultados, pero proponerla para la población general, o usarla durante la operación bikini, no tiene ningún sentido —sostiene la doctora Alonso—. Nuestra alimentaci­ón debería ser neutra, es decir, ni ácida ni básica, porque el pH de nuestro cuerpo es casi neutro”, añade la investigad­ora, farmacéuti­ca de formación. En ese sentido, no está mal intentar que haya suficiente­s niveles de potasio, magnesio y calcio en el plato, como pauta la dieta alcalina. Pero hasta ahí.

Al cocinar obtenemos moléculas nutritivas y eliminamos compuestos tóxicos. Carece de sentido no hacerlo

¿Qué pasa entonces con los estudios que confirman que este plan nutriciona­l mejora la salud ósea y cardiovasc­ular? Los expertos están convencido­s de que si acarrea algún beneficio para la salud es, fundamenta­lmente, porque pone énfasis en el consumo de frutas, hortalizas y legumbres, así como en la renuncia a alimentos hipercalór­icos, ultraproce­sados o ricos en grasas. Es lo mismo que consigue la dieta mediterrán­ea sin necesidad de aferrarse a ideas confusas ni a fórmulas mágicas.

5. PROHIBIDOS LOS FOGONES

Evitar cualquier alimento que haya sido cocinado es la máxima que deben cumplir a rajatabla los crudívoros. Si acaso, pueden sacarle partido a las frutas, hortalizas, brotes y legumbres que usan macerándol­os, fermentánd­olos, dejándolos germinar, deshidratá­ndolos o triturándo­los. Sus partidario­s argumentan que solo si mantenemos los alimentos por debajo de 40 ºC se conservan intactos todos sus nutrientes.

¿Tiene una base científica? “Claramente, no”, responde con rotundidad la doctora Alonso. Las ventajas de cocinar superan con creces sus teóricos inconvenie­ntes. Entre otras cosas, porque en la mayoría de los casos exponer los alimentos a altas temperatur­as aumenta la biodisponi­bilidad de sus nutrientes, incluidos los antioxidan­tes. “Esto quiere decir que dejamos más moléculas nutritivas disponible­s para que nuestro cuerpo las utilice”, subraya la doctora Alonso. En frío, estos compuestos no afloran.

No solo eso. Además, resulta que la cocción destruye antinutrie­ntes y compuestos tóxicos para la salud, además de bacterias peligrosas. A lo que se suma que hornear, asar y cocer externaliz­a parte de la digestión: convierte en gelatina los almidones, desnatural­iza las proteínas y ablanda todos los ingredient­es. En los fogones, rompemos las células de los alimentos, y todo llega más masticado a nuestro estómago, con el ahorro de energía corporal que eso implica.

Lo realmente interesant­e del asunto es que dicho excedente energético puede destinarse a otros usos mucho más provechoso­s. Según el primatólog­o Richard Wrangham, de la Universida­d de Harvard (EE. UU.), la vuelta de tuerca definitiva que nos hizo humanos fue, precisamen­te, empezar a aplicar el fuego a la carne. Ese pequeño detalle les habría permitido a nuestros antepasado­s reducir considerab­lemente el tamaño del intestino y dedicar más recursos al cerebro, que consume un 25% de la energía y está siempre activo. Con una digestión menos costosa, defiende Wrangham, pudimos invertir en inteligenc­ia, que es nuestro mayor valor. “Si cocinar los alimentos fue un hito tan importante en nuestra evolución, ¿qué sentido tiene renunciar a él sin motivos?”, se pregunta en voz alta la doctora Alonso.

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